Prólogo de Elvira de las Casas
Cuando me dispuse a leer Érase una vez en el invierno, imaginaba que encontraría referencias a la ciudad de Cienfuegos como en el resto de la obra de Armando de Armas. No por gusto el autor vivió en ella desde muy joven, hasta que huyó de Cuba y vino a vivir a los Estados Unidos a principios de la década de 1990. Lo que no alcancé a imaginar es que me encontraría con un libro en el que esa ciudad que, por cierto, es también mi ciudad de nacimiento, sería la verdadera protagonista de la historia, y que, del mismo modo que Guillermo Cabrera Infante retrató la vida nocturna de la capital cubana en su novela La Habana para un infante difunto, Armando de Armas trazó un vívido retrato de la llamada «Perla del Sur» en esta obra que él no llegó a ver publicada y que ahora ha visto la luz póstumamente.
El Paseo del Prado, arteria principal de la ciudad, en la que desembocan todas las calles y donde conviven hippies con personas que han violado la ley, resulta ser el escenario principal de la historia. Le siguen en importancia el Cementerio de Reina y el más moderno Cementerio Tomás Acea, localizado en la carretera del Junco, así como el Castillo de Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua, al otro lado de la bahía.
La historia está narrada por un personaje omnisciente, alter ego del autor. Conocido por el sobrenombre de Mandy Big Brother, este joven inconforme y rebelde está obsesionado con la vida en el mundo occidental, con las oportunidades al alcance de la juventud en el resto del mundo, y sueña con conocer el invierno, una estación casi inexistente en Cuba donde las altas temperaturas son constantes durante todo el año salvo raras excepciones.
En el Prado de Cienfuegos, donde está la mayor parte del tiempo, Mandy Big Brother se rodea de otros jóvenes como él, la mayoría desempleados o expresidiarios que solo tienen acceso a empleos en la construcción o en una cercana fábrica de cemento, y cuyo mayor entretenimiento consiste en beber botellas de alcohol comprado en la farmacia y ligado con agua. Y no, no lo hacen por un extravagante gusto por ese producto que normalmente se usa para preparar fricciones y aliviar dolores musculares, sino por la escasez y en muchos casos inexistencia en el mercado de licores y bebidas espirituosas fabricadas con el fin de animar fiestas y reuniones sociales.
Estamos hablando de una ciudad cubana a finales de la década de 1970 y principios de 1980 donde escaseaba absolutamente todo, desde la comida, la ropa y el calzado hasta la música que estaba de moda en el resto del mundo pero que en Cuba era considerada una expresión de diversionismo ideológico. Semejante absurdo movería a risa, si no fuera porque cientos de jóvenes fueron a parar a centros llamados eufemísticamente «de rehabilitación» por mostrar abiertamente su simpatía por la cultura occidental. De ahí que, como todo lo prohibido, ese tipo de música era la que más atraía a los adolescentes y jóvenes isleños que no tuvieron otra opción que permanecer en la isla-cárcel y pasar un año tras otro sin conocer cómo funcionaba el resto del mundo.
«Siempre tuvo añoranza del invierno, del verdadero; del de otras latitudes. Añoranza por escapar del calor, de este eterno verano con unas treguas, tímidos inviernos como dádivas de la divinidad para impedir que la tierra se calcinara», dice de Armas por boca del héroe de la novela. Escapar del eterno verano significaba escapar también del país en el que su vida se reducía a un no hacer nada mientras él y sus amigos se evadían de la realidad a la menor oportunidad bebiendo el mencionado alcohol ligado con agua o, en el mejor de los casos, entrando al bar del hotel Jagua, que venía a ser una reminiscencia de la época prerrevolucionaria con su ambiente semioscuro, su aire acondicionado y sus cantineros uniformados con traje y corbata.
Refiriéndose al cabaret Guanaroca, del hotel Jagua, un oasis en medio del árido ambiente en el resto de la ciudad, el autor razona: «Allí adentro la gente estaría mejor vestida y sería menos violenta, o al menos hacía menos ostentación de la violencia en sus ademanes, fraseos, contoneos, caminares y mirares. Digamos que, en términos teológicos, si afuera era el infierno dentro del Jagua era el limbo».
