El sistema de salud español (segunda parte)

Por Héctor Rodríguez, PhD

Cuando Francisco de Arango y Parreño, para mí un cubano emérito, discutía en la Sociedad Económica de Amigos del País hace tres siglos, planteaba la revolución que iniciaría en la industria azucarera cubana y mundial. Según estudié en El ingenio de Moreno Fraginals, otro cubano epónimo, Arango introdujo la máquina de vapor, sustituyendo las seis yuntas de bueyes que movían los molinos azucareros. Lo que no imaginé, mientras leía sobre este visionario, es que también anticipara la limitada “inteligencia emocional” de los españoles.

En el libro de Moreno Fraginals se recoge la anécdota en la que Arango decide no solicitar permiso a la corona española para realizar su viaje a Inglaterra, donde en 1820 se perfeccionó la máquina de vapor. Repito la fecha: 1820, es decir, hace 204 años. Arango argumentó que los españoles no sabían nada de azúcar, y su oposición, basada en ignorancia, bloquearía el desarrollo de la industria azucarera. Y no se equivocaba: la industria azucarera cubana se convirtió en la más avanzada del mundo, y como resultado, Cuba tuvo más kilómetros de vías férreas por habitante que cualquier otro país de América, un logro monumental vinculado al comercio del azúcar.

Sin embargo, no me detendré más en este interminable logro cubano que le debemos a un gran hombre como Arango. Lo que me lleva a escribir estas líneas es cómo, siglos después, la “inteligencia emocional” de la que hablaba sigue siendo un punto débil en España, al menos según mi experiencia reciente.

El invierno, debo confesar, no es para mí. Durante mis años de doctorado en Alemania, en el invierno de 1979, llegué a estar ingresado por enfermedades respiratorias causadas por temperaturas que bajaron a -40 °C. Ahora, en España, he vivido algo similar. Una inflamación en el pulmón izquierdo me obligó a buscar atención médica, y aquí comienza mi odisea.

Mi médico en Dinamarca, el doctor Yoan Gutiérrez, cubano de Cienfuegos, me atendió con la profesionalidad que esperaba. Bastó una llamada desde mi hotel para que, en menos de media hora, estuviera evaluando mi caso. Pero esa eficiencia contrasta con mi experiencia en el sistema de salud español.

Según el Índice de atención médica 2022 de la revista CEOWorld, Dinamarca tiene uno de los tres mejores sistemas de salud del mundo, destacándose en calidad, infraestructura y disponibilidad de medicamentos. Aplicando este estándar, España, aunque con buena infraestructura, carece de lo que denomino “inteligencia emocional” en sus operadores. Ya lo había señalado en otra publicación, pero ahora lo confirmo.

En dos ocasiones distintas, por dolencias ortopédicas y neumológicas, no logré encontrar los medicamentos recetados en siete farmacias diferentes alrededor de la Puerta del Sol y la Gran Vía. La respuesta siempre era la misma: “están en falta”. ¿Poca producción? ¿Mucha demanda? Nadie lo sabía. Ante mi insistencia, los farmacéuticos no ofrecieron alternativas ni soluciones. Fue necesario llamar nuevamente a mi médico, quien rápidamente cambió la receta por otro medicamento disponible.

La sexta farmacia, que antes me había dicho que no había un sustituto, de repente “descubrió” que sí lo tenía tras consultar en su sistema. La farmacéutica, con tono de sorpresa, exclamó: “¡Qué clase de doctor tiene usted, un ángel por lo rápido que le dio solución!”. Pero lo que debería ser un estándar, para ella era casi milagroso. ¿Acaso no podían los otros farmacéuticos haber mostrado la misma diligencia?

La falta de inteligencia emocional no se limita a las farmacias. Mi esposa y yo, después de resolver el tema médico, decidimos cenar en el Corte Inglés, el famoso centro comercial cuyos fundadores, asturianos, tomaron inspiración de La Habana. Al preguntar al portero por los restaurantes, me indicó el noveno piso. Sin embargo, los primeros elevadores que encontré eran de carga. Al regresar, tuve que insistir para que me indicara la ubicación correcta, que estaba en la dirección opuesta. ¿Era tan difícil dar instrucciones claras desde el principio?

Durante este mes en España, he notado una actitud recurrente en servicios públicos y privados: una negativa inicial a cualquier solicitud, seguida de una falta de proactividad. En transportes, clínicas, ópticas, farmacias y restaurantes, la respuesta inicial es casi siempre: “No”, “No sé”, o “Déjeme ver”.

Esto no es solo una cuestión de infraestructura o de recursos. Es un reflejo de una actitud cultural que hace sentir al cliente como si estuviera pidiendo un favor, en lugar de pagar por un servicio. Me pregunto si esta mentalidad es producto del socialismo español, que parece creer que el dinero del cliente no tiene valor alguno.

Volviendo a Francisco de Arango, creo que ya entendía esta mentalidad española en su tiempo. Por eso decidió no pedir permiso para innovar. Sabía que la ignorancia y la resistencia al cambio se impondrían sobre el progreso. Hoy, dos siglos después, parece que poco ha cambiado. Como dijo Arango, “la ignorancia no puede prevalecer ante el conocimiento”. Aunque, en mi experiencia, añadiría: “ni ante la sensatez”.

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