¿Por qué marchan los cubanos el Primero de Mayo?

Por Galan Madruga

Cada Primero de Mayo, millones de cubanos marchan por las avenidas del país portando pancartas, ondeando banderas, coreando consignas revolucionarias. A simple vista, parecería un fervor patriótico o una expresión espontánea de apoyo al sistema socialista. Pero si se mira con detenimiento, si se interroga no solo la superficie sino la estructura que la sostiene, la imagen revela algo más complejo y profundamente arraigado: una maquinaria político-cultural donde la presencia masiva no es sólo resultado de convicción, sino también de coacción, inercia histórica y una antropología del poder.

El régimen cubano ha perfeccionado durante más de seis décadas la capacidad de movilizar a su población como si se tratara de una escenografía colectiva. Los desfiles del Primero de Mayo no son meros actos conmemorativos del Día Internacional de los Trabajadores. En el contexto cubano, estos actos funcionan como rituales de legitimación del poder, performances de obediencia pública, y ejercicios de control simbólico y material. Cada cuerpo en la Plaza no es solo una presencia física; es un voto tácito, una señal de sujeción, una moneda de lealtad que se paga —voluntariamente o no— al Estado.

El imaginario revolucionario como pedagogía del cuerpo

Desde sus primeros años, el niño cubano ingresa a una estructura escolar que no solo transmite contenidos curriculares, sino que lo somete a un proceso sistemático de formación ideológica. Esta formación se despliega no en el nivel abstracto de la teoría, sino en la concreción de prácticas repetidas, rituales cotidianos y gestos aprendidos que configuran lo que puede denominarse una pedagogía del cuerpo. El objetivo no es únicamente formar ciudadanos capaces de pensar, cuestionar o deliberar, sino, fundamentalmente, moldear cuerpos que sepan actuar en sincronía con el Estado; que respondan, como reflejo condicionado, ante los símbolos del poder; que no se desvíen del guion oficial.

En este modelo, el patriotismo no es una virtud reflexiva, sino una conducta esperada. Desde el preescolar, el niño debe saber quién fue Martí, cómo se saluda a la bandera, cuándo y cómo gritar “¡Patria o Muerte!” o “¡Viva Fidel!”. No se trata de comprender el sentido profundo de esos actos, sino de incorporarlos como parte de un ritual corporal, de una liturgia laica que sustituye la fe religiosa por la devoción política. Cada mañana comienza con un acto cívico; cada efeméride es una oportunidad para reafirmar el dogma revolucionario; cada tarea docente se entrelaza, directa o indirectamente, con los valores del socialismo. El resultado es un ciudadano formado en la obediencia simbólica, entrenado no tanto para deliberar como para repetir, para encarnar una memoria oficial que se impone como única.

La pedagogía revolucionaria cubana se articula, entonces, en un triple eje, repetición, vigilancia y afectividad. La repetición garantiza que los gestos ideológicos se naturalicen; la vigilancia —estatal, institucional, comunitaria— asegura que se cumplan; y la afectividad moviliza emociones colectivas, generando la ilusión de pertenencia a una causa superior. El cuerpo se convierte en la primera y última frontera del control: se le enseña cuándo aplaudir, cuándo marchar, cuándo agitar una bandera. Todo ello, bajo la premisa de que ser revolucionario no es una opción moral, sino una obligación identitaria.

En este marco, el desfile del Primero de Mayo aparece como la culminación de ese proceso formativo. No es solo una conmemoración del Día del Trabajador; es una liturgia nacional donde se reactualiza, año tras año, el contrato simbólico entre el individuo y el Estado. Asistir no es opcional, aunque legalmente no sea obligatorio. La estructura social hace del desfile un imperativo de pertenencia. El que no va se expone —y lo sabe— a un registro informal de su conducta: puede ser señalado como desafecto, poco comprometido, tibio. En un país donde el Estado se arroga el control sobre el empleo, la educación, los permisos de salida, el acceso a viviendas, a oportunidades, a representaciones culturales, esta señalización basta para activar mecanismos de exclusión o de sospecha. No asistir puede costar caro, aunque no se traduzca en un castigo inmediato. En Cuba, el castigo suele ser difuso, distribuido, burocrático: no te niegan directamente algo, pero ese algo nunca llega.

