Por KuKalambe
A las 2:37 de la madrugada del jueves, algo blanco —leve, íntimo, absurdamente simbólico— cruzó los tejados dormidos de Guantánamo. No era un pájaro, aunque volaba, no era una nube, aunque lo parecía, no era una bandera, aunque contenía toda una declaración. Era un calzoncillo. Y no cualquier prenda, era la materialización de un vínculo, la silueta de un deseo, el emblema doméstico de una pasión que se resiste a morir con el alba.
La historia comenzó en los días anteriores, con una escena que parece extraída de un archivo del alma. Una casa en sombra, no lejos del edificio Salcines —el antiguo correo, hoy galería donde el pasado se disfraza de arte—, y dos hombres sentados bajo una lámpara tenaz. Jorge Lemus, archivero riguroso, protector de documentos olvidados y también de emociones encapsuladas. Julio Dariel, narrador, novelista, amante de la palabra dicha, trabajador de proyectos que pretenden salvar la cultura con los hilos del gesto y el habla.
No fue el amor lo que los reunió, sino algo más hondo, la necesidad de pertenecer a un relato, la urgencia de figurar, aunque sea como nota al pie, en la vida de otro. Una noche de confesiones, de ron barato y de miradas que no sabían mentir. Y en medio del desenlace inevitable, una prenda fue olvidada, como se olvidan las llaves, los nombres, o los recuerdos que duelen demasiado. Un calzoncillo blanco, testigo directo de una escena que nadie había filmado, y que sin embargo lo contenía todo.
Por la mañana, Jorge lo halló como se encuentra una reliquia, colgado de la pata de la cama, como un apéndice absurdo de lo vivido. No lo arrojó, no lo negó. Lo lavó con un cuidado que rozaba el ritual. Lo perfumó con una colonia de escasa ambición, y lo encerró en una vitrina que él mismo construyó con maderas de su infancia. Le puso una etiqueta, escrita a mano, con letra de archivo y temblor de niño, Objeto querido. No clasificable. En esa fórmula estaba todo, el absurdo, el amor, el duelo, la herencia.
Para Jorge, el trozo de tela ya no era una prenda. Era un fragmento arqueológico de una pasión sin futuro. Era, si se quiere, un haiku sin palabras. Lo trató como se trata a las cartas sin firma que llegan tarde, con un respeto mudo y con una esperanza derrotada. En su imaginario, el calzoncillo era ya parte de la colección de lo no dicho. El museo del alma tiene estantes invisibles para esos objetos.
Pero la memoria, como el deseo, siempre reclama. Dariel volvió días después. Golpeó la puerta como quien exige justicia poética. Su voz era firme, no por rabia sino por certeza. —Ese calzoncillo es mío —dijo sin rodeos, como quien enumera una posesión sin historia.
Jorge, desde el umbral del tiempo, respondió con la solemnidad de quien ha elevado lo mínimo a la categoría de sagrado. —Ya no —susurró—, ahora es patrimonio de lo vivido.
Y ahí, justo ahí, comenzó el desgarramiento. La escena que siguió fue una tragicomedia íntima, un duelo sin espadas y sin testigos, donde la dignidad vestía harapos. Forcejearon. Discutieron. Gritaron como se grita cuando el objeto del conflicto no es el objeto en sí, sino lo que representa, la forma de no olvidar, de no ser olvidado.
En medio de la disputa, el calzoncillo se liberó de la vitrina. Como si la materia respondiera al espíritu, se elevó por la ventana abierta y planeó con una suavidad casi mística. Nadie lo lanzó. Nadie lo guio. Fue él quien decidió escapar. Un acto de voluntad, como si hubiera entendido que ningún cuerpo puede cargar el peso simbólico que los hombres le imponen a las cosas pequeñas.
Jorge y Dariel lo persiguieron. Corrieron sin calcular el ridículo. Subieron a la azotea vecina, como héroes de opereta. Cruzaron techos corroídos por la sal del tiempo. Esquivaron antenas oxidadas y tendederas vacías, como náufragos buscando una costa improbable. El calzoncillo, blanco y tembloroso, se dejaba llevar por el viento vepertino, como una idea suelta, como una bandera sin patria.
Pasó sobre la calle principal, ajeno a los autos detenidos y a las farolas que no iluminaban nada. El pueblo se levantaba, pero un fragmento de su historia flotaba sobre los tejados, impune y milagroso. Finalmente, la tela se posó, como un ave que regresa, frente al Museo Provincial. Ahí, donde se conserva lo que nadie recuerda, donde los vitrales lloran polvo y los mármoles escuchan silencios.
Y entonces sucedió lo inexplicable.
El calzoncillo, ya no objeto sino sujeto, se enderezó ante la entrada principal, sacudió una pelusa imaginaria de su dobladillo y habló con voz clara,
—Buenas dias, vengo a ofrecerme como pieza museable, represento la unión histórica de dos grandes fuerzas de la cultura guantanamera, el archivo y la narrativa local. Mi andanza contiene la memoria del amor, del conflicto y de la ciudad. Soy símbolo, soy texto.
