El escándalo de «Comedian» o la paradoja de un arte efímero

Por Dr. Ariel Pérez Lazo

Romper las distancias entre el mundo cotidiano (técnico) y el arte es parte del proyecto posmoderno. Instalación de Segio Prego (1969) Trece a Centauro. Museo de Bellas Artes de Bilbao. País Vasco. 

Recientemente, la subasta de la famosa obra Comedian del artista Maurizio Cattelan, que consistía en un plátano pegado con cinta adhesiva a una pared, ha causado gran revuelo tanto en las redes sociales como en los medios de comunicación tradicionales. Este incidente refleja uno de los aspectos más controversiales del arte posmoderno: el escándalo. Este fenómeno no es nuevo; si consideramos antecedentes como la obra Fountain (1917) de Duchamp, un orinal convertido en escultura, vemos que el arte, desde la época de la vanguardia, ha buscado desafiar los límites convencionales. Sin embargo, lo que distingue al arte posmoderno de estas tradiciones vanguardistas es la disolución de las fronteras entre el mundo cotidiano y el espacio tradicionalmente reservado para el arte, un espacio casi mítico, como el descrito por Platón, y que Walter Benjamín vinculó con el concepto de «aura».

En este sentido, lo que Cattelan busca mostrar es simple: cualquiera puede comprar un plátano, pegarle un pedazo de cinta adhesiva y colgarlo en una pared. Este acto desafía no solo la definición tradicional de arte, sino también la concepción misma de lo que le otorga valor. Desde que Ortega y Gasset señalara en La deshumanización del arte que este se ha vuelto intrascendente, las obras como esta parecen llevar al límite esa misma intrascendencia, o más bien, como una burla de la concepción modernista del arte, tan cercana al ideal clásico, como un refugio idealizado, apartado del mundo práctico.

Hasta finales del siglo XIX, pensadores como Schopenhauer veían en el arte una vía de redención, una forma de escapar de la «voluntad de vivir». Nietzsche, por otro lado, abrazó esta voluntad como parte integral de la existencia humana, lo que algunos interpretan como el fin del ideal ascético en el arte. Sin embargo, la paradoja surge cuando, si bien el arte contemporáneo parece subrayar su intrascendencia y su conexión con un mundo utilitario y masificado, como el capitalismo, es precisamente este tipo de arte el que se subasta por millones de dólares.

Aquí radica la contradicción: ¿por qué una obra tan sencilla como un plátano con cinta adhesiva alcanza un precio tan exorbitante? La reacción del público ha sido, en su mayoría, de rechazo. Muchos afirman: «Esto no es arte». Si bien esta afirmación puede parecer válida desde una perspectiva tradicional, no lo es desde la lógica de la vanguardia. A menos que se rechace toda la vanguardia —lo que no es teóricamente imposible—, el juicio debe reformularse. En realidad, la crítica correcta sería: «Eso no vale seis millones de dólares», una declaración que nos lleva a una reflexión económica más que estética, vinculada a la teoría del valor, un tema que no abordaremos aquí.

El cuestionamiento clave es por qué alguien pagaría una suma tan alta por una obra que cualquiera podría reproducir sin dificultad. Aquí entra el corolario de la idea de Benjamín, quien planteaba que la pérdida del «aura» de la obra de arte proviene de su capacidad de ser reproducida. Lo curioso es que, en este caso, la obra misma permite una reproducción casi perfecta. Es una paradoja en la que el arte contemporáneo parece ofrecer una obra que carece de la singularidad que, hasta ahora, se consideraba su valor intrínseco.

El verdadero problema radica en la impostura, no tanto del arte posmoderno, sino de cómo se considera «trascendente» este tipo de arte. Exhibirlo en galerías y subastarlo como si fuera una pieza única de valor incalculable, como el Guernica de Picasso, es un gesto contradictorio. A pesar de ser una obra de vanguardia, no cualquiera puede replicarla, mientras que una obra como la de este plátano es completamente reproducible. ¿Es esto un residuo de la actitud moderna de sacralizar el arte, una recaída en la postura ascética de Schopenhauer, pero desde la perspectiva del comprador?