El desfile del Primero de Mayo, por tanto, es menos una celebración que una demostración. Pero ¿de qué? De fuerza, por parte del Estado. De obediencia, por parte de los ciudadanos. De que la coreografía revolucionaria sigue funcionando, a pesar del desencanto, de la pobreza, del éxodo. Cada cuerpo en la Plaza es una ficha en el tablero del poder. El mensaje es claro: “todos siguen aquí”, “nadie se ha desviado”, “la Revolución aún tiene pueblo”. Y aunque muchos de esos cuerpos marchan desde la apatía, el cinismo o el miedo, lo que importa no es la convicción interna, sino la imagen exterior: la masa, la unidad, la continuidad. Como diría Michel Foucault, el poder no necesita convencimiento, sino visibilidad. La disciplina funciona cuando el sujeto se controla a sí mismo, cuando no hace falta un policía porque el cuerpo ya está entrenado para actuar como si estuviera vigilado.

La pedagogía del cuerpo revolucionario no desaparece con la adultez. Por el contrario, se intensifica en la vida laboral, cultural, artística. Las instituciones —desde las escuelas hasta los ministerios, pasando por las universidades, los sindicatos, los medios de comunicación— reproducen la lógica de la performance ideológica. El ciudadano debe estar presente, debe manifestarse, debe repetir el guion oficial. Incluso el silencio, incluso la ausencia, puede ser leída como disidencia. En Cuba, el acto de “no ir” también es político. Por eso, ir es la manera menos costosa de seguir. La asistencia se convierte en una forma de supervivencia.

Y hay algo más: la repetición ritual del desfile refuerza la idea de que no hay fuera del sistema. No se trata solo de celebrar al Estado, sino de mostrar que él es la única posibilidad de pertenencia. En un país donde las asociaciones civiles independientes están prohibidas, donde las iglesias operan bajo estrecha vigilancia, donde el pluralismo político es criminalizado, el desfile se convierte en el espacio obligatorio de la comunidad. Es la polis imaginaria del poder, donde todo cuerpo es un voto silencioso a favor de la continuidad. La consigna “¡Con todos y para el bien de todos!” se convierte en una trampa semántica: si estás fuera, ya no eres parte del “todos”; si no aplaudes, ya no eres del “bien”.

En definitiva, el desfile del Primero de Mayo no puede entenderse solo como un evento coyuntural, sino como la expresión ritual de una ontología política: la del hombre revolucionario, tal como lo concibió el imaginario comunista cubano. Un ser cuya dignidad no reside en su autonomía, sino en su subordinación ejemplar. Un cuerpo que pertenece al Estado no solo jurídicamente, sino afectivamente, performativamente. Un sujeto producido por el Estado y para el Estado, cuya existencia se justifica en tanto lo representa y lo reafirma públicamente.

La pedagogía del cuerpo revolucionario ha sido, quizás, uno de los triunfos más duraderos del castrismo. Porque incluso cuando el alma duda, el cuerpo sigue marchando.

La coacción institucional y el chantaje moral

El régimen cubano no necesita mantener cárceles llenas para asegurar el orden. Basta con dominar los recursos esenciales de la vida: el empleo, la educación, la movilidad, el prestigio, y lo más invisible pero poderoso de todo, el reconocimiento social. En este escenario, la estructura institucional actúa como una gigantesca máquina de obediencia, donde la coacción no es necesariamente brutal, pero sí constante, ubicua y eficaz.

La piedra angular de este sistema es el hecho de que el Estado es el principal empleador del país. Según cifras oficiales, aproximadamente el 70% de la fuerza laboral trabaja en instituciones estatales, una proporción que ha variado poco a pesar de reformas cosméticas al «modelo económico». Esto significa que millones de ciudadanos dependen directamente del aparato burocrático estatal para subsistir. Y esa dependencia crea las condiciones ideales para una forma de control que no requiere de la fuerza física para ser efectiva. Se trata de una coacción silenciosa, normalizada, ejercida a través de circulares, listas de asistencia, convocatorias obligatorias y amenazas implícitas.

En vísperas del Primero de Mayo, los mecanismos de presión institucional se intensifican. Cada ministerio, empresa estatal, universidad, policlínico, escuela o cooperativa recibe instrucciones para organizar su bloque del desfile. Se asignan tareas logísticas: banderas, carteles, transporte. Se distribuyen consignas prediseñadas. Se reparten camisetas con los colores patrióticos. Y, lo más importante, se elabora una lista de los que deben asistir. Esa lista será controlada antes, durante y después del acto. Faltar no es simplemente una omisión: es una declaración de actitud, susceptible de interpretarse como insubordinación ideológica.