También se refiere al bar Escambray, ubicado en el propio hotel, con su «profunda oscuridad de música suave, pesados cortinajes, parejas que se besan allá en el fondo del local». Grupos de amigos que conversan en «un tono como de misterios, y el aire acondicionado que azota, congela, y la barra lustrosa como un espejo negro extendido». Nótese la insistencia del autor en la baja temperatura del lugar, como sinónimo de bienestar. Allí estaban los camareros vestidos con traje y corbata, uno más joven y otro de más edad, al que llama «maestro ascendido de los tragos». Para Mandy, ambos representaban una época distinta, «tiempos marcados por la cordialidad, el buen vestir y la sencillez campechana de cuando aún no habían dado paso a la vulgaridad y la desfachatez».
Alianza excepcional y el camino hacia el desastre
Resulta interesante el punto de coincidencia entre los llamados hippies, con sus melenas largas y ropa confeccionada artesanalmente para tratar de imitar la moda en el extranjero, y los marginales, muchos de ellos expresidiarios, quienes, a pesar de tener una apariencia diferente, comparten la misma inconformidad y son víctimas también del abuso de las autoridades.
Los hippies o prooccidentales, como los llama el autor, son de naturaleza pacífica, pero son los más hostigados por la policía, al mostrarse indiferentes a la propaganda política del régimen. Mientras que los segundos, identificados fácilmente por sus pelados a la mota, sus pantalones anchos y camisas abotonadas hasta el cuello, así como su preferencia por el baile de casino y la música nacional, se dejan manipular por las autoridades para hacer que los hippies desalojaran el Prado, logrando así que, ante muchos de los cargos en su contra, aunque fueran hechos de sangre, la policía se hiciera de la vista gorda.
Pero, aunque los guapos ganan varios enfrentamientos contra los hippies, a quienes atacan con navajas y les hacen presenciar cómo manoseaban a sus novias, una noche estos les dan a probar de su propia medicina. Para ello se disfrazan de mujeres y aprovechan la oscuridad de la noche para sonsacar a los «bailadores de casino», quienes creen equivocadamente que podrían abusar de las supuestas mujeres. Uno de los hippies, apodado Tarzán por su marcada musculatura y su larga melena rubia, lleva un machetín oculto bajo la falda y arremete contra los «erotizados vernáculos». Tras él avanzan Mandy y sus compinches y hacen huir en desbandada a «las huestes de bailadores de casino».
No pasaría mucho tiempo antes de que los movimientos del grupo liderado por Mandy Big Brother fueran estrechamente vigilados y lo que en otro país cualquiera hubiera sido considerado un comportamiento normal entre muchachos comienza a verse como una peligrosa conducta que los conduciría a la cárcel.
El amor en tiempos del machismo
«Al pasar de los años no podría precisar cómo ni dónde conoció a la Virginia; tal vez fue en el Prado, en una descarguita, o en unos quince; quizá fue de día, quizá de noche; a lo mejor se la presentaron, o él mismo se le presentó», cuenta el protagonista.
El amor de Big Brother es Virginia, una adolescente de 14 o 15 años, bonita, de aspecto frágil y con un padre exmilitar entregado a la bebida y un exnovio también alcohólico o en camino de serlo. Ella se ha hecho cargo de su hogar y, como suele suceder con las hijas de hogares disfuncionales, se propone «redimir al descarriado», lo que no es más que repetir la historia que ha visto en casa. La pareja no llega a consumar el acto sexual cuando se conocen porque ella representa para él una especie de amor espiritual, es virgen y su novio está acostumbrado a lo fácil. Él no acostumbra a cortejar, aunque entre ellos «habría sus apretones, toqueteos, manoseos y manipulaciones», según confiesa el héroe de la historia. Su amor tiene un toque incestuoso, pues Mandy lo compara con el que existe entre una madre abnegada y un hijo descarriado. Un amor marcado por el machismo, porque él incluso se niega a que ella lo tome del brazo donde haya otras personas que los puedan ver.
¿Cuál será el destino de esta pareja? ¿Habrá vencedores y vencidos en la rivalidad entre roqueros-hippies y delincuentes-bailadores de casino?
Solo hay una forma de saberlo: a través de la lectura de «Érase una vez en el invierno», donde el lector encontrará un verdadero fresco de la vida cienfueguera a finales del siglo xx.
Elvira de las Casas
Miami, abril, 2025
Título: Érase una vez en el invierno
Autor: Armando de Armas (1958 – 2024)
Formato: 5,5 x 8,5 inc
Páginas: 246
Editor: Ediciones Exodus (Ego de Kaska Foundation Inc.)
Disponible en Amazon