Por El Coloso de Rodas
La palabra cubiche, tan cargada de sonoridad coloquial como de densidad histórica, ha transitado desde el lenguaje popular hasta la reflexión académica. Aunque hoy suele usarse en contextos jocosos o autodepreciativos, su genealogía nos conduce a intersecciones entre la lingüística, el folclore, la antropología y la poética del habla. Comprender su origen y posterior resignificación implica una relectura crítica de los instrumentos lexicográficos y una revisión de la teoría cultural cubana, especialmente de la obra de Fernando Ortiz.
La mención más temprana documentada de cubiche aparece en el Diccionario provincial casi razonado de voces cubanas (1849) de Esteban Pichardo, un proyecto que, desde sus inicios, osciló entre el empirismo descriptivo y el anhelo ilustrado por clasificar la hibridez del habla cubana. Allí, cubiche designa una hoja utilizada en la industria del tabaco para aflautar, verbo que sugiere tanto un procedimiento técnico como una cualidad musical del habla, asociada simbólicamente con la amistad. Esta ambivalencia —técnica y simbólica— marca el inicio de un proceso semántico que sería reformulado décadas después por Ortiz.
Fernando Ortiz, figura fundacional de la antropología cubana y pionero en el estudio de la transculturación, retomó la noción de cubiche y la extendió hacia lo que él llamaría cubichería, categoría que definía como “condición o cosa de los cubiches”. Ortiz no empleó este término de forma neutra; su uso está impregnado de una reflexión cultural más amplia sobre la identidad nacional. Según lo define en el Catauro de cubanismos (1923), la cubichería es tanto despectiva como festiva, un gesto autoirónico con el cual el cubano se identifica a través de la informalidad, la despreocupación y una actitud ante la vida que subvierte las lógicas normativas del orden.
Este Catauro, sin embargo, no fue concebido como una mera lista de términos. A diferencia de los diccionarios al uso —organizados alfabéticamente y en función de criterios racionalistas y positivistas— Ortiz diseñó su obra como un artefacto cultural, como catauro, es decir, un recipiente de fibras entrelazadas que contiene sin clasificar, que mezcla sin jerarquizar. En otras palabras, el Catauro no es un diccionario: es una metáfora espacial del habla, una ontografía de la experiencia cubana en su condición de totalidad revuelta, caótica, caribeña. De ahí que Ortiz mismo afirmara hacia el final de su vida, en una entrevista cercana a 1969: “En un catauro lleno, las cosas se revuelven; en él no hay orden alfabético”. Con ello, rechazaba explícitamente el principio de clasificación enciclopédica que, sin embargo, marcaría la edición póstuma de su obra en 1973 por la Editorial de Ciencias Sociales, bajo el título Nuevo catauro de cubanismos. Esta edición, racionalista, organizada alfabéticamente, desactiva el impulso poético y epistemológico que había animado la edición de 1923.
Lo que se pierde en esta reorganización es, precisamente, la geometría simbólica que Ortiz había atribuido al catauro como figura del pensamiento. Si el catauro es contenedor, es porque simboliza el espacio donde las palabras viven y se mezclan, como en una suerte de cosmogonía verbal. En su visión, cubichería no es solo una palabra, sino una forma de existencia lingüística que encarna la lógica del mestizaje, la transculturación y la hibridez temporal de la nación cubana. Así, la cubichería se convierte en lo que podríamos llamar una estética de la informalidad —una poética de lo desjerarquizado— que resiste las taxonomías del saber occidental.
Este gesto anti-enciclopédico, que privilegia la contención desordenada sobre el sistema de clasificación, inscribe a Ortiz en una tradición de pensamiento que podría vincularse con lo que luego desarrollaría Michel Foucault en Las palabras y las cosas, al problematizar los órdenes del discurso y los regímenes de verdad en la construcción del saber. Desde esta perspectiva, el Catauro no es sólo una herramienta lexicográfica, sino un dispositivo epistemológico caribeño que subvierte el archivo moderno.
Resulta entonces significativo que Ortiz haya elegido el término catauro para titular su obra y no, por ejemplo, “diccionario” o “vocabulario”. Esta elección es ya un acto de insurgencia epistemológica. Al pensar la palabra como cosa contenida en un espacio (el catauro), Ortiz se aproxima a lo que luego, en los años sesenta, se denominaría “poética del espacio”, en referencia al pensamiento de Gaston Bachelard. Ortiz, sin haber leído a Bachelard, intuía que el habla popular debía ser pensada desde su espacialidad cultural, desde su lugar de enunciación y su capacidad de reunir materiales heterogéneos. La palabra cubiche, por tanto, no designa simplemente a una persona cubana en tono festivo o peyorativo: es un índice del habla como existencia en el espacio, como condensación de prácticas, memorias, hábitos y metáforas.
Cincuenta años después de la publicación original del Catauro, los estudios lingüísticos cubanos comenzaron a estructurarse bajo un enfoque más técnico y formalista, muchas veces al margen del impulso poético y especulativo de Ortiz. Lo que fue concebido como una ontografía de la existencia verbal cubana se convirtió, en manos de filólogos, en una herramienta clasificatoria. Sin embargo, la palabra cubiche —y con ella la cubichería— sobrevive en el habla popular como testimonio de un ethos nacional que Ortiz supo capturar: informal, burlón, profundamente mestizo, irreverente frente al canon.
En suma, el término cubiche debe ser comprendido no sólo desde su origen etimológico o su uso en la industria tabaquera decimonónica, sino como concepto antropológico que articula espacio, lenguaje, identidad y estética. Es el emblema de una manera de estar en el mundo, de hablarlo y de contenerlo: el mundo revuelto, abierto, irreductible a categorías fijas, que Fernando Ortiz nombró —con admirable exactitud— como cubichería.