Los jefes inmediatos son los primeros en ejercer la presión. A menudo, no hace falta que amenacen explícitamente; basta con una insinuación: “acuérdate de que estamos evaluando el compromiso”, “en esta institución todos somos revolucionarios”. Quienes ocupan cargos de responsabilidad media —administrativos, jefes de departamento, coordinadores sindicales— están atrapados en un doble juego: presionan para no ser presionados. La obediencia se reproduce verticalmente, y cada nivel intermedio funciona como filtro de vigilancia y cumplimiento. Así, la masividad de los actos públicos no es una prueba de entusiasmo, sino el resultado de una maquinaria disciplinaria eficaz, donde el costo de la desobediencia es demasiado alto para la mayoría.

A este sistema de coacción se suma otro nivel más insidioso: el chantaje moral y simbólico. En una sociedad donde las categorías políticas sustituyen con frecuencia a las morales, ser etiquetado como contrarrevolucionario, apático o enemigo de la patria no es solo un juicio político, sino un estigma ontológico. Dejar de ir a un desfile puede convertirse en un signo de traición a los mártires, al legado de Fidel, a los héroes de la patria, a la memoria colectiva que se supone compartida. Esa carga emocional se refuerza en el discurso mediático, en la educación y en las organizaciones de masas, que repiten sin cesar que el pueblo cubano es revolucionario por naturaleza y que estar con la Revolución es estar con la justicia, con la verdad, con el bien.

Bajo esa lógica, la ausencia se vuelve sospechosa. No hay necesidad de que un órgano represivo actúe de inmediato; basta con que un vecino lo note, con que un colega lo comente, con que un jefe lo archive mentalmente. El individuo se vuelve objeto de una vigilancia dispersa, horizontal, sostenida por redes informales: el Comité de Defensa de la Revolución (CDR), la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), el sindicato, la organización estudiantil, el núcleo del Partido. Cada uno es un pequeño ojo del Leviatán revolucionario, observando si estás “cumpliendo”. La sanción no siempre es visible, pero su sombra es constante: puede traducirse en no ser propuesto para un viaje, en perder puntos en una evaluación, en no obtener un cargo o una vivienda, en ser objeto de murmuraciones, en caer en el limbo de los no confiables.

Lo más complejo de esta forma de control es que opera bajo el principio de la ambigüedad. El régimen nunca te dirá que no ascendiste porque faltaste al desfile, pero te hará saber que no eres “confiable”; y en Cuba, ser confiable vale más que ser competente. Por eso muchos prefieren participar, incluso sin convicción, antes que asumir el riesgo de ser marcados. Como en los regímenes autoritarios descritos por Hannah Arendt o Václav Havel, la mentira oficial se convierte en una verdad funcional: todos saben que no es real, pero todos actúan como si lo fuera, porque disentir públicamente puede destruir tu vida.

Desde el exterior, esta complejidad no siempre se comprende. Para muchos observadores, los desfiles del Primero de Mayo en Cuba parecen eventos festivos, carnavales políticos, espectáculos de masas coloridos. Pero esta imagen oculta la tensión interna que los sostiene. Basta hablar con cualquier cubano común para descubrir la mezcla de cansancio, ironía, resignación y cálculo que subyace a esa participación masiva. Muchos asisten porque “es mejor no buscarse problemas”, porque “todo el mundo va”, porque “el jefe está mirando”, porque “hay que cuidar la plaza”. Otros marchan por pura inercia: porque lo han hecho toda la vida, porque no ven otra salida, porque están atrapados en una rutina de simulación obligatoria que garantiza al menos cierta estabilidad. Pocos van con fervor, aunque los medios oficiales insistan en mostrar rostros felices.

Este tipo de participación puede denominarse adhesión cínica, un acto en el que se cumple con la forma, pero se niega el contenido; donde el cuerpo asiste, pero el espíritu está ausente. Sin embargo, ese mismo acto refuerza el poder. Como señala Slavoj Žižek, el poder no necesita que creas, solo que actúes como si creyeras. Y cada cubano que marcha el Primero de Mayo, aun desde el escepticismo, aporta su grano de arena a la monumental escenografía del consenso.

