Inutilidad y distancia en el «caso Padilla»

Por KuKalambé

Cuando Heberto Padilla subió al estrado en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) la noche del 27 de abril de 1971, no lo hizo como poeta, ni siquiera como ciudadano, sino como acusado sin expediente, como figura desplazada de sí misma, forzada a encarnar en carne viva la ficción del arrepentido. Aquella lectura pública de su autoinculpación, celebrada ante sus colegas en un salón cerrado y vigilado, no fue una declaración libre ni espontánea, fue un guion cuidadosamente tejido por las estructuras del poder, una escena de pedagogía autoritaria, un espectáculo moral que buscaba restaurar un orden ideológico mediante el sacrificio ejemplar de uno de sus intelectuales más incómodos.

En Padilla, como en Kafka, la culpabilidad no se prueba, se presupone. El delito no se define, se asume. No se trataba de que el poeta hubiera cometido algún crimen concreto, sino de que encarnaba una actitud, un tono, una inflexión del alma que resultaba disonante con el relato triunfante del poder. El Estado no perseguía actos, sino emociones. No procesaba ideas, sino climas internos. Y entre esos climas, uno resultaba particularmente insoportable para el Estado, la inutilidad.

Padilla no era útil. Lo dijo él mismo en su confesión, “he sido un escritor inútil para la Revolución”. En un sistema que glorificaba la función, la eficacia, la producción y la militancia cultural, la inutilidad equivalía al crimen. No había espacio para el pensamiento ocioso, para la ironía, para la crítica ambigua, para la poesía que no cumpliera una tarea concreta. Ser inútil era ser superfluo, y lo superfluo era potencialmente peligroso. En ese contexto, la inutilidad no era una condición estética, era una forma de resistencia pasiva, un modo de decir “no” sin alzar la voz.

La autoinculpación de Padilla es el reverso tropical y trágico de El proceso de Kafka. Como Josef K., Padilla se movía en un laberinto sin centro, donde las instancias superiores no mostraban el rostro y la cadena de decisiones parecía extenderse infinitamente hacia oficinas más elevadas, más oscuras, más inaccesibles. Todo estaba envuelto en una neblina de siglas, informes, acusaciones veladas, comités y camaradas. La maquinaria operaba sin que se pudiera identificar con precisión su núcleo, pero su presión era total.

En este marco, la lectura del poeta adquirió la forma de una mise en scène, un ritual de purga ejecutado ante la mirada cómplice —o impotente— de sus colegas. A diferencia del teatro clásico, aquí no había catarsis ni redención, sino un simulacro de expiación forzada. Padilla confesaba su culpa —ser individualista, escéptico, no útil para la Revolución— como quien recita líneas escritas por otro, pero lo hacía con una convicción que helaba la sangre, porque en su voz se oía la resignación del vencido, del que ha aprendido que resistir ya no es una opción.

La escena era simbólicamente devastadora, los escritores reunidos, obligados a presenciar la automutilación intelectual de uno de los suyos, el acusado convertido en su propio fiscal, la culpa transformada en virtud pública. En ese salón cerrado, bajo la luz artificial de la vigilancia, la literatura cubana fue sometida a un bautismo de obediencia. Ya no bastaba con escribir bien, había que demostrar lealtad. Y si la lealtad no era suficiente, debía confesarse la traición imaginaria.

La frase kafkiana «Alguien debió de haber calumniado a Josef K.» cobra aquí una resonancia aguda, porque en el caso Padilla no fue necesaria ninguna calumnia puntual. Bastó con que el Estado lo observara, lo interpretara, lo descifrara como “inquietante”. En regímenes donde la ideología se funde con la administración total de la vida, no se requiere de pruebas para condenar, basta con signos. Una metáfora ambigua, una entrevista en el extranjero, una ceja levantada en el momento inoportuno.

La inutilidad de Padilla no era un vacío, era una forma de distancia. No una distancia física, sino espiritual, ética, estética. Padilla no se alineaba con el entusiasmo revolucionario, no participaba en la coreografía ideológica, no decía lo que se esperaba de un escritor revolucionario. Esa distancia se volvió intolerable. El poder exige cercanía absoluta, adhesión sin reservas, repetición coreográfica. Padilla, con su escepticismo lúcido y su estilo contenido, encarnaba una disonancia. Y la disonancia, en los sistemas cerrados, se interpreta como sabotaje.

Esa distancia fue también literaria. La poesía de Padilla no cantaba al azúcar ni a la zafra, ni a los logros del socialismo. Cantaba al desarraigo, al doblez, a la ambigüedad. En lugar del héroe proletario, proponía la figura del cínico ilustrado, del intelectual incómodo, del hombre que no sabe si creer. Su voz, afilada y desencantada, recordaba demasiado que la historia podía equivocarse, que la utopía podía fallar. Y eso lo convirtió en prescindible.

A partir de entonces, Padilla se convirtió en el emblema de un nuevo tipo de escritor, el escritor que sabe que lo vigilan, el escritor que escribe para una audiencia invisible, el escritor que teme que su próximo poema pueda ser leído como una traición. En otras palabras, el escritor autocensurado. La autoinculpación no fue solo suya, fue un gesto que se propagó como sombra, marcando a toda una generación con la marca indeleble del miedo. En el rostro de Padilla se leyó lo que no podía escribirse, que la inteligencia crítica había sido declarada inútil para el proyecto revolucionario.

Pero la confesión de Padilla también desbordó los límites de Cuba. En París, Nueva York, Berlín, Roma, la noticia del poeta humillado —y del silencio cómplice de muchos de sus compañeros— provocó una conmoción intelectual. Fue un parteaguas. Algunos rompieron con la Revolución, otros la justificaron. Pero nadie pudo seguir creyendo que en La Habana se vivía una utopía sin fisuras. Padilla, con su voz temblorosa y su mirada rota, se convirtió en testigo de lo que sucede cuando la poesía tropieza con el dogma.

El sentido de su acto, sin embargo, no puede reducirse a la traición ni al heroísmo. No fue ni delator ni mártir. Fue, más bien, un hombre atrapado en una maquinaria de control simbólico tan eficaz que logra que los propios acusados cooperen en su suplicio. Lo que Padilla leyó aquella noche no fue solo una confesión política, fue un espejo invertido de la lógica totalitaria, donde el alma debe rendir cuentas ante el buró de los afectos y las ideas deben ser validadas por los órganos competentes.

Desde entonces, el escritor latinoamericano —y especialmente el cubano— no puede dejar de preguntarse, ¿quién es el lector real de mi obra? ¿El pueblo o el comité? ¿El público o el censor? ¿Dónde termina mi voz y dónde comienza la voz que me dicta lo que debo decir?

La figura de Padilla reaparece, así, como un Josef K. caribeño, que ha sido llamado a juicio sin saber (sabiendo) por qué, y que termina por aceptar su papel en una tragedia cuyo libreto no escribió. Su errancia por las oficinas de la cultura, su tránsito por los pasillos del Ministerio, su caída en desgracia, su redención a medias, todo compone una fenomenología del poder que Kafka apenas pudo imaginar, pero que en Cuba tuvo forma, rostro y fecha.

Y al final, como en El proceso, no hay resolución. No hay justicia. Solo un cuerpo que se desploma, unas palabras que quedan flotando en el aire, y una pregunta que nadie responde, ¿de qué se acusa al poeta?

Quizás, como diría el propio Padilla, el único crimen fue haber mantenido la distancia, haber sido, en un mundo de funciones, absolutamente inútil.

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