Cartas de los maestros M. y K. H

Por KuKalambe

En la tradición de la literatura occidental, hay libros que se inscriben en el terreno de lo extraño, lo inexplicable y lo misterioso, proponiendo enigmas que, lejos de resolverse, invitan a la reflexión profunda y al desconcierto perpetuo. Un claro ejemplo de esto es el caso del reconocido teósofo Alfred Percy Sinnett, quien, por gracia divina (o por una suerte de manifestación sobrenatural), recibió cartas enigmáticas de los Maestros M. y K. H., figuras dentro del esoterismo teosófico que alegaban poseer un conocimiento oculto y trascendental, reservado únicamente a aquellos pocos capaces de penetrar en los misterios del universo.

Este acto de recibir cartas no es meramente una anécdota literaria, sino que se erige como un símbolo de una revelación superior, un vehículo que transporta a los destinatarios hacia una comprensión más profunda de la realidad, que, por su naturaleza, se encuentra oculta tras las apariencias mundanas. El misterio de estos envíos epistolares reside no solo en el contenido, sino en su contexto: ¿cómo es posible que un hombre común reciba mensajes de seres que supuestamente habitan esferas espirituales mucho más altas que la nuestra?

La teosofía, corriente filosófica que combina elementos de la espiritualidad oriental con las nociones filosóficas occidentales, se caracteriza por afirmar que existe una realidad oculta más allá de lo material y lo visible. En este contexto, los Maestros M. y K. H. se presentan como guías que, desde un plano superior, intentan iluminar a los seres humanos para que puedan alcanzar una comprensión más plena del propósito cósmico. Estos maestros no son, como algunos podrían pensar, personajes místicos vagos o fantasiosos; sino que son concebidos dentro de este sistema teosófico como seres reales, de carne y hueso, aunque poseedores de un conocimiento sobrenatural que trasciende nuestras limitaciones humanas.

Este concepto de los Maestros, cuya sabiduría está más allá de lo alcanzable para la mayoría, introduce una dinámica que genera una profunda tensión: la brecha entre el conocimiento divino o iluminado y la ignorancia de los mortales. La carta recibida por Sinnett (y la que, en su momento, fue dirigida al Coronel Olcott en 1880) es testimonio de este choque entre la realidad espiritual y la material. En su contenido, la misiva ofrece una afirmación que debe de ser tomada con cautela, ya que no solo se trata de una declaración sobre la naturaleza de Dios, sino que se posiciona como un desafío a las nociones establecidas sobre la divinidad y la moralidad: «Tenga en cuenta usted que Dios es infernal si no encuentra un receptor absoluto. Mas sabe usted que el observador es fraternal a nuestros deseos…»

Este fragmento plantea varias cuestiones inquietantes. En primer lugar, se presenta a Dios no como una entidad benigna y omnipotente, sino como una figura más ambigua, que podría ser «infernal» si no encuentra un receptáculo adecuado para sus intenciones. Esto introduce la noción de que la divinidad, lejos de ser inmutable y perfecta, es algo más dinámico, dependiente de la interacción humana. Aquí se pueden hacer varias lecturas: tal vez se nos está diciendo que nuestra propia receptividad espiritual es fundamental para comprender la divinidad, o tal vez nos estamos enfrentando a una crítica a la forma en que los seres humanos conciben la divinidad de manera egoísta y estática.

Por otro lado, la frase «el observador es fraternal a nuestros deseos…» parece sugerir una estrecha conexión entre los Maestros y aquellos que buscan comprender sus enseñanzas. La figura del «observador» no solo es un testigo pasivo, sino un participante activo, cuya relación con el conocimiento es recíproca y mutua. La invitación aquí podría estar dirigida a aquellos que deseen trascender su limitado entendimiento del mundo físico y abrirse a una percepción más amplia, en la que el deseo de comprender no sea un acto egoísta, sino una búsqueda fraternal, comunitaria, que los una con los Maestros y con aquellos que comparten la misma misión de iluminación.

Ahora bien, por esas casualidades de la vida que parecen ser obra del destino o, al menos, del azar, hace unos días recibí una carta que podría decirse que me llegó desde una esfera más allá de la racionalidad. Este mensaje, aunque proveniente de un remitente desconocido, compartía elementos enigmáticos que me hicieron recordar la correspondencia entre Sinnett y los Maestros. La carta que recibí no solo contenía preguntas personales acerca de mis creencias ateas, sino que también abordaba cuestiones filosóficas profundas. Era como si los Maestros, en su infinita sabiduría, se hubieran interesado en mi visión del mundo, en mi postura ante lo divino y lo material.

La coincidencia me pareció inquietante. ¿Será que, en algún plano de la existencia, los Maestros han decidido retomar su labor de comunicación con los mortales a través de medios modernos, como el correo electrónico? ¿O acaso es este solo un artificio de la mente, que conecta los elementos dispares de la literatura teosófica con una realidad contemporánea, pero igualmente extraña?

El contenido de la misiva también hacía alusión a la frase que fue enviada al Coronel Olcott, la cual aparece mencionada anteriormente. Es evidente que el lenguaje de estos Maestros, aunque perteneciente a una tradición más antigua, sigue vigente en el presente, revelando que la naturaleza del conocimiento oculto no está atada al tiempo, sino que, como una verdad eterna, se mantiene inmutable a lo largo de los siglos. La carta, en su tono desafiante, parece colocarme en una posición similar a la de Olcott: un receptor de verdades incómodas, un observador que debe decidir si acepta o rechaza el mensaje.

Pero lo más fascinante de todo esto no es tanto el contenido de la carta en sí, sino las implicaciones filosóficas que trae consigo. Si los Maestros están comunicándose con nosotros, ¿qué quieren de nosotros? ¿Qué esperan que aprendamos, si no podemos siquiera comprender completamente sus mensajes? ¿Es este un simple ejercicio de poder espiritual, o una oportunidad para que los humanos accedan a un conocimiento superior que, hasta ahora, hemos ignorado o rechazado?

Estas preguntas, en última instancia, se deben responder no solo en el terreno de lo esotérico, sino también en el ámbito de la reflexión filosófica y crítica. La teosofía, aunque enmarcada en un contexto místico, nos invita a reconsiderar nuestras propias creencias y a desafiarnos a pensar más allá de los límites impuestos por la razón y la lógica. Como bien afirmó José Martí, quien también tocó estos temas en sus escritos, «El ser humano ha de estar en constante lucha contra el dogma, contra la ignorancia, contra las limitaciones que le impone su tiempo».

Es posible que este mensaje, como otros similares, forme parte de una continua búsqueda de comprensión más profunda del universo, en la que las fronteras entre lo racional y lo irracional, lo visible y lo invisible, se diluyen, y el ser humano se enfrenta, una vez más, a las grandes preguntas que ha tratado de resolver a lo largo de los siglos. La teosofía, por su naturaleza, no busca dar respuestas definitivas, sino invitarnos a la búsqueda constante de la verdad. Sin embargo, esa verdad, como toda verdad profunda, nunca es completamente accesible, y su alcance siempre queda suspendido en el horizonte de lo desconocido.

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