Por El Coloso de Rodas
En esta segunda parte, aparece un narrador. Kafka introduce a un trapecista como figura central. Es un personaje extraño, suspendido en su barra, sin interés por lo que ocurre en tierra. No desciende, no participa de la vida común. No se presenta como un artista de circo que busca deslumbrar al público; no es un acróbata en busca del aplauso ni un ilusionista que crea espectáculos. El trapecista de Kafka está allí, arriba, porque ese es el único lugar donde puede vivir. Su decisión de no bajar nunca tiene algo de radical, incluso de fanático, pero también expresa una necesidad profunda. En esa decisión se revela una manera de entender la alta cultura: no como un saber enciclopédico o una colección de gestos estéticos, sino como una forma de vida exigente, separada, sostenida por una fidelidad inflexible a una idea.
Lo que Kafka presenta no es un elogio. Tampoco una burla. Lo que hace es mostrar una situación límite. El trapecista representa una posibilidad de la existencia: la del que ha decidido no vivir como todos los demás, y ha elegido un camino vertical. Esa verticalidad lo separa del suelo, de los otros, de lo cotidiano. Desde allí mira el mundo con otra perspectiva, pero también se aísla, se encierra, y finalmente se expone a un tipo particular de desgaste: un cansancio que no es físico, sino espiritual. El trapecista no hace un número más difícil, no desafía la gravedad con nuevos trucos. Lo que hace es mantenerse. Y en eso reside su drama.
La primera frase del cuento lo dice todo: «Sólo se sentía tranquilo verdaderamente cuando se hallaba en lo alto, sobre su trapecio.» Ese es su centro, su punto de apoyo, su única condición posible. Pero esa condición se vuelve, con el tiempo, una cárcel. Porque incluso el que ha elegido alejarse del suelo necesita algo más que altura. El cuerpo aguanta, pero el alma se agota. Kafka señala que el trapecista comienza a quejarse. No grita, no hace escándalo, simplemente comienza a dolerse. No sabe por qué. El dolor no tiene una causa clara. Y eso es lo que lo vuelve más grave.
Aquí Kafka toca una fibra sensible en la historia de la cultura europea. Nietzsche, antes que él, había dicho algo parecido. La alta cultura no es un conjunto de libros ni una exhibición de erudición. Es una forma de disciplina interior. El que se consagra a ella no lo hace por prestigio ni por reconocimiento. Lo hace porque no puede vivir de otra forma. El hombre superior, decía Nietzsche, es aquel que se impone un camino difícil, solitario, y muchas veces incomprendido. Es un camino que exige renunciar a lo inmediato, alejarse del ruido, y sostenerse en una idea incluso cuando esa idea ya no parece suficiente.
El trapecista de Kafka encarna ese ideal. Su vida no tiene historia, no tiene nombre, no tiene biografía. Su identidad está completamente entregada a esa posición que ha adoptado. No baja nunca. Vive arriba. Come arriba. Duerme arriba. Lo asiste un empresario que cuida de sus necesidades básicas, pero que no entiende del todo esa elección. Kafka no nos dice si el empresario lo admira o lo compadece. Tal vez ambas cosas. Lo que está claro es que esa figura colgada en lo alto representa una forma de vida que no es común. No es práctica. No es útil. Pero tampoco es banal.
En un momento del relato, el trapecista pide algo inesperado: un segundo trapecio. No se trata de un nuevo número ni de un cambio en su acto. Lo pide porque siente que ya no le basta con uno solo. No quiere bajar, no quiere descansar, pero necesita otro punto de apoyo. Es un momento clave. Esa petición revela que algo ha cambiado. Ya no puede sostenerse con lo que antes le bastaba. Ha llegado a un límite. No se trata de una caída. No hay fracaso. Pero hay un temblor, una duda, una fisura.
El empresario, desconcertado, accede a su pedido. Y luego, al verlo dormir, tan frágil, tan expuesto, dice: «¿Es que no va a parar nunca con sus exigencias?» Esa frase contiene una carga de cansancio, pero también de comprensión. Porque el trapecista no pide más porque quiera más. Pide más porque ya no puede con lo mismo. Su fidelidad al ideal no ha disminuido. Pero el cuerpo y el alma ya no responden de la misma manera.