El chantaje moral tiene también una dimensión afectiva más profunda: el miedo al aislamiento social. En un contexto donde las redes familiares, barriales y laborales son vitales para sobrevivir —para conseguir alimentos, medicamentos, favores, protección—, el individuo no puede darse el lujo de ser excluido. Ir al desfile es también una forma de pertenecer, aunque sea fingida. Porque la exclusión en Cuba no es solo política: es material, afectiva, relacional. Dejar de ser “uno más” puede convertirte en un paria, incluso entre tus seres queridos.

En suma, la coacción institucional y el chantaje moral son los dos pilares que sostienen la masividad de los desfiles del Primero de Mayo en Cuba. No se trata de un acto libre, ni de una celebración genuina, sino de una performance forzada por la estructura misma del poder. Un ritual de control y de sumisión, donde cada paso, cada grito, cada cartel es menos una expresión de entusiasmo que un recordatorio de que, en el socialismo cubano, la obediencia no se negocia, se representa.

La cultura del simulacro: entre el miedo y la rutina

El filósofo francés Jean Baudrillard acuñó el concepto de simulacro para describir una forma de representación que ha roto sus vínculos con la realidad que alguna vez imitó. En el estadio más avanzado de esta lógica, ya no se trata de una falsificación de lo real, sino de una sustitución. El simulacro no oculta la verdad, oculta que no hay verdad. En este sentido, el desfile del Primero de Mayo en Cuba representa uno de los ejemplos más sofisticados de simulacro político del siglo XXI.

A simple vista, el evento parece una manifestación de fervor popular: multitudes enarbolando banderas, repitiendo consignas, sonriendo a las cámaras. Pero detrás de esa puesta en escena, lo que se esconde es precisamente su naturaleza ficticia. No es que las personas crean en lo que dicen, sino que se ha vuelto innecesario creer. Lo que importa es el gesto, la repetición, el cumplimiento del guion. Como en una obra de teatro que se representa sin espectadores, lo esencial es que la función no se detenga.

El simulacro político cubano opera a través de una triple dinámica: miedo, rutina y representación. El miedo —a perder el trabajo, a ser señalado, a quedar fuera— obliga a muchos a participar. La rutina —la reiteración inercial del gesto aprendido desde la infancia— garantiza la continuidad. Y la representación —la escenificación de una voluntad colectiva inexistente— alimenta el relato oficial. En conjunto, estos tres elementos forman una maquinaria simbólica que reproduce el poder no a través de la represión explícita, sino por medio de la normalización de la mentira compartida.

Muchos ciudadanos saben —con claridad, con resignación— que su presencia en el desfile no modificará la realidad política del país. El sistema no caerá ni se reformará por una pancarta más o una consigna menos. Pero también saben que su ausencia puede volverse costosa. No en términos jurídicos, sino en términos vitales: la oportunidad que se pierde, la mirada que te esquiva, el ascenso que no llega. Así se forja el pacto tácito de la simulación: tú finges que crees, y yo finjo que te creo. En esa cadena de fingimientos sucesivos, el poder se reconstituye cada año con una eficacia ritual.

Participar del simulacro no es sinónimo de adhesión, sino de supervivencia simbólica. Se marcha, se grita, se sonríe ante las cámaras. Luego, se regresa a casa con una mezcla de agotamiento y cinismo. No hay entusiasmo real, pero tampoco hay desafío abierto. Lo que impera es un racionalismo adaptativo, una lógica del “mejor no buscarse problemas”, que termina creando una subjetividad dócil, calculadora, entrenada en el arte de la doble vida. En la esfera pública, se actúa; en la privada, se ironiza. Pero el gesto público es el que cuenta.

El desfile se convierte así en un espejo invertido de la nación. Nadie cree verdaderamente, pero todos actúan como si creyeran. Y es ese «como si«, como advirtió el sociólogo Erving Goffman, el que permite que las instituciones continúen funcionando incluso cuando la legitimidad ha desaparecido. El poder ya no necesita convicciones profundas; le basta con actitudes compatibles. Esa es la gran astucia del régimen: haber sustituido la fe revolucionaria por la coreografía de la lealtad.

