Delfines en Venecia (Prólogo)
Para un hombre que no sabe llorar, que no consigue embriagarse por mucho alcohol en sus venas, que ríe con sobrado cinismo al conocer la noticia de que se han visto delfines en los canales de Venecia, hombre receloso perpetuamente, escribir una novela de amor puede encarnar un empeño espinoso. Sin embargo, ese hombre, amén de la apariencia que ofrece, la de ser un sujeto hermético, suspicaz, no dado a mostrar sus sentimientos más insondables, igual no cree en ademanes y poses. Tiene claro que los escritores no deben parecer escritores, deben ser escritores, y por eso es que nada le resulta imposible y ajeno, mucho menos vergonzoso, al contar su historia de amor.
Este hombre, que simula no tener la ternura suficiente, es contrario a lo que figura. No solo seduce, su ejercicio favorito, premiado con el embeleso de la chica que ha sido elegida para «cazar»; que mayor satisfacción en un «cazador», que embelesar a la chica de turno. No, aun cuando persevera en no mostrase vulnerable, llegado el momento ama y de qué manera, y lo practica con la intensidad que presupone la entrega. Y se apacienta, que el goce del amor merece calma. Y hasta lo sufre, porque el amor del mismo modo puede lastimar, y cuánto, y él no escapa a ese presagio, aunque así y todo no se niega el increíble regodeo de disfrutarlo mientras dure. Y como escritor, tampoco pretende negarse a contarnos lo magnífico que le ocurre en medio de un mundo, esta vez convulso, repleto de temores, harto de amenazas, de sobradas regulaciones y castigos para quien transgreda la voluntad del supremo comisario sanitario; la nueva dictadura global que definitivamente su amor ha de plantarle la cara. Este hombre, testigo de la nueva enajenación universal, de la que nadie escapa, por ese amor se vuelve un outsider que decide únicamente someterse a lo que siente: su ternura por Freya, deleitarse con su romance moderno, que le es devuelto porque Freya, a este tenor, a pesar de sus temores, de idéntica manera lo ama, aceptando ambos el reto.
Armando de Armas, Mandy, lo ha vivido a plenitud, al amor me refiero, y nos cuenta, además, la crudeza de la época que le toca a ese amor: un tiempo aderezado por el terror de una pandemia; el universo tal y como lo conocemos se presenta espantado y dócil, y no por voluntad propia, si no sumiso desde la posición del pánico, obligado a acatar por fuerza las nuevas normas, a mantener distancia, no solo física; pavura exacerbada por los que ostentan el poder y decretan nuevas pautas de comportamiento.
Mandy escribe exponiéndose, como es habitual en él, sin embargo, en esta novela es donde menos pudor le asiste, mostrando más que su piel, hasta sus huesos, diría yo. Desnudo como nunca, y no solo impúdicamente literario, cumple con la misión del escritor: narrar ese universo imperfecto, pletórico de frustraciones, y con algunos momentos felices.
Otra vez en su obra un viaje marca el comienzo de la historia, ya en La Tabla vemos como un tren es el pretexto. Acá, al amparo del recurso del back and forward, del flash back, recrea su marcha a Georgia junto a su amada, por carretera, y paralelo a esa marcha un poco la historia de una nación aún joven y de maneras viejas: esa América profunda, incluso hasta esa España igual recóndita que insiste en mantener frescas sus pisadas por estas tierras, La Florida precisamente, tierras virtualmente anglosajonas, pero tierra al fin, con muchas más huellas, rastros diversos que la marcan.