La escena, aunque inverosímil, fue documentada. Un estudiante de Historia del Arte, que pasaba por allí en busca de una señal de vida para su tesis, registró el suceso en su libreta con una precisión casi pericial, «Objeto parlante solicita admisión museológica por méritos simbólicos, se concede». Al pie de la nota, un garabato que luego sería interpretado por semiólogos como un gesto de angustia existencial, ¿y si todos los objetos hablaran?, ¿y si todos exigieran sentido?
La directora del museo, mujer adiestrada en la ambigüedad del arte popular y en la lógica torcida del patrimonio cultural, no se inmutó. Acababa de rechazar, por falta de espacio, una ofrenda compuesta por siete colillas fumadas por un trovador local durante un festival del 92. Para ella, el criterio museable no residía en la materia del objeto, sino en su capacidad para condensar una emoción compartida, una tensión narrativa o una épica mínima. El calzoncillo tenía todo eso, y más.
—Adelante, dijo con gesto sereno, ya hemos expuesto cosas más locas.
El calzoncillo fue admitido. El parte de ingreso indicaba, “Pieza textil de origen incierto, cargada de densidad afectiva y con potencial interpretativo elevado, clasificación: patrimonio afectivo de segundo grado, procedencia: vuelo nocturno, estado de conservación: flotante.”
Se le asignó una vitrina circular, con base giratoria, iluminación LED tenue y sistema antiplagas. A su alrededor, se dispusieron tres sillas vacías, como gesto performático hacia el visitante, una para el amante, otra para el archivero, y una tercera para el espectador que se atreva a intervenir su propia memoria.
Durante la inauguración de la muestra, titulada Vestis volat: el cuerpo ausente como archivo móvil, una investigadora de la Universidad de Guantanamo presentó una conferencia titulada El calzoncillo como vestigio de la afectividad en contextos posutópicos. Sostuvo que el objeto condensaba una “epistemología de la fuga”, en la que el textil sustituye al testigo y la huella íntima reemplaza al documento estatal. Su intervención terminó con una frase que se volvió viral entre los jóvenes curadores:
“Cuando la Historia falla, los calzoncillos hablan.”
La repercusión fue inmediata. En menos de una semana, el museo duplicó su afluencia. La vitrina textil pasó a formar parte de los recorridos escolares como “la sección de lo humano no dicho”. Se creó un concurso de microficción inspirado en él: Bragas narrativas, cuyo primer premio consistía en pasar una noche a solas en la sala. Una influencer publicó un selfie frente al objeto con la etiqueta #UnderwearOfTruth. Un teólogo protestante pidió una copia para su seminario sobre la teología de lo pequeño.
Por supuesto, surgieron detractores.
Un editorial del semanario local criticó el “delirio simbólico” de los nuevos museólogos, a quienes acusaba de convertir “la ropa sucia en patrimonio” y de fomentar “una museografía del capricho emocional”. La nota terminaba con una advertencia, “Hoy es un calzoncillo, mañana será una espinilla, pasado, un bostezo.” Sin embargo, el lector culto supo leer en ese artículo no una denuncia, sino una confirmación del fenómeno, el calzoncillo había tocado una fibra, había revelado un nervio social, había hecho hablar incluso a los escépticos.
Lo cierto es que la pieza resistía. Ni el polvo ni el olvido lograban opacar su aura. Algunos días amanecía ligeramente girada en su plataforma, como si durante la noche hubiese rotado para mostrar un pliegue distinto, un ángulo nuevo de su historia. Otras veces, un ligero temblor recorría su borde, como si contuviera aún un residuo de la emoción que lo elevó.
Jorge pasa por el museo los domingos. Llega hasta la acera, finge leer el cartel de exposiciones, se ajusta los espejuelos. Luego se marcha, nunca entra.
Dariel lo hace los jueves. Camina más rápido, casi sin mirar el edificio. Alguna vez se detuvo ante la vidriera, pero no en la sala central. Observó el reflejo de su rostro en el cristal, como quien verifica si sigue siendo el mismo. Luego bajó la mirada y siguió.
Ninguno de los dos toca el pasado, ninguno interpreta, ambos aceptan, sin decirlo, que hay afectos que solo pueden sostenerse si se convierten en objeto. Que hay vínculos cuya única forma de supervivencia es la inmovilidad reverente del museo. Que a veces, para no volvernos locos, necesitamos colocar nuestros dolores bajo un foco tenue, detrás de un vidrio.
El calzoncillo no volvió a hablar, no lo necesitó.
Ya lo había dicho todo.
La noche en que llegó al museo fue su última noche de tránsito. Desde entonces, su estatismo es su discurso. Como si hubiese comprendido que el verdadero archivo no es el que grita, sino el que resiste la mirada sin descomponerse. Y eso lo ha convertido en más que una prenda, en un pequeño evangelio de tela, una reliquia pagana del siglo XXI, un fragmento de lo que no supimos ser.
Hoy, quien entra al museo no solo mira una pieza, se mira a sí mismo. Porque en ese calzoncillo hay algo de todos, una pérdida que no supimos nombrar, una risa que terminó en llanto, una historia que no cerró. Es el recordatorio de que lo más íntimo, cuando se fuga, puede volverse colectivo. Y de que el archivo del corazón, aunque no lo sepamos, también merece su vitrina.