A diferencia de los regímenes totalitarios del siglo XX, que exigían la conversión interior del individuo al dogma oficial, el sistema cubano actual se conforma con la simulación exterior. No busca formar creyentes, sino actores disciplinados. El desfile no es un acto de expresión, sino de confirmación del orden simbólico. Marchar no es apoyar, sino permanecer. No asistir es romper la ilusión. Por eso el ausente duele más que el escéptico presente.

Este orden simulacral tiene efectos psicológicos profundos. Produce lo que el psicoanalista Adam Phillips llamaría una subjetividad «falsa funcional»: el individuo que ha aprendido a sobrevivir desempeñando un papel que no le pertenece, pero del que depende su bienestar. En ese sentido, el Primero de Mayo no es solo una performance política, sino también una pedagogía del miedo sostenido, donde el cuerpo obedece incluso cuando la mente duda, y donde el hábito reemplaza a la conciencia.

La paradoja es que el poder que así se reproduce también se vacía. Cuanto más se finge, menos se cree; y cuanto menos se cree, más frágil se vuelve la narrativa que sostiene el régimen. Pero esa fragilidad es invisible mientras la representación continúe. El desfile, con su música, sus banderas y su entusiasmo prefabricado, actúa como una capa de barniz sobre la grieta estructural. Mientras todos marchen, el edificio no se derrumba, aunque sus cimientos estén podridos.

Baudrillard lo resumió con brutal precisión: “la simulación amenaza la diferencia entre lo ‘verdadero’ y lo ‘falso’, lo ‘real’ y lo ‘imaginario’.” En Cuba, esa amenaza ha sido convertida en forma de gobierno. Y el Primero de Mayo es su fiesta nacional.

La necesidad antropológica de pertenecer

Si bien la asistencia masiva a los desfiles del Primero de Mayo en Cuba puede explicarse desde la pedagogía autoritaria o la lógica del simulacro, existe una dimensión más honda, de carácter antropológico, que contribuye a sostener este fenómeno, la necesidad humana de pertenencia. Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha buscado anclarse a comunidades, relatos, símbolos y rituales que le otorguen sentido a su existencia. La pertenencia no es una simple adhesión ideológica, sino una forma de arraigo existencial: saberse parte de algo más grande que uno mismo, sentir que la propia presencia, por pequeña que sea, cuenta dentro de un nosotros.

En regímenes totalitarios como el cubano, donde el Estado no solo organiza lo político, sino también lo emocional y lo simbólico, esa necesidad de pertenecer no desaparece sino se redirige. La identidad del sujeto queda absorbida por el relato oficial, el cual se presenta como único, excluyente, total. El Estado sustituye a la comunidad natural, a la familia extendida, a las asociaciones voluntarias o a las iglesias independientes. Todo vínculo horizontal es suplantado por una verticalidad institucional que asfixia, pero también ofrece una forma mínima —aunque vaciada de contenido— de identidad colectiva.

Asistir al desfile del Primero de Mayo, en ese contexto, no solo es un acto de obediencia o temor. Para muchos cubanos, representa una manera de no quedar al margen del relato nacional. Aunque el fervor revolucionario haya menguado, aunque el escepticismo corra por debajo como un río subterráneo, la Plaza sigue siendo el centro del mito fundacional, el lugar donde el cuerpo puede inscribirse —al menos por un día— en una narrativa mayor. En una sociedad fragmentada por la escasez, la emigración y la desilusión, los rituales públicos funcionan como anclas identitarias. Se marcha no necesariamente para afirmar una idea, sino para confirmar una pertenencia.

Incluso quienes han perdido toda fe en el sistema, quienes critican en voz baja o hacen chistes amargos en la cola del pan, a menudo eligen participar en estos actos. No por ingenuidad, sino por un impulso más profundo, el de no quedar solos. La soledad política en contextos cerrados puede ser insoportable. Quien se aísla se vuelve vulnerable, se expone no solo a la mirada del poder, sino también a la intemperie del anonimato. Estar con los demás, aunque sea en el simulacro, aunque sea desde el desencanto, puede brindar una forma precaria de consuelo.

