Por Alma Rubén
Cuando El nombre de la rosa fue publicado en Cuba en 1989, muchos de nosotros sentimos que no estábamos simplemente ante una novela histórica ni ante una ficción detectivesca de alta erudición medieval, sino frente a una especie de espejo en clave cifrada. El libro llegó en un momento en que ciertas fronteras editoriales empezaban a resquebrajarse, cuando por fin se abría tímidamente el acceso a obras que durante años habían circulado en voz baja, en fotocopias clandestinas o en susurros críticos. Leer a Umberto Eco entonces era, para muchos, una experiencia iniciática comparable a descubrir Doctor Zhivago o 1984. Aunque El nombre de la rosa no era, en sentido estricto, una denuncia del totalitarismo moderno, su lectura en el contexto cubano de finales de los ochenta funcionó como tal. La resonancia era inevitable.
Lo que Eco narraba —una abadía benedictina del siglo XIV, donde el saber está custodiado, restringido, y donde toda lectura se vigila— no era, para nosotros, una reconstrucción medieval, sino una alegoría viva del presente. La opresión que emanaba de aquella biblioteca-laberinto, la vigilancia ideológica disfrazada de custodia espiritual, el temor al pensamiento libre y la violencia ejercida en nombre del dogma y todo eso tenía una inquietante familiaridad. Bastaba con cambiar el hábito de los monjes por el uniforme de ciertos funcionarios, y la distancia histórica se disolvía.
Guillermo de Baskerville —monje franciscano de lógica demoledora y espíritu socrático— apareció como una figura redentora, un modelo que muchos de nosotros necesitábamos. En un país donde la verdad se administraba desde arriba, como una doctrina cerrada, la actitud de Guillermo frente al saber fue un revulsivo. Su investigación racional, su sospecha metódica, su disposición a seguir la pista del crimen no solo en los cuerpos, sino en las ideas, nos dio un respiro. Por él supimos que la herejía no siempre está en contradecir el dogma, sino a veces en preguntar, en leer de otra forma, en sospechar del custodio de la verdad.
Eco, sin afirmarlo explícitamente, mostraba cómo el conocimiento puede volverse terrorífico cuando se convierte en poder sin límites. La biblioteca —el corazón simbólico de la novela— era también, para nosotros, un eco de nuestras propias instituciones culturales: espacios donde se preservaba el saber no para compartirlo, sino para controlar quién accedía a él y bajo qué condiciones. El manuscrito prohibido —un tratado de Aristóteles sobre la comedia, que celebraba la risa como ejercicio de libertad— se convirtió, en nuestro imaginario lector, en metáfora de todos aquellos libros, ideas, nombres y autores cuya lectura había sido condenada al silencio.
Lo más inquietante, sin embargo, fue descubrir cómo el miedo a la risa, al placer del pensamiento libre, al juego del lenguaje, podía desencadenar una cadena de crímenes. La idea de que matar es preferible a permitir que se lea algo que puede desmontar el dogma no nos parecía una fantasía exagerada. Conocíamos demasiado bien esa lógica. Por eso El nombre de la rosa no se leyó solo como una novela. Se leyó —y aquí hablo con toda la subjetividad del caso— como un gesto de resistencia, como una fábula cruelmente próxima, como una meditación sobre la verdad que nos llegaba justo cuando empezábamos a intuir que algo se rompía en el horizonte ideológico que nos había formado.
Treinta y cinco años después, y a la distancia de aquel 1989, sigo pensando que el mayor acierto de Eco fue haber creado una novela que no nos decía qué pensar, sino que nos enseñaba a leer con sospecha, a indagar en los márgenes, a desconfiar del saber autorizado. Para quienes vivimos bajo el signo del libro cerrado, El nombre de la rosa fue, literalmente, una rosa abierta, la perestroika cubana de El nombre de la rosa.