Esa es la tensión central del cuento: la persistencia en un ideal que ya no da lo que prometía. La alta cultura, cuando se convierte en forma de vida, exige sacrificios. Pero esos sacrificios, con el tiempo, no necesariamente garantizan un sentido más firme. Al contrario: puede ocurrir que, mientras más fiel se es al ideal, más se desdibuje el sentido. Kafka no dramatiza esto. No lo convierte en tragedia. Lo muestra con una calma seca, casi burocrática. El trapecista no muere, no cae, no enloquece. Simplemente pide un segundo trapecio. Y eso es suficiente para saber que algo se ha roto.
Este relato breve, originalmente titulado Primer dolor, luego El artista del trapecio, de una economía perfecta, plantea una pregunta que late más allá del ámbito de la cultura. ¿Qué ocurre cuando una vida entera se ha edificado sobre una idea, y esa idea comienza a tambalear? ¿Qué se hace cuando no se puede volver atrás, pero tampoco se puede seguir igual? El trapecista no tiene un plan B. No tiene otra identidad. No tiene un lugar en el mundo fuera de esa barra suspendida. Esa es su fuerza, pero también su condena.
La modernidad ha producido muchas figuras de este tipo. El intelectual aislado. El artista incomprendido. El filósofo que se retira del mundo. Todos ellos, de algún modo, son trapecistas. Se alejan del suelo común, se instalan en una altura simbólica, y desde allí intentan sostener una forma de existencia distinta. Pero esa altura no garantiza la verdad. Ni la paz. Ni siquiera el sentido. Lo que garantiza es una forma de distancia. Y esa distancia, cuando se vuelve absoluta, puede volverse insoportable.
Kafka no condena al trapecista. Tampoco lo celebra. Lo observa. Con la precisión de alguien que ha visto de cerca lo que significa sostenerse en una idea, incluso cuando esa idea deja de responder. Hay en ese gesto una enorme honestidad. Porque no hay ironía ni burla. Lo que hay es compasión. Y una comprensión profunda del precio que tiene vivir fiel a una forma de vida que no hace concesiones.
Lo que queda, al final, es una imagen. Un hombre suspendido entre dos trapecios. No ha caído. No ha renunciado. Pero tampoco está seguro. El segundo trapecio no resuelve el problema. Solo lo aplaza. Tal vez lo agrava. Tal vez es el comienzo de una cadena de exigencias que no tendrá fin. Pero eso es todo lo que tiene. Kafka no nos dice si algún día bajará. O si caerá. O si desaparecerá. Solo nos deja esa figura, el trapecista, en lo alto, tratando de sostenerse, tratando de no caer, sin saber si eso aún tiene sentido.
Esa figura, silenciosa, suspendida, es una de las más poderosas de la literatura moderna. Porque no representa una idea. Representa una tensión. No ofrece una respuesta. Plantea una pregunta. Y en esa pregunta se juega algo fundamental: ¿cómo vivir cuando la fidelidad a un ideal comienza a volverse una carga? Ese primer dolor es la base oculta de la alta cultura. No es una marca visible. No se glorifica. No se narra. Pero es lo que distingue al que empieza y al que persevera. No se trata de sufrimiento como valor moral. Se trata de esfuerzo repetido. De entrenamiento. De una práctica silenciosa que forma el carácter. Y el gusto. Y la concentración. Lo que el trapecista hace, finalmente, no es un número brillante. Es la continuación de ese dolor convertido en dominio. En constancia. En forma.
Eso es lo que Kafka muestra, que la alta cultura no es una categoría estética ni un gusto refinado. Es una forma de vida empujada al extremo. No se trata de tener lecturas ni de dominar un estilo. Se trata de no abandonar una exigencia. De no dar por válido nada que no esté más allá de lo común. En ese sentido, el trapecista representa una ética. Una forma de estar en el mundo. Que no pacta con lo fácil. Que no se adapta. Que no se ablanda.