Po Galan Madruga

Sin lugar a dudas, Alejandro Fonseca es un poeta que destaca por su singularidad. No es un poeta que se someta a las convenciones que limitan su expresión. Un poeta cuya audacia radica en su intento de trascender los límites de su propia historia y del condicionamiento mental que lo ha formado, pero que, paradójicamente, se ve incapaz de hacerlo. Esta lucha constante me recuerda las palabras del poeta Tennyson, que se grabaron en la memoria de su niñez: “Siento campanillas vibrar –t-e-n-n-y-s-o-n– en el centro de mi corazón.” Un eco de vibraciones rítmicas que, como una huella, se repiten una y otra vez, como una marca indeleble en el alma de quien se atreve a escuchar.
Luis González, en su obra Pueblo en Vilo, denomina este fenómeno de resonancia en la matria –la raíz misma– del poeta local. En este contexto, cada individuo se siente intrínsecamente conectado a su patria, a su pueblo, a la ciudad que lo acoge, aunque esa conexión no siempre sea consciente. Es un lazo que va más allá de lo tangible, una sensación casi etérea que define nuestra relación con el lugar que habitamos.
A lo largo de la obra De un tiempo deslumbrado (Editorial Silueta, 2011), Fonseca teje una coherencia vibratoria que reverbera a través de las páginas, una vibración que se origina en la matria pueblerina. Cada palabra parece formar parte de una sinfonía que busca conectar al lector con esa atmósfera primordial, un espacio vivencial que, aunque ajeno al presente, evoca con fuerza tiempos pasados. En mis breves encuentros con él, me ha invadido una extraña sensación de cercanía, como si estuviera de vuelta en esos momentos de mi propia historia, cuando el tiempo parecía detenerse y el paisaje local era todo lo que existía.
Lo que siempre me ha fascinado de la Historia, particularmente de sus investigaciones, no es tanto la revelación del último dato histórico ni la abundancia de documentos encontrados, sino la presencia de lo que permanece oculto: el instante en que los espacios de silencio, esos recovecos invisibles en las estructuras sociales, comienzan a formarse. Es una impresión sensorial, casi categorial, más que una visión concreta. No es la mirada del poeta que observa, sino la del observador que trata de comprender las dinámicas de una realidad mucho más compleja.
Este hecho, que también se observa en otras partes del mundo, es el mismo que acontece en Cuba: la Historia precede a la Poesía. El historiador proporciona el espacio para que el poeta se inserte, se acerque, y lo interprete. En Cuba, no hay poetas en sí mismos; son, por el contrario, individuos moldeados por la Historia que los antecede. Esto no implica una crítica directa a su labor, sino un reconocimiento de que los poetas cubanos están irremediablemente ligados a un contexto histórico que determina sus pasos, y que, cuando intentan dar un giro en su expresión, lo hacen desde el dolor de una historia sumida en el inconsciente colectivo.
En el caso de Fonseca, se hace evidente cómo la formación histórica y la mentalidad del poeta se configuran en su relación con su terruño, con su matria. La creación poética nace, en gran medida, de la concepción de la localidad, de la municipalidad que el historiador José García Castañeda describe con precisión al adentrarse en los orígenes de Holguín. De ahí surge una conciencia poética que, a través de la imagen de la municipalidad, se expande hacia una comprensión más profunda de la ciudad, de sus símbolos y metáforas, que cobran vida en los ojos del poeta.
De un tiempo deslumbrado no es solo una recopilación de versos; es, en palabras más sencillas, una “geometría local” –un espacio donde lo cotidiano y lo reflexivo se entrelazan en un campo de pensamiento que articula, con precisión, las diversas dimensiones de la existencia en su terruño. Fonseca no solo analiza el espacio físico; se detiene en los pliegues invisibles de la ciudad, en la proporción cósmica que define cada rincón, cada calle, cada estructura, en una constante interrogación sobre el misterio local. Este proceso, de alguna manera, se remonta a los primeros días de vida, cuando el niño comienza a formar la imagen de su ciudad, no solo como un espacio concreto, sino como un lugar lleno de sentido y significado.
La poesía de Fonseca emerge, entonces, de una ética que tiene sus raíces en la biografía local, en la historia de un pueblo, en la vivencia compartida de una comunidad. Es una ética que hace reverencia a lo más elemental: la familia, la casa, el barrio, la ciudad. Son estos elementos los que, en el imaginario del poeta, adquieren un carácter sagrado, pues no son solo espacios físicos, sino el lugar donde nace y se forja la identidad cultural. De ahí la fuerza de su regreso imaginario al lugar de origen: el poeta, a través de su obra, reivindica su lugar, el lugar que se convierte en su patria pequeña, su patria íntima, su patria de afectos.
En este contexto, el regreso es más que un acto físico; es un acto de reconfiguración interna. El poeta siente una profunda satisfacción al retornar, aunque sea de forma imaginaria, al lugar que define su ser. Este sentimiento no se limita al deseo de reencontrarse con el espacio geográfico, sino que se extiende a una conexión más profunda con su propia esencia, con la parte de su ser que se ha formado en este espacio único, a menudo marcado por la temporalidad de lo insular. La ética del olfato, esa capacidad de percibir los aromas, los sabores, los gestos que definen una tierra, se convierte en un acto iniciático. Como el general Calixto García, quien sintió en la manigua la profundidad de la identidad cubana, Fonseca experimenta este regreso como un proceso sensorial de reconexión con su raíz, con su terruño.
El poeta, al igual que otros cubanos, experimenta una suerte de pérdida cuando trasciende el espacio físico de su tierra natal. El exilio, entonces, se presenta como un tránsito irreversible, una transgresión que no solo involucra un cambio geográfico, sino también cultural, un distanciamiento emocional y psicológico que se hace eco en la memoria colectiva. Es en este sentido que el libro de Fonseca se convierte en un testimonio precioso de esta dualidad: la de sentirse en casa, aunque físicamente ausente, y la de ser un exiliado por siempre. A través de su obra, desmiente la idea de que hemos logrado liberarnos de nuestra condición de exiliados, pues, en última instancia, seguimos siendo hijos de nuestra tierra, atrapados entre el pasado y el presente, entre la memoria y el olvido.
De un tiempo deslumbrado no solo representa una reflexión sobre la historia personal y colectiva, sino también una meditación profunda sobre la permanencia del terruño en el alma del poeta. Un terruño que, aunque lejano, sigue siendo el marco desde el cual se interpreta el mundo, un espacio de pertenencia que nunca se pierde, a pesar de la distancia física.
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