Hay también un componente afectivo. El desfile no es solo una imposición, sino un espectáculo cuidadosamente diseñado para generar emociones colectivas. Las canciones épicas, las consignas rítmicas, los colores, las banderas, la algarabía organizada: todo construye un ambiente festivo que, aunque artificial, toca fibras sensibles. La cultura política cubana ha hecho del entusiasmo una disciplina, y del evento multitudinario, una herramienta para moldear sentimientos. En esa coreografía emocional, muchos encuentran no solo seguridad, sino también una forma de presencia, es decir, estar allí, con otros, es preferible a no estar en absoluto.

El antropólogo Clifford Geertz entendió los rituales como «actos simbólicos que permiten a las sociedades decirse a sí mismas lo que son». En el caso cubano, el Primero de Mayo actúa como ese espejo colectivo, aunque deformado. No refleja lo que la nación es, sino lo que el poder desea que parezca. Pero incluso en esa distorsión, los individuos pueden experimentar un momento fugaz de reconocimiento. Ver a los compañeros de trabajo, compartir un café improvisado, encontrar rostros familiares entre la multitud: todo eso produce una sensación de comunidad instantánea, tenue pero eficaz.

La cultura de la escasez ha moldeado al sujeto cubano como un ser de estrategias y adaptaciones. Dentro de ese entramado, el desfile también puede ser una ocasión para socializar, para salir de la rutina gris, para escapar —aunque sea por unas horas— de la monotonía del día a día. En un país donde casi todo está controlado, cualquier espacio compartido adquiere un valor ambivalente: puede ser instrumento de dominación, pero también escenario de mínimos encuentros.

Desde esta perspectiva, la masividad del desfile no debe entenderse exclusivamente como signo de obediencia o coacción, sino también como expresión de una estructura afectiva de la pertenencia. El ciudadano se mueve entre el miedo y el deseo, entre el cálculo racional y la necesidad emocional. Participar puede ser una estrategia de protección, sí, pero también un acto —aunque inconsciente— de reafiliación simbólica. En la Plaza, aún bajo el cinismo, se busca un lugar.

El Estado cubano, sabedor de esta dimensión antropológica, ha explotado con maestría la emocionalidad colectiva. Ha convertido la necesidad humana de ser parte en una herramienta de control, y al mismo tiempo en un paliativo a su propia precariedad. Allí donde no hay comida, promesa ni futuro, aún puede ofrecerse la ilusión de pertenecer a una causa. Aunque esa causa sea, en realidad, el residuo hueco de una promesa incumplida.

Por eso el desfile del Primero de Mayo no desaparecerá con facilidad. No basta con desmontar la estructura coercitiva; hay que comprender también la trama simbólica y afectiva que sostiene la participación. Mientras los ciudadanos sigan necesitando un nosotros, un relato común, una escena donde inscribir su cuerpo —aunque sea por inercia—, el poder encontrará maneras de renovar el ritual. Porque en última instancia, todo poder duradero necesita apoyarse, no solo en la fuerza, sino en la necesidad humana de no estar solo.

El ser cubano como ser para el Estado

Para comprender plenamente el significado del desfile del Primero de Mayo en Cuba, no basta con analizarlo como un evento político o cultural: es necesario adentrarse en las formas de subjetividad que lo hacen posible. En este punto resulta esclarecedor el concepto desarrollado por el antropólogo filosófico Arnold Gehlen, quien definió al ser humano como un ser de instituciones. A diferencia de otros animales, decía Gehlen, el ser humano necesita estructuras externas —normas, roles, costumbres, símbolos— que regulen su conducta y le ofrezcan estabilidad ante la sobrecarga de estímulos y posibilidades.

El Estado cubano ha llevado este principio antropológico a una radicalidad inédita: ha suplantado progresivamente todas las mediaciones sociales —familia, religión, mercado, asociaciones civiles— para convertirse en la única institución total. Así, el ciudadano cubano no es simplemente un ser con instituciones, sino un ser para la institución estatal. Su identidad no se constituye frente al Estado ni junto a él, sino dentro de él, en él, a través de él.

Desde el nacimiento, el cubano entra en un aparato institucional que le modela la vida de forma omnipresente. Su educación es estatal, su pediatra es estatal, sus libros de texto están dictados por el Estado, sus opciones laborales pasan por el control central, sus decisiones médicas, sus permisos de viaje, sus espectáculos artísticos, sus publicaciones académicas y hasta sus vínculos con la emigración están mediados por instancias estatales. En muchos sentidos, el Estado no solo regula la existencia, sino la produce.

