Cioran y los ejercicios negativos vitales

Por KuKalambé

Leo Ejercicios negativos de Cioran como una pista más, sutil pero ineludible, que nos señala la presencia de un elemento ascético en la construcción de lo que entendemos por «alta cultura». Y conviene detenerse en este concepto, pues la alta cultura no es una entidad fija ni unívoca: su significado varía según el contexto histórico y filosófico en el que se inscriba, moldeándose a través del tiempo según los cánones que las sociedades han erigido para definir la excelencia en el pensamiento, el arte y la moral. Sin embargo, más allá de sus variaciones superficiales, hay en su núcleo un principio inamovible: el ascetismo como fundamento y exigencia.

Nietzsche ya lo había señalado con su incisiva claridad al describir el proceso por el cual las civilizaciones han levantado sus estructuras simbólicas sobre un complejo sistema de entrenamientos rigurosos que modelan la psique y el cuerpo. Este conjunto de prácticas, que abarca desde la disciplina moral hasta la técnica artística, conforma el armazón sobre el cual se edifica la superestructura cultural. No es casualidad que, en cada época, los grandes artistas, pensadores y creadores hayan estado sometidos a un régimen de autodisciplina extrema, un sacrificio sostenido que los lleva a trascender las condiciones ordinarias de existencia. Este esfuerzo no es solo una condición para la producción de la cultura, sino un testimonio de su propia naturaleza: la cultura, en su forma más elevada, no es un simple producto del ocio refinado, sino el resultado de una voluntad inquebrantable que se impone sobre el caos y la inercia.

Lo más revelador es que este ascetismo se hace aún más visible en los momentos de crisis, cuando las estructuras culturales que parecían firmes comienzan a resquebrajarse. En ese punto, lo que antes se asumía como tradición —los rituales, las normas, las prácticas consagradas— empieza a tambalearse, perdiendo su capacidad de ordenar el mundo simbólico. Es en ese instante cuando el artista se encuentra de cara a un vacío, un hambre existencial que recuerda a la figura kafkiana del artista del hambre: una entidad que, en su aislamiento, encarna la paradoja de la creación y la destrucción. Esta hambre no es simplemente la falta de alimento o de reconocimiento, sino la ausencia de un horizonte de sentido, la incertidumbre sobre el lugar que ocupa su obra en un mundo que ya no parece necesitarla.

Cuando se dice que en las últimas décadas el interés por las altas tradiciones ha experimentado un gran retroceso, no se trata solo de una transformación en los hábitos culturales, sino de un síntoma más profundo. Es el reflejo de un cambio estructural en el que las condiciones que hacían posible la transmisión de estas formas de vida se han visto erosionadas. Lo que antes se sostenía sobre un orden incuestionable ahora se presenta como una reliquia, un vestigio de una época en la que el ascetismo cultural era un valor aceptado y cultivado.

Pero aquí surge una cuestión aún más inquietante: ¿qué ocurre cuando estas formas de vida, al desvanecerse, dejan al descubierto el suelo sobre el cual se asentaban? ¿Qué significa ese terreno desnudo, esa base que había permanecido oculta bajo la construcción de la cultura? Lo que queda al descubierto no es solo la fragilidad de una tradición en particular, sino la precariedad misma de la cultura como estructura histórica. Se revela que lo que parecía sólido es, en realidad, transitorio; que las instituciones, los valores, incluso las obras más consagradas, no son inmunes a la entropía.

Así, lejos de ser una simple elegía por la pérdida de las tradiciones, esta reflexión apunta a la naturaleza misma de la persistencia cultural. Porque si algo define a la alta cultura, más allá de sus formas concretas, es precisamente su capacidad de sostenerse a través del tiempo, de resistir las fuerzas de disolución que periódicamente amenazan con arrastrarla al olvido. Y en esta lucha, el ascetismo sigue desempeñando un papel esencial: es la fuerza que permite que ciertas obras sobrevivan, que ciertos valores se transmitan, que la cultura no se reduzca a un flujo incontrolado de novedades efímeras.

La pregunta, entonces, no es solo por qué se pierde el interés en ciertas tradiciones, sino qué sucede cuando, al desmoronarse, dejan al descubierto la lógica oculta de su propia existencia. Y sobre todo, qué significa esta revelación para quienes aún persisten en la tarea de crear, pensar y sostener una herencia que, aunque debilitada, sigue marcando los contornos de nuestra identidad.

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