Freud y Mañach: entre el malestar y la crisis de la cultura

Por Galan Madruga

La cultura, en su sentido más profundo, no es únicamente un conjunto de formas o expresiones que elevan al ser humano sobre su condición biológica, es, ante todo, el dispositivo simbólico por medio del cual la humanidad intenta sustraerse del caos instintivo que le habita. Sin embargo, esta empresa civilizatoria —que pretende domesticar las pulsiones, otorgar sentido a la existencia y organizar el deseo— no está exenta de consecuencias traumáticas. Lejos de ser un refugio armónico, la cultura es también el escenario principal de la tragedia interior del hombre moderno.

En El malestar en la cultura (1930), Sigmund Freud realiza una disección implacable de esta tensión constitutiva entre la vida pulsional y las exigencias de la vida civilizada. Toda elevación cultural, sostiene, comporta necesariamente una pérdida, el precio de la convivencia social es la represión de los deseos más primarios, particularmente los de índole sexual y agresiva. Esta renuncia, aunque indispensable para la construcción del orden, no es inocua. Al contrario, deja en el individuo una marca indeleble de infelicidad. “La cultura exige renuncias pulsionales, y por tanto, causa un sufrimiento permanente”, afirma Freud con una frialdad clínica que no deja resquicio a la esperanza.

Desde esta perspectiva, la cultura aparece como una conquista ambigua, habilita la vida comunitaria, pero a costa de una mutilación íntima. El individuo civilizado se encuentra desgarrado entre lo que desea y lo que le es permitido. El Superyó, la instancia psíquica que representa la interiorización de las prohibiciones sociales —y que Freud describe como “la representación interior del padre severo”— se convierte en un censor implacable. La conciencia moral, lejos de ser una guía serena, opera como una maquinaria de culpa. En última instancia, la cultura no redime, sino que exacerba el conflicto interno. Lo que parecía un triunfo de la razón sobre el instinto se revela como una fuente perpetua de disconformidad.

En un registro distinto, aunque en una época casi coincidente, el pensador cubano Jorge Mañach aborda el problema desde otra vertiente en su ensayo La crisis de la alta cultura (1925). A diferencia de Freud, que se concentra en la estructura psicológica del individuo, Mañach enfoca su crítica en el devenir histórico y espiritual de la cultura misma. Su preocupación no es tanto la represión de los impulsos, sino el progresivo vaciamiento de la cultura entendida como espacio de formación del espíritu. La irrupción de la técnica, el ascenso del utilitarismo y la vulgarización del gusto amenazan, según Mañach, con reducir la cultura a un conjunto de formas estéticas desvinculadas de toda interioridad. “La técnica ha usurpado el lugar del espíritu. El libro ha sido desplazado por la máquina”, sentencia, sin concesiones. En esta visión, el problema ya no es el sufrimiento por el exceso de represión, sino la atrofia espiritual producida por una cultura subordinada al rendimiento, a la eficacia inmediata y al consumo masivo.

Lo que en Freud se plantea como un drama psíquico estructural, en Mañach se perfila como una catástrofe cultural contingente, pero no por ello menos profunda. El cubano detecta un fenómeno que, más allá de su diagnóstico local, adquiere resonancia universal, el eclipse del ideal humanista ante el avance del pragmatismo. La alta cultura, entendida como cultivo de la inteligencia, formación estética y elevación moral, ha sido desplazada por la lógica del mercado, por el reino de la banalidad. “La mediocridad se ha encaramado al trono; la vulgaridad dicta el gusto”, advierte con tono alarmado. Esta transformación no solo afecta al contenido de la cultura, sino a su función misma, ya no se trata de formar almas, sino de entretener, seducir o producir rédito.

La divergencia entre ambos pensadores es clara, aunque no excluyente. Freud concibe el malestar como una condición intrínseca e irresoluble del sujeto civilizado. La civilización, para él, exige sacrificios que hieren al individuo en lo más profundo de su ser. “La libertad individual no es un bien cultural”, ironiza con crudeza, “fue mayor antes de toda cultura, pero entonces no tenía ningún valor, porque el individuo difícilmente podía defenderla”. En esta visión, no hay retorno posible, el conflicto es constitutivo. Por el contrario, Mañach mantiene una fe residual en la posibilidad de regeneración. Su crítica es también una exhortación, propone una ética de la resistencia espiritual, un retorno a las humanidades, al rigor del pensamiento, a la formación del carácter. “La alta cultura es una aristocracia del espíritu, no un privilegio social, sino un ejercicio exigente de la inteligencia y la sensibilidad”, afirma, apelando a una élite vocacional más que a una clase social.

