Por Coloso de Rodas
La noción de que la conquista del espacio era inherente a una poética imperial, un concepto que se había asociado a las grandes gestas coloniales y a la expansión hacia territorios lejanos, ha quedado atrás en la actualidad. La conquista de nuevos territorios, como la de Nuevo México, que en su época representaba una incursión violenta y audaz al estilo del western y la colonización, ha perdido su relevancia en un mundo que ha reconfigurado sus fronteras, tanto físicas como ideológicas. Lo que antes era una conquista armada, revestida de un halo de aventura y gloria imperial, ha sido sustituido por una forma más insidiosa de dominación: la conquista «hacia adentro».
Este nuevo tipo de imperialismo, que podríamos denominar como mini-imperialismo ecológico, se manifiesta en la reconfiguración de los espacios urbanos, transformados en entornos cerrados y controlados, donde la arquitectura y el consumo se han fusionado. Esta tendencia no es del todo nueva, sino que tiene un antecedente que se remonta a las reflexiones del escritor ruso Fiódor Dostoyevski, quien, en su obra Memorias del subsuelo, ya anticipaba una forma de alienación hacia un interior cerrado y aislado del mundo. En el relato, la descripción del palacio de cristal, sede de la primera Feria Internacional de 1852, se presenta como un espacio emblemático que concentraba en su interior las maravillas del progreso, pero también las limitaciones de un ideal que transformaba el exterior en un objeto de consumo y la sociedad en una especie de espectáculo que se observa desde un punto fijo.
El propio James Joyce difícilmente podría haber anticipado las transformaciones que sobrevendrían un siglo después al espíritu aventurero que caracterizaba a su Ulises. Lo que en su tiempo era una exploración hacia afuera, un impulso expansivo que resonaba con los grandes relatos de la modernidad, se ha invertido de manera radical. Hoy, el poder del capital y la lógica de la circulación de las mercancías ya no buscan horizontes exteriores, sino que se repliegan hacia un interior cada vez más controlado y autorreferencial. Este giro no es solo económico, sino también cultural, redefiniendo la relación entre el individuo y el espacio que habita, transformando la aventura épica en un recorrido contenido dentro de los límites del consumo y la inmediatez.
Este concepto de «imperialismo hacia adentro» resuena de manera inquietante en la actualidad. Hoy en día, el fenómeno de los malls (centros comerciales) se ha convertido en el símbolo más palpable de esta nueva forma de conquista. Estos gigantescos espacios cerrados no solo operan como centros de intercambio económico, sino como lugares que reconfiguran la vida social y la interacción urbana, atrapando a los individuos en una red de consumo constante. De hecho, los malls son la manifestación perfecta de cómo el capital se ha trasladado al interior de estos recintos, arrastrando consigo la ciudad misma bajo un techo que ofrece una falsa sensación de control y seguridad.
Al igual que los estadios cubiertos, que concentran toda la energía de un evento en un espacio cerrado y aislado del contexto social y político más amplio, los malls crean un microcosmos donde el espacio público se ve reducido a una serie de zonas privatizadas, diseñadas para el consumo y la distracción. En estos lugares, la experiencia de la ciudad se diluye, transformando la actividad urbana en una serie de movimientos dirigidos hacia el interior, hacia la compra, hacia el consumo. Esta «conquista hacia adentro» se convierte así en un mecanismo de control que no solo impacta físicamente la estructura de la ciudad, sino también psicológicamente a sus habitantes, sometiéndolos a una rutina que convierte lo exterior en un escenario irreal y lo interior en un microcosmos autosuficiente.
Esta forma de imperialismo no solo transforma el espacio físico, sino que redefine las relaciones sociales y políticas. Ya no se trata de conquistar nuevos territorios lejanos, sino de conquistar la propia ciudad, de encerrarla bajo un techo, de hacerla un centro de consumo ininterrumpido. Este cambio refleja una profunda transformación en las dinámicas de poder, donde la conquista ya no depende de fronteras geográficas, sino de fronteras comerciales, culturales y tecnológicas que nos obligan a vivir dentro de un sistema que promueve el consumo, la vigilancia y la homogeneización.