Por Carlos Manuel Estefanía
Con la muerte de Mario Vargas Llosa, ocurrida el domingo 14 de abril de 2025, no solo se apagó una de las voces más poderosas de la literatura en lengua española; también concluyó un capítulo esencial de la conciencia crítica de América Latina. Su vida, marcada por la pasión de la palabra y la inquietud de las ideas, trasciende el ámbito literario para convertirse en testimonio de una época que él mismo ayudó a contar, a pensar y a cuestionar.
Infancia entre sombras y libros
Nacido en Arequipa, Perú, en 1936, Vargas Llosa tuvo una infancia tumultuosa. El reencuentro con un padre ausente, autoritario y despreciativo con la literatura, lo empujó al refugio de los libros. Allí encontró no solo evasión, sino propósito. Fue en el Colegio La Salle donde un maestro, el hermano Justiniano, encendió en él la chispa literaria. Ya en su autobiografía El pez en el agua, confiesa cómo esa rebeldía frente al desprecio paterno se convirtió en el combustible de su vocación.
El novelista del poder y la memoria
El estallido del boom latinoamericano en los años 60 lo consagró junto a nombres como García Márquez, Cortázar y Fuentes. La ciudad y los perros —una denuncia brutal al militarismo en los colegios peruanos— rompió moldes, fue censurada y aclamada a la vez. Le siguieron La casa verde, Conversación en La Catedral, y más tarde, obras monumentales como La guerra del fin del mundo o La fiesta del Chivo, que mostraron su obsesión por los mecanismos del poder y la descomposición moral que genera.
Con su prosa precisa, de relojería narrativa, Vargas Llosa creó lo que algunos llaman “novelas totales”: estructuras literarias que abarcan una realidad tan compleja como la vida misma. Para él, escribir era una forma de ejercer la libertad y de entender las miserias y grandezas del ser humano.
El espíritu que nunca se conformó
Pero Vargas Llosa fue más que un gran narrador. Fue un intelectual sin miedo a la controversia. Su evolución ideológica —del entusiasmo juvenil por la Revolución Cubana a su ferviente defensa del liberalismo democrático— lo convirtió en figura polémica. En 1990 se lanzó a la presidencia del Perú. Perdió, pero su experiencia quedó plasmada en sus memorias, y su voz no dejó de resonar en los debates públicos más encendidos del continente.
Defendió la libertad de expresión con la misma vehemencia con que criticó las dictaduras, de izquierda y derecha. Para él, la literatura debía intervenir en la vida de las naciones, iluminar las zonas oscuras del poder, incomodar al dogma. Su crítica a los nacionalismos, al populismo autoritario y a las dictaduras ideológicas lo distanció de muchos antiguos compañeros de viaje, pero lo reafirmó como pensador libre.
Un escritor en movimiento
Jamás se conformó con repetir fórmulas. En novelas como El hablador o ¿Quién mató a Palomino Molero?, experimentó con la estructura narrativa, los puntos de vista, la identidad cultural. También exploró el teatro, el ensayo, el periodismo. En obras como La verdad de las mentiras reflexionó sobre el arte de la ficción, y en La civilización del espectáculo lamentó la banalización del pensamiento en la era del entretenimiento masivo.
Fue también un promotor incansable de la cultura: fundó la Cátedra Vargas Llosa, impulsó la lectura crítica en universidades, y nunca dejó de defender el papel de los libros como formadores de ciudadanía.
Entre tres mundos: Perú, Europa y la literatura
Aunque vivió buena parte de su vida entre París, Londres y Madrid, nunca dejó de mirar hacia el Perú. Sus historias, incluso las más universales, estaban ancladas a la historia y a los dilemas de su tierra natal. Fue un peruano que conquistó Europa sin dejar de escribir con el barro de Lima en las suelas.
Esa dualidad —el cosmopolita arraigado— también lo definió como símbolo de un puente entre continentes: europeo por elección, latinoamericano por esencia.
Legado y vigencia
Galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 2010, el jurado lo distinguió por haber realizado “una cartografía de las estructuras del poder”. Pero más allá de los reconocimientos, lo que permanece es su capacidad para retratar las contradicciones humanas con una lucidez pocas veces igualada.
Su legado es doble: por un lado, la arquitectura impecable de sus novelas, por otro, su papel de conciencia crítica que nunca se calló. Supo ser incómodo cuando hizo falta. Y necesario casi siempre.
Un hombre, no un mito
Mario Vargas Llosa fue también un hombre con pasiones, tropiezos y controversias. Se enamoró intensamente, rompió esquemas familiares, se enemistó y se reconcilió. Como todo gran creador, estuvo hecho de carne, no de bronce. Y eso es precisamente lo que lo hace más cercano y verdadero.
Quizás la mejor manera de representarlo en la posteridad no sea con una estatua inmóvil, sino con una biblioteca viva. Una donde su voz siga interrogándonos, provocándonos, desafiándonos. Porque, como dijo alguna vez, la literatura es fuego, y él supo avivarlo como pocos.–
”La vida es una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan”
Redacción de Cuba Nuestra
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