Violar las leyes y los mandatos implementados debido a la plaga, desobediencia a la autoridad salubre y enfermera, el repliegue y la sumisión de la sociedad toda; el sueño americano desvirtuándose, convirtiéndose en pesadilla por obra y gracias de unos cuantos sujetos con poder, y no solo americanos; el caos y el recelo; el país de cabezas; el peligro de toser, quien tose es una suerte de terrorista que usa sus vías respiratorias como arma, la tos como detonador de una bomba, así es el mundo que rodea a Freya y a Alaafin. Y ellos, al margen, sin importarles que los tilden de irresponsables, se portan rebeldes por una razón sumamente poderosa: saborear su pasión; y no ese amor casi pastoril visto en los libros antiguos, insisto, sino el real, sujeto a contradicciones, perplejidades, amor de sudores e intercambio de fluidos, el goce de orificios, (aunque ella para él era más que sexo, más que amor, porque Freya representa igual la vida), y el orgasmo más allá del jadeo, sino desde el alma. Es esta también la historia del ímpetu casi sublime que les proporciona a ambos inmunidad, en esta hora la más peligrosa y esgrimible impresión para el rebaño, donde prima la sospecha, el escrúpulo, incluso el desamor, y los espacios hechos para amarse a puerta cerrada, para gozarse tal y como Freya y Alaafin gustan de gozar, terminan lacrados, muy lejos de ese mandamiento irreemplazable, el de amaos los unos a los otros. Por suerte, queda la mano amiga, igual de irreverente, y un viejo y mínimo apartamento en La Pequeña Habana es su último fortín.
Entonces miré a los ojos de Freya con fijeza, firmeza y fiereza, para decretar, no pasa nada, nunca pasa nada, todo conspira contra el amor en un mundo de mamertos materialistas, o mandado por mamertos materialistas, pero el Amor, diosa mía, es imbatible si lo asumimos como una entidad que contiene al Eros, pero lo supera.
Catarsis, disconformidad, los amantes ajenos a las nuevas maneras que va rediseñando a la sociedad, desapareciendo las habituales, pamplinas del positivismo más grosero, y en lo particular el mundo de este país, los Estados Unidos; sin dejar de mencionar el de su Isla, que le pesa y mucho, lastre por la otra tierra, sufrida, igual con demasiadas huellas, Isla depauperada que duele, arde, donde siempre fue un contrario: para descreer del adoctrinamiento de la democracia y el comunismo se necesita ser despiadado. A mí se me ha discriminado por ser anticastrista, cuando casi todo el mundo era castrista, y ahora por no ser como los nuevos anticastristas.
Dijo Elvira de la Casas, al momento de reseñar otra novela de Mandy, Capitán Caín, refiriéndose a la capacidad de asombro de Armando de Armas escritor: para la gente común el asombro solo nos cautiva, mientras que a las personas extraordinarias, aquello que desafía su comprensión del mundo, les llena la mente de preguntas y esa es la mejor manera de definir la literatura de Armando: una sucesión de preguntas que, asimismo, sin perder esa capacidad de asombro de la que hablo anteriormente, él, igual, sorprendido, tiene su respuesta.
El hombre moderno cada vez más pierde el sentido del humor por el sentido del horror, indica Mandy, y esta novela bien puede refrendarlo. Y es también esta novela una de sus tantas respuestas: en este caso aceptar al desafío y enfrentarse. Y es justamente este libro el testimonio de un tiempo lóbrego, donde su amor no agacha la cabeza. Y en medio de su provocación, él no pierde su sentido, ya no de humor, sino de amar y vivir, rehusando a entrar por el nuevo aro. Y escribe, lo reitero, no cesa de escribir, tal vez apresurado, como quien sabe que ese tiempo no le alcanza; que el mundo ha de saber de su amor por Freya, del horror de una epidemia, y no importa si le parece al lector que cuenta la historia de manera obscena y hasta teologal.
Y ya ves, no me cabe dudas que, quien lea Amar así en los días del coronavirus, sabrá entender al escritor, al hombre, y hasta convertirse en su cómplice. Porque todos apreciamos la independencia y el libre albedrío, porque el amor siempre prevalece y puede ser de otra forma: el Amor, diosa mía, es imbatible. Y referente a los delfines, Mandy, desde tu nueva estatura, quizás un día de estos consigas verlos en los canales de Venecia.
DFB
Título: Amar así en los días del coronavirus
Autor: Armando de Armas (1958 – 2024)
Editor: Ediciones Exodus
Formato: 5,5 x 8,5 pulg., 230 pág.
Disponible en Amazon.