Este fenómeno genera una forma de subjetividad profundamente dependiente, no necesariamente en lo económico —aunque también—, sino en lo ontológico. El cubano no solo tiene un Estado, es en función del Estado. Su voz pública, su posición social, su visibilidad como ciudadano, están siempre condicionadas por la relación que mantiene con esa entidad abstracta, ubicua y paternalista que se presenta como la Revolución. La expresión popular “me borraron del sistema” adquiere así una carga existencial: no figurar en los registros del Estado equivale a la no existencia civil.

El desfile del Primero de Mayo, en este marco, no es un simple acto de apoyo político, es la representación más visible y ritualizada de esta ontología política. El sujeto se disuelve en la multitud, la multitud se integra simbólicamente al Estado, y el Estado aparece como el garante y destinatario de esa entrega colectiva. No hay lugar para el disenso, porque no hay lugar fuera del Estado. El acto de marchar no es solo una acción: es una manera de ser dentro del mundo autorizado.

El filósofo italiano Giorgio Agamben propuso el concepto de vida nuda (bare life) para describir la condición de quienes existen biológicamente pero carecen de reconocimiento político autónomo. En Cuba, podría hablarse de lo opuesto, una vida estatalizada, en la que el reconocimiento viene a cambio de la integración ritual al cuerpo ideológico. Se es cubano no tanto por nacimiento o cultura, sino por participación reiterada en el relato institucional del Estado. El desfile es, entonces, un acto de reinscripción identitaria: una renovación tácita del contrato de obediencia.

En este contexto, incluso el escepticismo queda atrapado. Muchos marchan sin convicción, con gestos de hastío o sarcasmo, pero lo hacen. Y al hacerlo, reafirman el marco simbólico que los contiene. El “ser para el Estado” no requiere fe: requiere presencia. Como en un teatro cuyo guion ya nadie cree, pero todos siguen representando por miedo, por costumbre o por no desaparecer del escenario.

Este tipo de subjetividad también deforma la noción de ciudadanía. En las democracias liberales, el ciudadano se define por su capacidad de exigir derechos, de asociarse libremente, de disentir. En el modelo cubano, el ciudadano ideal es aquel que se muestra —públicamente, performativamente— como leal, incluso si en lo privado duda, critica o se queja. La ciudadanía no es aquí una práctica, sino una puesta en escena: se demuestra marchando, aplaudiendo, repitiendo consignas. La Plaza, una vez más, se convierte en el escenario de esa dramaturgia obligatoria.

Esta condición de “ser para el Estado” tiene consecuencias profundas para la psicología colectiva. Al no existir un espacio real de autonomía, el individuo tiende a delegar toda responsabilidad en la autoridad. Se gesta así una cultura de la espera, de la queja sin acción, del lamento sin ruptura. La esperanza, si existe, se deposita siempre en el cambio que otro traerá, porque el sujeto ha sido educado para no ejercer plenamente su agencia. Esta pasividad estructural es funcional al sistema: mantiene el control sin necesidad de represión constante.

Pero también genera tensiones. La crisis actual del modelo cubano —económica, demográfica, simbólica— está erosionando lentamente esa forma de subjetividad. Cada vez más cubanos sienten que el Estado ya no cumple con su parte del contrato implícito, ni protege, ni provee, ni promete. Y sin embargo, sigue exigiendo lealtad performativa. Esta disonancia produce un desgaste emocional, un desencanto acumulativo que erosiona la eficacia de los rituales.

El desfile, entonces, se convierte en una escena ambigua: aún masivo, pero hueco; aún obligatorio, pero lleno de ausencias simbólicas; aún coreografiado, pero torpemente ejecutado. Es el reflejo de un sistema que ya no convence, pero que aún consigue movilizar. Un teatro donde los actores, aunque aburridos o cínicos, siguen entrando en escena por falta de alternativa.

Comprender al cubano como un “ser para el Estado” no es un juicio moral, sino un diagnóstico histórico. Es el resultado de décadas de pedagogía estatal, de un proceso largo y deliberado de sustitución institucional. Para superarlo —si es que algún día se supera—, no bastará con desmontar estructuras jurídicas o económicas: será necesario reconstruir una subjetividad distinta. Una en la que el individuo no necesite al Estado para sentirse alguien, en la que pueda ejercer su ciudadanía sin someterse a rituales de obediencia, en la que pertenecer no implique rendirse.

