Por Coloso de Rodas
Quien busque comprender el agente que atraviesa las épocas y ejerce una fuerza de imitación difícilmente encontrará respuestas en las ciencias de la cultura actuales. Si se excluyen las recientes investigaciones sobre genealogía y los enfoques de una teoría bio-poética de la cultura, que aún no han sido plenamente aceptados por la academia, las respuestas que las humanities de hoy ofrecen a este tipo de preguntas resultan, en el mejor de los casos, insuficientes.
Las ideas de Nietzsche, particularmente su concepto de la «moralidad de la costumbre», siguen siendo un referente fundamental para cualquier discusión posterior sobre el tema. En su obra Aurora , Nietzsche utiliza el término moralidad para describir una amalgama de exigencias de sumisión y la disposición a la obediencia, una fuerza que a lo largo de las generaciones crea una cultura estable. Esta tensión entre la demanda de autoridad y la autoafirmación de los individuos se resuelve en un equilibrio que es esencial para la estabilidad cultural.
A menudo ignorada, esta disposición mental se encuentra en las tribus y pueblos primitivos, donde se manifiesta como una posesión normalizada. La normalidad, en este contexto, es la base de lo que más tarde se conocerá como «institución». Sin embargo, todavía no se ha reflexionado lo suficiente sobre la relación entre instituciones e imitaciones controladas. Es un diálogo pendiente entre figuras como Gabriel Tarde y Arnold Gehlen, cuyo análisis sigue esperando.
La «moralidad de la costumbre» de Nietzsche describe una forma sutil de autoridad, invisible pero penetrante, que se ejerce a través de normas que los individuos aceptan desde su juventud. Esta autoridad se disuelve en una disposición a la obediencia y al sacrificio, especialmente en culturas que se rigen por códigos heroicos. Si la «costumbre» se refiere a las reglas y normas, la «moralidad de la costumbre» es la fuerza que hace que esas reglas se respeten incondicionalmente. Como señala Hermann Schmitz: «Una norma es un programa para una obediencia posible».
Solo aquellos que han sido socializados bajo una estructura colectiva comprenden la autoridad implícita en la tradición. En este marco, el colectivo se percibe como una realidad más «real» que el individuo, y su poder de inclusión no permite alternativa. El lema castrista «Yo soy la revolución» es un ejemplo claro de cómo esta regla fundamental ha sido transformada, pero ya no tiene la misma validez universal que en tiempos antiguos.
Nietzsche parece sugerir que la tendencia de los seres humanos a actuar moralmente se basa en una ley universal: la sumisión a la tradición local. La legalidad, en este sentido, se respalda en la fuerza colectiva que emana de esa tradición.
Impresionados por la costumbre, los seres humanos suelen rendir homenaje a la tradición. La noción de voluntad propia no emerge en principio, pues el individuo encuentra satisfacción en cumplir con lo que la tradición dicta. En las culturas antiguas, el honor del individuo dependía de su capacidad para reflejar los valores de sus padres o su etnia. Bastaba con mencionar el nombre de tu padre, tu pueblo o tu ciudad para establecer quién eras: «Soy Telémaco, hijo de Ulises». No cumplir con las expectativas de la norma era considerado una vergüenza tan grande que el individuo quedaba fuera del colectivo.
La picota medieval, símbolo de esta vergüenza pública, era una forma de mostrar que las miradas de la sociedad podían destruir al individuo que no cumplía con las normas. En última instancia, como demuestra este ejemplo, las miradas de los «normales» podían ser tan letales como cualquier castigo físico.
Desde esta perspectiva, toda moral puede entenderse como una moral de esclavos. Es una moral que domina en un mundo donde aún no puede existir una verdadera libertad. La esencia de la ética original reside en la imposición de una fuerza local que marca de manera profunda y casi automática el principio fundamental en las nuevas generaciones: «Debes ser el descendiente de tus predecesores». Este principio podría considerarse un «primer principio de la civilización». Mientras que en el Codex Iustinianus (6, 59, 4) se establece: «Un esclavo no puede tener herederos», en las culturas tempranas, aunque no se diga explícitamente, el principio es: solo los esclavos, en el sentido más profundo de la palabra, pueden heredar y dejar herencia. La cultura es su dueño y señor, y dentro de ella aún no se reconoce el concepto de liberación.
Nietzsche captó estas ideas cuando, en el artículo 9 de su Aurora, identificó la secesión del individuo de la ética colectiva dominante como el origen del primer mal. Lo que se aparta del sentido común de la tradición, ya sea por capricho, mejor juicio o por impulsos más nobles, es considerado malo. Solo quien comprende que lo individual, lo propio, lo elevado y lo no convencional son el primer mal, puede entender la dinámica de la civilización avanzada. Esta, por un lado, se ve impulsada por la necesidad de encontrar nuevos principios racionales para legitimarse —como sucedió en la retórica filosófica antigua del humanitarismo cosmopolita— y, por otro, por el deseo de reivindicar lo antiguo y lo perdido, enfrentándose a las nuevas formas del espíritu superior.
El pueblo de Atenas mostró en su condena a muerte de Sócrates una de sus acciones más claras: este filósofo representaba la duda y la individualidad frente al ethos colectivo dominante. Desde el punto de vista de la preocupación por el colectivo, la salida de un individuo inteligente de la tradición común se ve como el pecado original.
Michel Foucault, en sus estudios sobre el souci de soi (la preocupación por uno mismo) en la antigüedad, cometió un error importante al interpretar la intuición de Nietzsche: la forma correcta de autocuidado estaba inicialmente dirigida al colectivo. La marginación del sí mismo individual solo surgió cuando ciertos individuos, con ideas arrogantes sobre la comunidad, se apartaron de la tradición, lo que fue visto como un mal.
En una sociedad como la cubana actual donde la convención dicta lo que es bueno y lo que es malo, aquellos que defienden éticas posconvencionales, que promueven el control interior «individualista» e «idealista», se presentan inmediatamente como apóstoles del mal. Así, Sócrates fue considerado un malvado cuando interrogaba a los atenienses irónicamente sobre sus definiciones del bien y de la justicia. De manera similar, Jesús fue considerado malvado por curar enfermos en sábado, desafiando la tradición.
La nueva teoría ética, que emergió en el primer milenio antes de Cristo en las grandes culturas, tuvo como objetivo principal demostrar que la esclavitud impuesta por la «moralidad de la costumbre» podía ser superada. Esta nueva moral se basaba en la autodeterminación, la individualidad y la liberación de los hábitos locales. Su meta era que el individuo, esclarecido y guiado por sus maestros, pudiera realizar lo correcto de manera no coactiva. En términos más modernos, esto se refiere a una ética de «control interior», basada en reflexiones y principios que van más allá de las normas convencionales. Sin embargo, en el pueblo, sigue existiendo una reproducción de las tradiciones como si en lo más alto de la jerarquía ética nunca hubiera ocurrido un cambio.
La «era de la pecaminosidad consumada», mencionada por Johann Gottlieb Fichte en sus lecciones sobre la historia de 1805, comenzó realmente en la Antigüedad. A esta era pertenecen las culturas nacionales, que, careciendo de principios de alta cultura, se muestran ajenas a tales fundamentos. Su previsión de una era de «exculpación incipiente», que marcaría el inicio de la verdadera modernidad, como la que defiende Mañach en La crisis de la alta cultura, se confirma hoy en día con los signos de una conversión hacia principios posindividualistas de decencia y moral.
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