Por Owen Blandino
Hubo un día —quizás fuera un jueves, aunque el calendario es sólo un simulacro de la eternidad— en que aguardábamos la llegada del mensajero del cartayismo. No éramos muchos, pero sí los suficientes como para formar una secta sin templo, un grupo sin dogma, una congregación sin Dios. Nos reunía una expectativa, un soplo: las tres partes, las tres fuentes.
Ignorábamos, sin embargo, de qué se componían esas partes ni qué manantial nutría esas fuentes. Su nombre nos bastaba. Como aquellos alquimistas que veneraban palabras sin comprenderlas, aguardábamos una revelación estructurada, geométrica, inapelable. En algún momento alguien dijo que esa doctrina, aún no pronunciada, era capaz de dividir el caos en secciones comprensibles, como Moisés partiendo el mar de lo informe.
Esperábamos.
Y entonces ocurrió el signo. El emisario —el que debía articular la tríada sagrada— no llegó. La razón fue comunicada con una vaguedad ejemplar: se le rompió el ala. Nunca supimos si se trataba de un hombre, de un ave, o de una metáfora caída en desgracia.
La noticia nos fue entregada como se entregan los oráculos: sin contexto ni comentario. Sólo eso: un ala rota.
La frase, breve como un haiku amputado, comenzó a circular entre nosotros. La repetíamos con una mezcla de incredulidad y respeto. Algunos, para no sucumbir al sinsentido, la tomaron como símbolo. “El saber ha perdido una de sus alas”, dijo uno, con voz trágica. “No podrá elevarse”, añadió otro, ya más resignado. Yo, por mi parte, recordé que el ángel de la historia, según Benjamin, vuela con el rostro vuelto hacia el pasado y con el viento del progreso en las alas.
Sin ala, pues, no habría historia, ni progreso, ni discurso. Sólo espera.
Fue entonces que advertimos que el tiempo seguía avanzando, como un tren ciego. La guagua —el vehículo modesto que une los territorios del saber con los del hambre— estaba por partir. Corrimos hacia ella como quien corre hacia un sueño a punto de desvanecerse. Y mientras corríamos, una frase se repetía, como un salmo sin intérprete: ¿Y las tres partes? ¿Y las tres fuentes?
En esa carrera hubo algo de liturgia y algo de farsa. No era la primera vez que la humanidad corría detrás de un conocimiento que se escapa. Los griegos lo llamaban aletheia, lo no oculto, lo desvelado. Pero todo lo que sabíamos —y lo poco que ignorábamos— parecía más bien velado, cubierto por la sombra de una ausencia.
El cartayismo —nombre ya excesivo— se convirtió para nosotros en una figura negativa, no lo que era, sino lo que no fue. Una teología del fracaso. Un evangelio del aplazamiento. La doctrina de la llegada que no llega.
Podría decirse que allí comenzó, sin que lo supiéramos, su verdadero poder. Porque toda doctrina sólida se expone, se demuestra, se defiende. Pero las grandes ficciones —las que rigen imperios y noches solitarias— se construyen sobre la ausencia, sobre la espera, sobre el silencio. No hay nada más poderoso que lo que no se dice.
Y eso fue, en definitiva, lo que nos entregó el mensajero que no llegó: un silencio cargado de signos. Una elocuencia invertida. Un lenguaje cuyo primer acto fue no pronunciarse.
Recuerdo que uno de los presentes, con un libro bajo el brazo y barba de profeta distraído, murmuró: “Esto es una prueba. El ala rota es el símbolo de la caída. Debemos ahora reconstruir la doctrina a partir de su ruina”.
La frase me pareció propia de una herejía o de un poema. Quizá de ambas cosas.
Cuando finalmente nos sentamos en la guagua, ya agotados, nos miramos con la fraternidad de quienes han compartido una derrota sin nombre. Uno mencionó la posibilidad de que las tres partes fueran una trinidad invertida: la voz, el tiempo y la ausencia. Otro conjeturó que las tres fuentes eran la memoria, el olvido y la ironía.
De pronto comprendí algo, no con la mente, sino con esa parte del alma que a veces se asoma entre las costillas del lenguaje, que no estábamos ante un sistema, sino ante un espejo. Y que el cartayismo, si existía, era eso: una forma de esperar, un arte de fracasar con dignidad, una epistemología del aplazamiento.
A la manera de los antiguos gnósticos, tal vez todo el conocimiento verdadero consista en reconocer su propia imposibilidad. La guagua partió, lenta y torpe, llevándonos lejos de la estación y del aula. A lo lejos quedó la silueta de la promesa, reducida ahora a una frase rota.
Nunca sabremos si esa doctrina alguna vez existió. Tal vez no. Tal vez fue sólo una excusa para reunirnos, para correr juntos, para advertir que la búsqueda vale más que el hallazgo. O, en palabras de un poeta que jamás existió: “El ala se rompe para que el vuelo empiece”.
¿Las tres partes y las tres fuentes del marxismo? No. Las fuentes —más secretas y más antiguas— eran otras: la gozonería, el amor y la belleza.
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