Por El Coloso de Rodas
Durante la década de 1980, uno de los temas más insistentes y debatidos en la historiografía cubana fue el dilema que enfrentaban los historiadores en torno a la esclavitud y la dinámica interna del sistema de plantación. Este interés, lejos de ser una mera preocupación temática, se presentó como un auténtico campo de batalla teórico y metodológico. Las discusiones se concentraban no solo en la caracterización del modo de producción esclavista, sino en la naturaleza misma de la plantación como fenómeno económico, social, político y cultural. En aquellos años, los marcos interpretativos estaban fuertemente atravesados por categorías del marxismo clásico y de la tradición estructuralista. La plantación, en tanto unidad de producción, fue pensada bajo la lógica de un sistema cerrado, estructurado por relaciones de clase, formas específicas de explotación y determinaciones del mercado mundial.
Sin embargo, con la llegada de los años noventa, este campo temático perdió el protagonismo que había sostenido durante más de una década. Esta pérdida de centralidad no fue producto de un agotamiento intrínseco del tema, sino de un viraje teórico más amplio que afectó a toda la historiografía global y, por derivación, a la cubana. Comenzaron a imponerse con fuerza las corrientes asociadas a la historia de las mentalidades, a los estudios sobre la subjetividad y a los enfoques de la vida cotidiana. Este giro metodológico desplazó la atención de las estructuras económicas hacia los universos simbólicos. El interés por las formas de representación, por los imaginarios colectivos, por las prácticas discursivas y por los sujetos subalternos transformó radicalmente la manera de concebir el pasado. La historia dejó de enfocarse exclusivamente en los sistemas productivos y sus lógicas objetivas, para dar cabida a un conjunto más amplio de preocupaciones antropológicas, culturales y existenciales.
El libro al que remite la imagen, aunque publicado en el año 2008, se vincula directamente con ese debate teórico que animó el pensamiento histórico cubano en los años ochenta. En su estructura conceptual y en sus problemas de fondo, el texto prolonga la discusión sobre la plantación como categoría socioeconómica y cultural. Esta categoría fue, en ese momento, concebida no solamente como una forma organizativa de la economía colonial, sino también como un dispositivo de poder, un régimen de espacialidad y una lógica de apropiación del mundo. En ese sentido, la cuestión de la plantación dejó de ser exclusivamente un problema histórico. Comenzó a asumirse como un dilema historiográfico, como una interpelación al modo en que la historia se escribe y se estructura. La plantación dejó de ser un objeto y se convirtió en una forma. En lugar de representarse como un mero modelo técnico de producción, pasó a leerse como una figura de pensamiento que organizaba la relación entre trabajo, tierra, violencia y temporalidad.
Entre las contribuciones más destacadas a ese debate, se encuentra la obra de Jorge Ibarra, quien desde una perspectiva marxista intentó contrastar las nociones de plantación y hacienda. Su análisis se fundaba en las diferencias estructurales que ambas formas de producción presentaban en términos del vínculo con el mercado, la forma de apropiación del excedente y el grado de articulación con el capital comercial y financiero. Ibarra concebía la hacienda como una unidad menos dependiente del mercado internacional, más cerrada en términos organizativos, y por tanto menos expuesta a las lógicas expansivas del capitalismo global. La plantación, por el contrario, era vista como una estructura plenamente capitalista, articulada directamente con el mercado mundial, dependiente del tráfico esclavo y del comercio de exportación.
No obstante, con el tiempo se reconoció que esta distinción, aunque fecunda, resultaba parcial. El marxismo aplicado a este campo de estudio tendía a privilegiar una lectura que ponía el acento en las formas técnicas de producción y en la lógica del modo de producción, sin atender suficientemente a las dimensiones espaciales, culturales y ontológicas que implicaba el funcionamiento de estas unidades productivas. En otras palabras, se analizaba la hacienda y la plantación como configuraciones económicas, pero no como dispositivos espaciales de apropiación y transformación del territorio. No se abordaba cómo estas formas de producción organizaban una experiencia particular del espacio, cómo generaban subjetividades, cómo regulaban los ritmos de la vida y del trabajo, ni cómo inscribían sus estructuras en los cuerpos, los paisajes y los relatos.
A partir de esta limitación emergió la necesidad de pensar la plantación y la hacienda más allá de sus funciones económicas. Se comenzó a explorar cómo ambas estructuras podían leerse también como formas de ser-en-el-mundo, en el sentido ontológico propuesto por la filosofía de Martin Heidegger. En ese marco, la idea de espacio ya no se limita a una superficie sobre la cual se ejerce la actividad humana. Se convierte en un horizonte de sentido, en una configuración existencial, en una forma de estar. Tanto la plantación como la hacienda no solo producían azúcar, carne o ganancias. Producían mundo. Producían formas de habitar, jerarquías de visibilidad, prácticas del cuerpo, tecnologías del tiempo. Apropiarse del espacio, en este contexto, no era solamente ejercer dominio sobre la tierra, sino instaurar una lógica total de presencia y pertenencia.
Desde esta perspectiva, el problema de la apropiación espacial no puede entenderse únicamente en términos de productividad o eficiencia. Se debe considerar también su dimensión criminal, su carácter violento, excluyente, racializado. Esta violencia no se limita a la relación entre amo y esclavo. Se extiende a toda una organización del paisaje que impone ritmos, borra memorias, desplaza lenguas, impone cartografías. El mundo interior del capital, en tanto estructura hegemónica, se sostiene sobre este tipo de apropiaciones radicales, que no solo destruyen lo anterior, sino que impiden su recuerdo. En este sentido, el dilema de la plantación es inseparable del problema de la memoria, del olvido y del archivo.
Al considerar estas formas de apropiación como abiertas o criminales, según una terminología influida por Heidegger, se introduce una mirada filosófica que enriquece el análisis histórico. Lo abierto remite a la posibilidad de una existencia que no esté completamente determinada por la lógica del capital, que conserve un espacio para la aparición, para la comunidad, para el acontecimiento. Lo criminal, por su parte, nombra la clausura, la violencia sistémica, la imposición de una racionalidad que convierte todo en objeto de cálculo. La plantación, en tanto forma criminal de apropiación, impone una totalidad cerrada que impide la emergencia de lo otro. La hacienda, en cambio, aún cuando participa de la lógica del capital, puede dejar márgenes para otras formas de vida, para relaciones más ambiguas, para tiempos que no están completamente subsumidos por la producción.
Volver sobre estos debates hoy, incluso desde obras publicadas décadas después de su apogeo teórico, no constituye un gesto nostálgico. Es una necesidad epistemológica. En un momento en que el pensamiento histórico se enfrenta a la tarea de repensar la relación entre sujeto, espacio, poder y tiempo, las preguntas abiertas por la discusión sobre plantación y hacienda se revelan como claves para entender los fundamentos de nuestras formaciones sociales. No se trata solamente de saber cómo se produjo el azúcar, sino de comprender qué tipo de humanidad se forjó en torno a ese proceso. Qué tipo de mundo fue necesario destruir para que ese otro mundo, el del capital esclavista, pudiera nacer.
En definitiva, la historiografía cubana de los años ochenta no agotó este campo de análisis. Lo abrió. Lo trazó con la fuerza de quien sospecha que detrás del dato hay un problema filosófico. Lo que estaba en juego no era solamente la historia económica de una colonia, sino la posibilidad de pensar históricamente las formas ontológicas de la dominación. Ese es el legado que continúa interpelándonos.