Preámbulo
Apenas comenzaba el año 2020 cuando me vi obligado a encerrarme en mi apartamento. No era una decisión personal; era un mandato del gobierno, una emergencia de vida o muerte, ya que se había declarado una pandemia por la aparición de un virus mortal que comenzaba a devastar la población a nivel global. Las hipótesis sobre la llegada de ese germen, que parece haber alquilado su morada entre nosotros hasta el presente, no son claras. Sin embargo, la teoría que me resulta más literaria, por lo peculiar y mágica, es la de una suculenta sopa con un murciélago adquirido en un mercado donde se venden ilegalmente animales exóticos, en la ciudad de Wuhan, en la zona central de China.
Lo cierto es que la gente comenzó a morir como moscas: los hospitales, centros de salud y cementerios de ningún país daban abasto para atender aquella hecatombe planetaria, y nos recluyeron en nuestras propias casas para esquivar la muerte. Yo acababa de pasar un año viviendo con mi hijo menor y su esposa en la ciudad de Gresham, en el estado de Oregón, Estados Unidos, y me había trasladado a Troutdale, otra pequeña ciudad del mismo condado, en la que me he refugiado desde entonces.
El encierro por aquella pandemia me llevó de la estrechez económica al miedo constante de no tener un techo donde vivir por la falta de dinero, y conseguí un trabajo de pocas horas cuidando personas desvalidas. Aquello no solo me permitió solventar mis necesidades más perentorias, sino que me dio la oportunidad de conocer la otra cara de la realidad: ancianos enfermos, jóvenes parapléjicos y alguno que otro de mediana edad, sorprendidos por enfermedades crueles. Con ellos compartía y convivía a diario, pero lo interesante de aquel momento fue que descubrí en esas personas jodidas y sin ventajas una vocación de vida que las hacía sonreír y persistir por el más leve atisbo de alegría o triunfo en medio de su condición.
Escribir historias había sido durante mi juventud una de mis mayores ambiciones, y lo intenté varias veces, pero siempre terminaba abandonando el propósito, pues no me sentía preparado. Fueron esas personas, desheredadas de la salud, quienes me dieron la fuerza para escribir mi primer cuento, La canción de Nora, que es un recuerdo de juventud, y luego una novela que comencé a garabatear con personajes inspirados en aquella saga. Más tarde aparecieron otros relatos como La otra historia de la Negra Tomasa, que está inspirada en un enredo familiar, y otros cuentos que no encontraron espacio en este volumen. Cuando finalmente decidí cambiar de empleo por razones económicas, ya llevaba en mí la fuerza y persistencia que me habían inculcado con su actitud esas personas de salud frágil y sonrisa a flor de labios.
Lo digo: esas personas me dieron la fuerza, el valor y la disciplina para emprender el laborioso camino de la narrativa y terminar, después de tres años de trabajo, mi primera novela, Adriano, el color de la diáspora, a los setenta y un años de estar en la tierra.
Algunos de los cuentos que aparecen en este pequeño volumen fueron producto del reciclaje de historias que no cupieron en mi primera novela, pues no aportaban sustancia al entramado que intentaba armar para mis lectores, como en el caso de Carolina y Nadie le dijo nada. Los demás son frutos de las historias que he recogido dentro de la emigración cubana, en algunas de las cuales me he visto envuelto. La historia que cuenta Mara está basada en un secuestro realizado por un grupo delincuencial salvadoreño, cuya anécdota me fue contada por su protagonista, a quien tuve el honor de servir como intérprete.
Los episodios que narran los cuentos Fe de vida, El hueco, Un día después de la muerte del tirano y El dictador en jefe son una muestra de la opresión y el dolor que sufre mi pueblo y expresan mi compromiso como narrador y ciudadano.
Si escribo estas notas y estos relatos, no es solo porque cada uno de ellos me quemaba las entrañas, y era necesario ponerlos en blanco y negro para sacármelos de adentro, sino también para patentar el beneficio que traen las épocas grises y agradecer a las personas que, a pesar de sus angustias y tormentos, nos dan las fuerzas para vivir, escribir y contar estas historias que, tal vez, en algún momento que aún no conocemos, se convertirán en huella y eco imborrable de otros pechos.
Roberto Ruiz Rebo
11 de agosto de 2024