Es una posible interpretación, aunque no necesariamente la más adecuada. Otra forma de abordar el asunto sería a través de la crisis de la representación, tan en boga a partir de la obra del filósofo pragmatista Richard Rorty. Aquí, el artista no está tratando de representar un plátano adherido a una pared, como en un arte realista o hiperrealista; lo artístico no estaría en la representación, sino que el objeto mismo constituye su representación. El plátano se pudre y debe ser renovado, pero, al igual que el río de Heráclito, cada vez que se renueva, es otro. Exponer la continuidad del objeto a pesar de su contingencia es un acto que depende de nuestra subjetividad. Podemos, siguiendo la epistemología kantiana, decir que creamos el objeto (el plátano pegado a la pared) mediante el uso del mismo espacio físico, donde el objeto se constituye como tal, a pesar de su constante mutación (el uso de diferentes plátanos). Así, sería nuevamente una obra de arte, pero ya no en relación con el ideal del arte vanguardista.

Comedian sería arte porque crea la ilusión sensorial de la permanencia de algo efímero. Es un objeto cultural, no natural, con un significado que, en lugar de ser filosofía —como diría Hegel—, es arte: una de las tres formas de expresar un contenido. La diferencia radica en que esta permanencia de lo corruptible no tiene expresión en lo religioso, y por ello un hegeliano podría no considerar esto arte porque no hay un contenido que se refiera a algo trascendente. En efecto, a este arte no le corresponde ninguna forma religiosa; más bien, refleja la ausencia de ella. Es decir, no habría arte que deje de estar ligado a un sentido de lo trascendente, lo cual expresa la idea hegeliana de los valores culturales ya desechada por la filosofía posterior. Aquí entra lo posmoderno: cualquier creación con significado es cultura, pero ¿es eso arte? La actitud artística ha dejado de ser una simple contemplación para convertirse en un intento de desentrañar el significado de la obra. La obra se convierte en un texto que debe ser leído, no para producir un sentimiento sublime en el espectador, sino para que este reaccione con un distanciamiento  estético logrado en este caso al conseguir lo contrario de  la sublimidad en el espectador , es decir,  la emoción del  ridículo ante la paradoja de la obra. Sin embargo, aun con esta, Cattelar, en lo que se refiere a romper con el arte romántico del siglo XIX y su sentido sublime, se identifica con el proyecto de la vanguardia.

No debemos pensar, por tanto, que mi apelación a la visión orteguiana de la vanguardia responde a una simple comodidad intelectual por sistematizar con un autor con el que tengo tantas coincidencias. En La rebelión de las masas, Ortega y Gasset había corregido su inicial entusiasmo por la vanguardia al señalar el triunfo de la retórica como signo de la masificación contemporánea en el arte:

«El superrealista cree haber superado toda la historia literaria cuando ha escrito (aquí una palabra que no es necesario escribir) donde otros escribieron ‘jazmines, cisnes y faunescas’. Pero claro es que con ello no ha hecho sino extraer otra retórica que hasta ahora yacía en las letrinas.» (Ortega y Gasset, La rebelión de las masas).

Es necesario hacer una distinción: lo obsceno no es un plátano pegado con cinta en la pared, sino convertir esta obra en un fetiche que se pueda vender a un precio tan astronómico. Aquí la solución parece venir de la mano de Marx, y en su concepto de fetichismo de la mercancía, donde la obra de arte en el capitalismo tardío se convierte en un ídolo. De ahí que cualquier arte que pueda ser vendido por seis millones de dólares no sea del tipo al que aspiraba la revolución estética de la vanguardia. Quizás esto también se explique por el hecho de que vivimos en una época que ha renunciado a casi todos los ideales, incluido aquel. Solo así podría tener sentido que una obra de esta naturaleza pueda alcanzar un precio tan desorbitado.

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