Erótica y valentía en «Las once mil vergas»

La obra Las once mil vergas de Guillaume Apollinaire ha sido frecuentemente clasificada como un relato erótico, oscilando en la frontera del género pornográfico. Sin embargo, detenerse en esa categorización es limitar gravemente su comprensión. Apollinaire no solo provoca por el simple placer de escandalizar, sino que subraya, con aguda perspicacia, un trasfondo más profundo: la tensión entre el eros, el poder y las convenciones sociales, en un momento histórico de crisis y decadencia cultural.
En primer lugar, hay que situar la novela dentro de un contexto específico: el París de los años 1910, una ciudad que vivía un florecimiento artístico, pero que también era testigo de profundas contradicciones sociales y políticas. En este escenario, la obra de Apollinaire puede entenderse como una respuesta al progresivo desmoronamiento de las viejas certezas y como una crítica velada a la moral burguesa que pretendía ocultar, tras un velo de respetabilidad, la creciente represión del deseo humano.
Lo que mueve a Apollinaire no es el simple afán de exhibicionismo literario. La novela constituye una reflexión sobre la decadencia del eros en una sociedad cada vez más dominada por el capital y la productividad. En este sentido, la obra se encuentra en sintonía con lo que más tarde autores como Herbert Marcuse o Michel Foucault identificarían como la instrumentalización del cuerpo y el deseo al servicio de las estructuras de poder. Apollinaire, con su estilo mordaz y satírico, desvela cómo la sexualidad, lejos de ser una fuerza liberadora, ha sido degradada en la era del capitalismo tardío a un mero instrumento de placer vacío, despojado de su capacidad de subversión.
D.H. Lawrence, autor de El amante de Lady Chatterley, habría comprendido perfectamente esta perspectiva. Para Lawrence, la relación entre el deseo y el poder era central en su obra, y probablemente hubiera visto en Las once mil vergas una denuncia similar a la que él mismo realizó en su lucha contra la represión sexual y el narcisismo egoísta del capitalismo moderno. Apollinaire, al igual que Lawrence, entendía que el erotismo no podía ser reducido a un simple intercambio de cuerpos, sino que estaba íntimamente ligado a una experiencia ética y estética del mundo.
Apollinaire, sin embargo, va más allá en su crítica, al exponer una idea central: la política y la pornografía comparten una inquietante similitud. Ambas, en su forma más degradada, eliminan la alteridad, reduciendo al otro a un objeto de consumo, manipulación o control. La pornografía, entendida aquí no solo en términos explícitos, sino como un símbolo de la mercantilización del deseo, es presentada por Apollinaire como un espejo de la política de su tiempo: una política que cosifica al sujeto, eliminando su capacidad de agencia y sometiéndolo a los dictados de la economía y el poder. En este sentido, la novela denuncia la destrucción del eros como una fuerza vital, una energía capaz de transformar el mundo.
Las once mil vergas no es, por tanto, una obra que deba ser leída simplemente en términos de provocación o exhibicionismo sexual. Su erotismo es un medio para exponer el vaciamiento de la vida bajo las condiciones del capitalismo, donde incluso el amor y el deseo han sido convertidos en productos de consumo. Apollinaire ve en la pornografía no una glorificación del placer, sino una manifestación de la decadencia de una sociedad en la que el eros ha sido domesticado y reducido a un mero subproducto del sistema.
En este sentido, la obra conecta con la tradición surrealista, de la cual Apollinaire fue una figura clave. Para André Breton, líder del movimiento, el erotismo no era una mera búsqueda de placer, sino una vía para acceder a las profundidades del inconsciente y a una verdad más auténtica sobre la existencia humana. El surrealismo veía en el eros una fuerza creativa, capaz de romper con las normas y las restricciones impuestas por la sociedad burguesa. Apollinaire comparte esta visión, pero añade un componente satírico: la conciencia de que, en la época moderna, incluso el deseo ha sido corrompido por las estructuras de poder.
Así, Las once mil vergas es una obra que desafía tanto al lector superficial como al crítico que busca encontrar en ella solo una provocación. Lo que Apollinaire presenta es una crítica profunda a la manera en que el deseo ha sido domesticado por las fuerzas del capitalismo y la política. No es casualidad que el erotismo, tal como lo entiende Apollinaire, esté vinculado al arte y a la estética. Su novela es un esfuerzo por rescatar el eros de las garras del poder y devolverle su capacidad de transformación.
En definitiva, Las once mil vergas no es solo una obra erótica; es un manifiesto en defensa de la libertad del eros frente a las fuerzas que lo instrumentalizan. Apollinaire, con su estilo irónico y transgresor, nos invita a reflexionar sobre el estado del deseo en una sociedad que lo ha reducido a un mero objeto de consumo. Su provocación no busca escandalizar, sino despertar una conciencia crítica sobre la manera en que el poder, el capital y la política han secuestrado una de las fuerzas más poderosas de la vida humana: el amor.
Ángel Velázquez Callejas
Miami, verano de 2015