Ambos autores, pese a sus diferencias metodológicas, el uno guiado por el psicoanálisis, el otro por una sensibilidad humanista, coinciden en un punto nodal: la desorientación del sujeto moderno. Para Freud, se trata de una fractura interna entre las fuerzas inconscientes del ello y las imposiciones del Superyó. Para Mañach, es una pérdida del eje espiritual, una desconexión con los valores que antes orientaban la existencia. “La cultura ha dejado de ser aspiración para convertirse en adorno, en lujo espiritual de unas pocas almas selectas”, lamenta el cubano, denunciando el vaciamiento simbólico que acompaña al progreso material. El hombre contemporáneo, atrapado entre el mandato del rendimiento y la banalización de la experiencia, ha perdido su vocación reflexiva. Es eficaz, pero hueco; técnico, pero inculto; productivo, pero espiritualmente intrascendente.

Lo que Freud analiza como destino psíquico y Mañach como decadencia cultural remiten, en última instancia, a una misma herida: la imposibilidad de reconciliar al ser humano con su entorno civilizado sin sacrificar alguna dimensión esencial de su ser. La cultura, que prometía redención, se ha vuelto campo de tensiones irresueltas. Nos salva y nos hiere. Nos forma y nos reprime. Nos eleva y nos vacía. Quizás, como sugiere Freud, este malestar sea el precio inevitable de vivir en comunidad. O tal vez, como propone Mañach, aún queden reservas de espíritu capaces de resistir el naufragio. Sea como fuere, la pregunta permanece abierta: ¿puede el ser humano habitar la cultura sin traicionarse a sí mismo?

El contexto histórico de ambos autores es esencial, escriben en los años de entreguerras, cuando la civilización occidental parece haber tocado fondo. La Gran Guerra ha desmontado el mito del progreso ilustrado. El avance técnico, lejos de redimir, ha servido a la destrucción. En ese sentido, tanto Freud como Mañach hablan desde un momento de crisis, el primero desde la introspección europea, el segundo desde una América Latina que busca afirmarse culturalmente sin perder su vocación universal. Ambos detectan que la modernidad ha llegado a una encrucijada, o bien se renueva desde sus raíces más profundas, o bien se precipita hacia el nihilismo, la banalidad o la violencia.

Una comparación sugerente puede hacerse también en el modo en que ambos piensan la cultura. Para Freud, la cultura es una construcción colectiva que reprime las pulsiones individuales para garantizar la convivencia. Para Mañach, es una elevación del espíritu, una conquista ética e intelectual. El primero la concibe como una estructura funcional, el segundo, como una aspiración estética y moral. El malestar, para Freud, es el efecto colateral de una necesidad social: “Lo que llamamos felicidad proviene, en gran parte, de la satisfacción de deseos altamente reprimidos”. La crisis, para Mañach, es un síntoma de decadencia: “Estamos asistiendo a la bancarrota de una civilización que ya no cree en sus propias formas ni en su misión educadora”.

La distancia entre ambos se acorta cuando se considera que, para Freud, también existe un riesgo de regresión cultural. El ser humano civilizado lleva en su interior una tensión que, si no es contenida, puede derivar en barbarie. Las pulsiones de muerte (Thanatos) están tan presentes como las de vida (Eros), y el equilibrio entre ambas es precario. “El ser humano no es una criatura dulce y necesitada de amor, sino que lleva en sí una potente cuota de agresividad”, advierte Freud. La cultura, entonces, está siempre bajo amenaza, pues lo que reprime no desaparece: retorna bajo formas neuróticas o violentas.

Este punto conecta con Mañach en un plano más profundo, ambos ven la cultura como un esfuerzo, frágil, arduo, necesario, contra lo informe. Para Freud, contra el caos pulsional; para Mañach, contra el caos vulgar. En ambos casos, se trata de sostener una forma, la forma cultural, frente a una disolución que siempre acecha. La tarea no es cómoda, implica sufrimiento (Freud) o sacrificio intelectual (Mañach). Pero en esa tarea reside, quizás, la posibilidad misma de humanidad.

La vigencia de ambos textos en el siglo XXI es sorprendente. La hipermodernidad digital ha radicalizado tanto el malestar como la banalización. El sujeto actual, estimulado y vigilado por algoritmos, atrapado entre la ansiedad de rendimiento y la sobreexposición de sí, vive una forma mutada del malestar freudiano. A la vez, la cultura se ha vuelto espectáculo, decorado, “contenido” de plataformas. La crisis de la alta cultura, denunciada por Mañach hace un siglo, hoy es global. La cultura humanista, que forjaba individuos críticos y sensibles, ha sido desplazada por una industria de entretenimiento instantáneo. La formación ha sido reemplazada por la “curaduría”. La lectura profunda, por el escaneo fugaz.

