Por El discóbolo griego
Vivimos bajo el imperio silencioso de la novedad. La pasión por lo nuevo atraviesa la existencia moderna como una corriente subterránea que modela deseos, hábitos, aspiraciones y formas de vida. No es simplemente que nos gusten las innovaciones, estamos estructuralmente atados a ellas. En cada gesto, en cada decisión, en cada expectativa, se filtra el mandato no escrito de buscar aquello que aún no ha sido probado, aquello que ofrece la promesa de un presente rejuvenecido.
La neofilia —el amor por lo nuevo— no debe entenderse como un mero capricho estético o una moda pasajera. Se trata de una mutación profunda en la constitución del sujeto. Mientras las antiguas culturas organizaban su tiempo en torno a la repetición de modelos eternos, en el mundo contemporáneo el modelo mismo ha sido abolido. No se trata ya de imitar a los ancestros, ni de preservar una continuidad con lo sagrado o con lo tradicional, sino de inventar sin cesar nuevas versiones de lo posible.
El ejercicio de la vida moderna es, por tanto, un ejercicio de invención. Pero no cualquier invención; se trata de un cambio constante que opera bajo la ley de la aceleración. Cada novedad es, en cuanto aparece, la antesala de su propia obsolescencia. El objeto nuevo no se establece como forma estable de mundo, sino como estímulo que pronto debe ser desplazado. Vivimos en un sistema donde la muerte de lo viejo es más importante que la vida de lo nuevo. La obsolescencia programada de los productos técnicos no es más que el reflejo de una obsolescencia más profunda, la del sentido.
La consecuencia es paradójica. Por un lado, la pasión neofílica ha liberado fuerzas extraordinarias de creatividad y de transformación. La técnica, el arte, la política, la ciencia, todo parece impulsado hacia una expansión sin límites de lo posible. Se podría pensar que hemos alcanzado la edad dorada de la invención. Pero, por otro lado, la misma compulsión a cambiar ha desfondado la vida de su peso ontológico. Se cambia no para alcanzar un estado superior de ser, sino porque no se soporta el vacío del presente.
El sujeto contemporáneo ya no se define por su inserción en una tradición, ni siquiera por su pertenencia a un relato épico de emancipación. Se define, en cambio, por su capacidad de adaptarse rápidamente a nuevas condiciones, de consumir novedades, de reinventar su identidad en función de lo que el mercado o la tecnología ofrecen como opción. Esta adaptabilidad no es fortaleza, sino síntoma de una intemperie espiritual. La novedad se ha convertido en el sustituto inmediato de la esperanza.
Bajo esta lógica, el activismo político tradicional también se reconfigura. Las grandes causas, los ideales de transformación social, pierden fuerza frente a la microgestión de cambios superficiales. Ya no se busca una revolución del ser, sino una revolución permanente de imágenes, lenguajes, sensibilidades. Se combaten las antiguas opresiones, pero se reinstauran, bajo nuevas formas, las mismas dinámicas de consumo y reemplazo. La energía política se dispersa en gestos efímeros, incapaces de trazar horizontes de duración.
Frente a esta situación, algunos han visto en el entrenamiento y la disciplina un posible contrapeso. Si la vida moderna es un flujo interminable de novedades sin arraigo, quizá sea necesario reintroducir prácticas que no persigan la novedad por la novedad, sino la perfección interna. La idea es simple pero radical: en lugar de perseguir el cambio exterior constante, cultivar una transformación interior que requiera paciencia, repetición y constancia.
El ejercicio, en este sentido, no es sólo físico, sino espiritual. Así como el cuerpo necesita esfuerzo para fortalecerse, el espíritu necesita técnicas para templarse. No basta con desear ser otro, es necesario someterse a una forma de trabajo que, lejos de obedecer a los imperativos del mercado, atienda a las exigencias de una vida más alta. No una vida espectacular, sino una vida que gane en profundidad.
Sin embargo, incluso la idea de disciplina puede ser cooptada por la lógica neofílica. La industria del fitness, el culto a la autoayuda, la multiplicación de métodos de transformación personal, todo ello muestra que incluso las prácticas de formación pueden degradarse en mercancías intercambiables. Se trata, entonces, de distinguir entre una disciplina auténtica —que exige fidelidad y resistencia al vértigo de la novedad— y una pseudo-disciplina adaptada a los caprichos del consumo.
Lo que está en juego no es simplemente una elección individual entre cambio y permanencia. Se trata de comprender que la obsesión por lo nuevo responde a una estructura más profunda: una estructura que regula no sólo el mercado y la tecnología, sino también nuestras formas de relación, de amor, de lenguaje y de imaginación. No se puede combatir la neofilia con una nostalgia reaccionaria, que idealice un pasado ficticio; tampoco con un progresismo ciego, que sacralice cualquier innovación. Es necesario otro camino: una afirmación de lo nuevo que no destruya el mundo cada vez que aparece, una invención que no sea negación sistemática de todo lo heredado.
La pasión por lo nuevo, en su forma más pura, puede ser vista como una expresión legítima de la vida, la vida misma, entendida como proceso, es siempre apertura a lo que aún no es. Pero esta apertura vital no debe confundirse con la simple excitación ante el cambio superficial. La verdadera novedad no es la que sustituye un objeto por otro, ni un eslogan por otro, ni una moda por otra; es la que transforma las condiciones mismas del ver, del pensar y del sentir.
Tal vez, más allá de las estrategias de mercado y de las modas políticas, lo verdaderamente nuevo sea siempre aquello que exige de nosotros un esfuerzo de transformación silenciosa, un nuevo rigor, un nuevo cuidado, una nueva paciencia. En tiempos de neofilia compulsiva, lo verdaderamente subversivo no es cambiar constantemente, sino cambiar de modo que algo en nosotros permanezca más allá del cambio.
Lo nuevo no es un objeto, ni una tendencia, ni un producto. Es una forma del alma. una forma de la alta cultura. Y como toda forma del alma, exige trabajo, exige arte, exige responsabilidad.
Solo así, quizás, podremos encontrar en la pasión por lo nuevo no una enfermedad, sino una vía de renovación auténtica. No un vértigo que vacía, sino un impulso que eleva.