SI NO ERES DIOS, ¿POR QUÉ PREDICAS?

Por Juan Carlos Recio

Es casi una tradición escuchar a poetas que, con modestia fingida, insisten en que no se consideran poetas. Sin embargo, ahí están, firmando libros, representando sus obras. No lo hacen como simples carpinteros de la palabra, ni como voladores de papalotes, no son el fantasma de Matías Pérez, pero la frase persiste en sus labios, porque la tradición es, al fin y al cabo, continuidad. Y luego están aquellos que repiten lo dicho por los clásicos, como si cada uno de ellos hubiese sido infalible. Los que se declaran lezamianos, por ejemplo, sacuden ese árbol como si ellos mismos fueran la reencarnación de Lezama. Eso es comparable a los fanáticos religiosos que, llenos de pecados, intentan salvar a los demás desde la arrogancia de un supuesto dios. En mi «no humilde opinión», no les concedo la gracia de la duda ni al poeta que reniega de su título ni al clásico venerado como la perfección hecha carne.

Buscar en este siglo a ese gran «asere» ilustrado, ese intelectual o artista al que podamos señalar y decir «ahí va Dios y su espíritu», es una tarea inútil mientras no entendamos que la polarización de los vicios por modas repetitivas, exacerbadas por la vulgaridad de lo repetido y ramplón, nos lleva por caminos equivocados. Nada es lo que parece mientras no logremos lo ignoto, lo lúdico, y nos apropiemos de una verdad cínica, que no se dedica a compadecer ni a respaldar estudios falsos para glorificar al falso poeta o la mentirosa postura de esa vaca sagrada que solo abusa de su propia confianza, todo porque alguna vez tuvo la suerte o el talento de ser virtuoso en un estilo o contenido, premeditado casi siempre por una estrategia de ocultar sus plagios a la literatura, música y arte foráneo, que sus contemporáneos no alcanzaron a ver. Ejemplos sobran en la literatura cubana reciente, y también en la música trova y post-trova, e incluso en las vulgaridades que han pasado de ser un buen «bacalao con pan» de Irakere a algo indefinido, en la jerga ininteligible de los urbanos, que acuñan estribillos de barrio como si fueran lo más característico de la inmundicia inhabitable, fruto de una ideología de terrorismo de estado que ha podrido su propio núcleo.

Regresemos al poeta, a esas escuelas con nombres de clásicos no tan clásicos en realidad, que presumen de formar buenos discípulos, pero que en su mayoría se erigen sobre la banalidad. Cuando eres un lector curioso y con talento, descubres que no hay una ficción genuina en lo que se ha recortado de varios clásicos, tanto extranjeros como nacionales. No solo intentan suplantar ese legado heredado, sino que también pretenden sostenerse en un arte supuestamente útil para manejar los temas críticos de la época, con un nivel desagradable de exterminio del lenguaje semántico, usado contra el verdadero discurso órfico. Este discurso, más allá de lo ordinario, no consagra lo que sostiene con contundencia: la inteligencia como interpretación de lo divino, lo culto, y sus proporciones de estilo y voz. Ese discurso se va cerrando en un coro comunitario, donde un grupo avanza sobre otro, olvidando que el poeta, el artista, lezamiano o no, es un ser refugiado en su guarida, sin importar la moda o los tiempos. Las grandes obras del pasado se construyeron sobre visiones futuristas que ninguno de sus contemporáneos podía prever.

La iluminación de las almas no es un juego de abalorios, y la montaña mágica es el cúmulo de invenciones que, en su estado extraordinario, ha adoptado las formas del discurso órfico desde su origen independiente. Este solo se logra evitando pastar en los prados ajenos, y construyendo el paraíso de las más importantes intenciones sobre la roca que se vislumbra en el horizonte, esa roca ineludible, inédita, capaz de hacer simbiosis con la fermentación de lo atemporal, aquello que jamás se pudre.

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