Frente a ese escenario, la lectura combinada de Freud y Mañach ofrece una lección doble. Por un lado, Freud nos invita a reconocer el malestar como constitutivo, no como patología a eliminar. Vivir en sociedad implica perder algo, y esa pérdida debe ser pensada, no negada. Por otro lado, Mañach nos urge a no claudicar: la cultura verdadera requiere esfuerzo, selección, voluntad. No es lo mismo consumo que cultivo. No es lo mismo información que conocimiento. No es lo mismo leer que pensar.

Es desde este punto de fractura que Freud y Mañach articulan sus reflexiones. El primero lo hace desde el corazón mismo de Europa, sumido en la introspección analítica de un alma colectiva herida, el segundo lo hace desde una América Latina que, si bien geográficamente periférica, se enfrenta a un dilema similar, cómo afirmarse culturalmente sin sucumbir a la tentación de los particularismos estrechos ni perder su vocación universal. En ambos casos, lo que está en juego es el destino de la cultura en un mundo donde las estructuras simbólicas parecen haber perdido su eficacia orientadora. Ambos detectan, en suma, que la modernidad se halla ante una bifurcación crítica, o bien se produce una renovación de sus fundamentos más hondos, o bien se precipita, irremediablemente, hacia el nihilismo, la banalización y eventualmente, la violencia.

Una comparación fecunda entre ambos pensadores se revela al examinar sus concepciones respectivas sobre la cultura. Para Freud, la cultura es una construcción colectiva que, para asegurar la convivencia, impone al individuo la renuncia a sus pulsiones más primitivas, en especial aquellas de orden sexual y agresivo. Esta represión, necesaria para la vida en sociedad, genera un malestar estructural, no patológico, sino constitutivo, es el precio que se paga por la civilización. La felicidad, advierte Freud con severidad clínica, es un producto escaso, porque depende en gran medida de la satisfacción de deseos que la cultura no puede permitir sin poner en riesgo su propia estabilidad. En este sentido, el malestar no es una anomalía a corregir, sino una constante antropológica inscrita en el pacto mismo de la vida civilizada.

Mañach, por su parte, contempla otro tipo de amenaza, no la del retorno de lo reprimido, sino la de la disolución de la exigencia cultural. Allí donde Freud ve el sufrimiento como el efecto colateral de una renuncia civilizatoria, Mañach observa la renuncia a la renuncia, la caída del ideal, la claudicación de los valores superiores, el abandono de toda voluntad de formación interior. La cultura, según Mañach, ya no es una aspiración universal ni un camino de perfección, sino un lujo marginal para unas pocas almas selectas o, peor aún, un ornamento vacío, desprovisto de auténtico contenido espiritual. Frente al análisis resignado, casi trágico, de Freud, Mañach propone una ética de la resistencia, volver al estudio riguroso, al cultivo de las humanidades, a los clásicos, a la conciencia crítica. Rechaza la vulgarización como destino y postula la cultura como tarea exigente, no como consumo pasivo.

En esa diferencia reside, quizás, una clave de lectura del presente. Porque si algo distingue a nuestra época hipermoderna es la radicalización simultánea de ambos diagnósticos. Por un lado, el sujeto contemporáneo vive bajo una presión pulsional inédita, permanentemente estimulado y controlado por dispositivos digitales que, en lugar de reprimir, explotan su deseo, la ansiedad, el burnout y la sobreexposición revelan un nuevo tipo de malestar, tan intenso como el descrito por Freud, pero mediado por algoritmos. Por otro lado, la cultura ha sido reducida a espectáculo, entretenimiento, “contenido” que se consume velozmente sin sedimentación reflexiva. Lo que Mañach denunciaba en clave nacional y elitista, la vulgarización de la alta cultura, se ha transformado en un fenómeno global, acelerado por la industria de plataformas, donde el pensamiento ha sido suplantado por la opinión y el conocimiento por la información curada.

La lectura conjunta de Freud y Mañach, en este contexto, adquiere un valor inusitado. Nos permite entender que el malestar no es algo que deba ser eliminado, sino comprendido, que la cultura no es un adorno, sino una forma de contención del caos, ya sea interno (pulsional) o externo (social). Nos recuerdan que hay una diferencia radical entre vivir cultivando el alma y vivir dejándose arrastrar por las fuerzas de la automatización, la banalidad y el rendimiento. Ambos, desde sus tradiciones respectivas, nos llaman a una misma actitud, la de sostener una forma frente a lo informe, la de perseverar en el esfuerzo cultural incluso cuando todo a nuestro alrededor parece convidar a la disolución.

Tanto El malestar en la cultura como La crisis de la alta cultura son textos que, separados por el método, están unidos por una misma intuición fundamental, que la cultura es un combate incesante por el sentido. Y que mientras el alma humana conserve la capacidad de sufrir por lo que ha perdido o por lo que no logra alcanzar, habrá posibilidad, todavía, de una cultura digna de ese nombre.

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