La «alta cultura» a debate (primera parte)

Por El Coloso de Rodas

Este breve texto forma parte de un escrito mayor incluido en un libro actualmente en preparación.

Ha comenzado, en el marco del centenario de la publicación de La crisis de la alta cultura en Cuba, un nuevo debate —quizás no tanto por inédito como por insistentemente necesario— sobre el sentido, el valor y el destino de aquello que se ha llamado, con solemne ambigüedad, alta cultura. ¿Qué se entiende por tal concepto? ¿Qué se ha entendido y qué se sigue queriendo entender? ¿Un repertorio de obras canónicas que deben preservarse? ¿Un conjunto de formas superiores de sensibilidad? ¿Una ética de la excelencia y del espíritu crítico? ¿Una herencia histórica o una tarea inacabada? ¿Un refugio ante la barbarie o un privilegio de clases? Preguntas todas que no encuentran respuestas definitivas, pero que siguen teniendo consecuencias políticas, estéticas y pedagógicas, en un momento en que el canon es puesto en duda, la cultura se ve subsumida por la industria del entretenimiento, y la palabra alta es a menudo leída como sospechosa, elitista, excluyente.

Para adentrarnos en esta cuestión, hemos preferido —antes que ir en busca de definiciones teóricas o sociológicas— comenzar con la voz de quienes han pensado la cultura desde la experiencia viva, es decir, desde la creación, desde el lenguaje que no repite fórmulas sino que las subvierte, desde la palabra que no enseña sino que transforma. Un filósofo, un poeta, un dramaturgo, un narrador, cuatro figuras, cuatro maneras de leer el mundo como obra. Y al final, Jorge Mañach, cuya conferencia fundacional, a pesar del tiempo transcurrido, sigue proponiendo un diagnóstico vigente, incómodo y fértil sobre la cultura cubana y sus crisis reiteradas.

Y como no podía ser de otro modo, empezamos con Friedrich Nietzsche. No porque haya ofrecido una doctrina sistemática de la alta cultura —más bien todo lo contrario—, sino porque la hizo estallar desde dentro, como quien dinamita una casa para que algo más digno pueda construirse sobre sus ruinas. La casa permanece vacía. Nietzsche no es tanto el autor de un pensamiento sobre la cultura, sino su propio acontecimiento, un caso clínico y un escándalo literario; una voz herida y un estilista del abismo; un moralista sin moral y un profeta sin consuelo. Leer a Nietzsche es, en efecto, una forma de ponerse a prueba. No se entra en sus libros como en una biblioteca, sino como en una tormenta. No se sale indemne. No se trata de estar de acuerdo con él, sino de ser capaz de soportarlo.

Y eso ya dice mucho sobre lo que aquí entendemos por alta cultura, no un acuerdo, sino un combate; no un lugar de pertenencia, sino un ejercicio de distancia; no una posesión, sino una práctica. Alta cultura no como un inventario de obras consagradas, sino como una tensión vital, una altura que se conquista —y se pierde— a cada instante. Nietzsche, desde este punto de vista, no es un pensador del contenido, sino del tono. Importa menos lo que dice que cómo lo dice; menos las ideas que la intensidad con que son formuladas. Su filosofía no es un edificio, sino un campo de fuerzas. Y en ese campo, la cultura se convierte en un acto de selección, de entrenamiento, de prueba, de resistencia.

Su célebre fórmula —filosofar con el martillo— no debe entenderse como un gesto de destrucción bruta, sino como un arte de la auscultación. Se trata de golpear ídolos, sí, pero para escuchar el sonido que hacen. Se trata de descubrir, tras las grandes palabras —Dios, Verdad, Progreso, Moral—, el vacío, el cansancio, la mentira. El martillo nietzscheano es estetoscopio, toca para oír. Percute para oír el eco de lo hueco. Su combate no es con los hombres, sino con sus ilusiones. De ahí su tono clínico y provocador, que ha sido interpretado muchas veces como misantropía, cuando en realidad es una forma superior de exigencia. No desprecia a los hombres porque los odie, sino porque espera más de ellos. Su crueldad es una forma extrema de esperanza.

Nietzsche ve en la cultura moderna un proceso de decadencia, no por falta de saber, sino por exceso de comodidad. No por ignorancia, sino por mediocridad. Lo que llama “la moral de los esclavos” no es una categoría sociológica, sino una forma de vida que renuncia a la altura, que desconfía del dolor, que confunde igualdad con repetición, compasión con pereza. Contra esa moral, propone la figura del Übermensch, no como un superhombre en el sentido vulgar de la palabra, sino como un ser humano que ha aprendido a afirmarse sin resentimiento, a vivir sin garantías, a crear sus propios valores. No es una categoría racial ni una utopía política, es una tarea, una dificultad, un vértigo.

Ese Übermensch no se impone por fuerza ni por rango, sino por estilo. Se construye, se ensaya, se ejercita. Nietzsche, al fin, propone una cultura como formación de sí, donde el hombre no nace libre ni noble, sino que lo deviene. En esa medida, su propuesta es profundamente artística: se trata de hacer de uno mismo una obra, un experimento, una posibilidad abierta. Y esa exigencia implica dolor, implica ruptura, implica renuncia. Alta cultura, entonces, no es acumulación de conocimientos, sino capacidad de transformarse, de vivir a contracorriente, de mantener la tensión creadora contra la domesticación del espíritu.

Su aristocratismo, muchas veces criticado, no se refiere a una casta, sino a un temple. Ser aristócrata, para Nietzsche, es estar dispuesto a vivir sin consuelo, sin moral de rebaño, sin instituciones que nos amparen. Es tener coraje de vivir peligrosamente, incluso en el pensamiento. La alta cultura no se mide por diplomas ni por bibliotecas, sino por la intensidad con que se vive el conflicto entre lo que somos y lo que podríamos ser. En ese abismo, Nietzsche funda su pedagogía. Una pedagogía sin red.

Y si comenzamos este itinerario por su voz, es porque nos recuerda que toda cultura verdaderamente alta es, en el fondo, una forma de verticalidad frente al tiempo, una forma de insubordinación ante la historia. Una forma, también, de danza. Si algo supo Nietzsche —y por eso no podemos leerlo sin temblar— es que la cultura no se construye sin música. Y que la música más alta es la que nace después del silencio. La que sabe que toda creación es una forma de peligro. Y todo peligro, una forma de estilo.

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