Hasta entonces, la Plaza seguirá siendo el lugar donde ese “ser para el Estado” se manifiesta con mayor claridad: un escenario de fidelidad simbólica, donde el individuo se entrega, no porque crea, sino porque no sabe —aún— cómo ser fuera de él.

La Plaza como síntoma y advertencia

La asistencia masiva a los desfiles del Primero de Mayo en Cuba no debe interpretarse de forma superficial como una manifestación de apoyo incondicional al sistema. Esa lectura ingenua —o interesadamente optimista— ignora las múltiples capas de coerción simbólica, presión social, rutina psicológica y necesidad antropológica que subyacen en esa coreografía multitudinaria. Lo que la Plaza exhibe no es una voluntad política activa, sino un consenso desgastado que ya no se sostiene por la convicción, sino por el peso de la inercia histórica.

El desfile es un síntoma. Es la expresión visible de una patología nacional: la enfermedad de la obediencia sin fe, de la participación sin alma, del gesto que se repite porque dejar de hacerlo implicaría una ruptura ontológica demasiado grande. Cuba es una nación donde la ciudadanía ha sido reducida a presencia pasiva; donde el individuo, incluso en su escepticismo, se siente llamado a no faltar. Como si la Plaza no fuera un espacio físico, sino un mandato moral que nadie se atreve a desobedecer por completo, por miedo a convertirse en nadie.

Pero la Plaza es también una advertencia. Nos recuerda que los rituales políticos, cuando se repiten sin alma, pueden convertirse en formas de esclavitud suave. Que los símbolos, si no se renuevan, se transforman en jaulas. Que la fidelidad escenificada, lejos de ser una forma de resistencia silenciosa, puede terminar reforzando aquello que se pretende sobrevivir. En este sentido, el desfile del Primero de Mayo no es un acto neutral: es una tecnología del poder. Una máquina simbólica que produce integración aparente, domesticación emocional y simulación colectiva.

Muchos marchan porque tienen miedo. Otros porque siempre lo han hecho. Algunos porque todavía creen. La mayoría, quizás, porque no saben qué otra cosa hacer. Y sin embargo, todos terminan formando parte del mismo cuadro: una imagen que el poder celebra como prueba de legitimidad, aunque en realidad sea una demostración del éxito del control sobre los cuerpos, no sobre las conciencias.

El verdadero peligro radica en que este tipo de teatralidad colectiva termina modelando la subjetividad. Se interioriza. Se hereda. Se transmite como parte del repertorio cultural. Y entonces, la sumisión deja de ser una imposición para convertirse en un reflejo. El sujeto aprende a no pensar políticamente fuera del marco establecido. A desear lo que debe. A sentirse culpable por disentir, incluso cuando ya no está convencido.

La Plaza —no como lugar físico, sino como sistema de representación— es la síntesis de esa pedagogía de la unanimidad. Es el escenario donde se ensaya y se consuma la identidad impuesta: el ciudadano ejemplar que marcha, que aplaude, que repite consignas, que acepta su lugar en la coreografía. Y lo trágico es que incluso quien no cree, participa. Y con cada paso dado, con cada bandera agitada, refuerza —a veces sin saberlo— el relato hegemónico.

La Plaza es el lugar donde el simulacro se hace carne. Donde la realidad política ya no necesita convencimiento, solo repetición. Donde el poder ya no se impone desde fuera, sino que habita en los gestos automatizados, en los cuerpos entrenados, en las palabras vacías que, sin embargo, siguen pronunciándose.

La advertencia es clara, las sociedades pueden sobrevivir a la represión, pero rara vez sobreviven a la simulación prolongada. Porque mientras la represión provoca resistencia, la simulación produce indiferencia, cinismo, apoliticidad. Y esa es la victoria más peligrosa del poder: haber enseñado a un pueblo no solo a obedecer, sino a representar la obediencia como si fuera vida.

Romper con esa lógica exige algo más que reformas económicas o aperturas cosméticas. Exige una reconstrucción profunda del sujeto político. Exige preguntarse, en voz alta y sin miedo: ¿quién seríamos fuera de la Plaza?

Hasta que no se pueda responder esa pregunta sin temblor, el desfile seguirá marcando los límites de lo posible.

Total Page Visits: 558 - Today Page Visits: 2