Por El Coloso de Rodas

En 1934, Jorge Mañach publicó El estilo de la Revolución en el periódico Acción, un breve ensayo que, por su profundidad y agudeza, mereció, al año siguiente, el prestigioso premio periodistico Justo de Lara. Este artículo, que ya en su momento generó un notable impacto en el ámbito intelectual cubano, fue incluido en 1944 como tercer capítulo de su obra Historia y estilo, publicada por Ediciones Minerva.
El análisis que a continuación se ofrece pretende situar este ensayo en el contexto de la postrevolución de 1933, justo después de la caída de Machado, abordando sus implicaciones no solo en el discurso político de la época, sino también en el ámbito literario y cultural cubano, explorando cómo su crítica al estilo y al lenguaje de la Revolución refleja un momento de tensión y transformación ideológica, artística y social. La revolución vuelve a la historia.
La idea de que la historia tiene un fin —no como catástrofe, sino como cumplimiento— atraviesa de manera latente el texto analizado, que bien podría leerse como una poética del tiempo revolucionario y su relación con la forma. No es un texto teológico, pero se mueve dentro de un imaginario escatológico secularizado, el de una revolución que no solo transforma estructuras políticas o sociales, sino que se propone culminar como obra, esto es, como estilo. El autor no dice que la revolucion ha terminado, pero sí sugiere que ha llegado a un punto de inflexión donde ya no basta con hacer: hay que dar forma. Y la forma, en este contexto, es el lenguaje, el gesto, el ritmo, la estética.
Partamos de una observación central: el texto no propone una nostalgia por la marginalidad ni una crítica del poder revolucionario. Propone algo más sutil y profundo: la posibilidad de que la revolución se convierta en forma consciente de sí misma, es decir, en estilo. Y es en esa conversión donde se juega el posible “fin comprensible de la historia”: no un fin que clausura el tiempo, sino uno que lo consagra como lenguaje. El fin de la historia es la Revolución.
Este concepto de fin, que Mañach sugiere, se encuentra profundamente influenciado por las ideas que Benedetto Croce plantea sobre Hegel en su obra Estética. Croce había propuesto que la historia no es simplemente una sucesión de hechos, sino un proceso dialéctico donde lo verdadero se convierte en obra. Mañach, en su texto, capta este proceso, ya que, al igual que Hegel en la visión de Croce, la revolución no es un simple suceso político, sino una transformación interna que culmina en la expresión plena de sí misma. En la obra de Croce, la historia no es lineal ni acaba en una verdad absoluta, sino que se despliega a través de un desarrollo que llega a su final no por agotamiento, sino por su capacidad de auto-reconocimiento. Es este marco filosófico el que Mañach incorpora en su reflexión sobre la revolución cubana.
El recorrido que traza el autor comienza en un tiempo anterior al de la integración revolucionaria: “En medio de la chatura de la política oficial y del cansancio de los que se ocupaban del arte comprometido, optamos por lo más opuesto al poder: la marginalidad como estilo de vida.” Esta marginalidad no es mero exilio o aislamiento: es una forma de vida estética que se sitúa fuera del curso inmediato de los acontecimientos. Es, podríamos decir, una forma de esperar que el tiempo cumpla su promesa.
Aquí surge la imagen teológica del mundo arrojado al tiempo, a la espera de que Dios venga a recogerlo. De manera análoga, estos artistas marginales se sitúan fuera del discurso dominante, rechazando “todo lenguaje recibido”, como afirma el texto, y con ello construyen una forma simbólica de redención: el silencio antes del verbo. “El tiempo nos dio la razón; al rechazar todo lenguaje recibido, preparamos el lenguaje del futuro.” Esta frase marca el pasaje de la espera marginal a la promesa de sentido. La historia, como proceso, aún no los reconocía; pero su lenguaje estaba gestando lo que vendría.
La transformación ocurre cuando esa marginalidad es incorporada por la revolución: “Queríamos revolucionar desde fuera. Ahora queremos hacerlo desde dentro. El proceso revolucionario nos incorporó como parte de su necesidad estética.” La frase es clave: la revolución ya no se ve como poder político, sino como necesidad estética, es decir, como necesidad de forma. Lo que antes era rechazo, ahora es integración; lo que antes era resistencia, ahora es estilo.
Aquí se levanta con fuerza el concepto central del texto: el estilo como expresión de lo histórico. No se trata de una simple participación en los discursos de la revolución, sino de algo más ambicioso: dotar al proceso político de una expresión formal que lo complete. El estilo no es adorno ni acompañamiento; es la manifestación visible de una sustancia que sin forma no se consume.
El autor lo dice con claridad: “La Revolución merece mayúscula si se inscribe como estilo.” Esta declaración convierte el acontecimiento político en objeto estético: la mayúscula no es gramatical, es simbólica. La revolución se escribe en mayúscula cuando deviene forma, cuando se inscribe como lenguaje, cuando se convierte en gesto. Y en ese punto, ya no es solo historia: es historia que se reconoce a sí misma. Es, en términos hegelianos, el momento en que el Espíritu se sabe Espíritu.
Pero, ¿qué significa dotar a la revolución de lenguaje? No es simplemente usar palabras nuevas o consignas más refinadas. Es —y aquí radica el corazón del texto— construir una forma que sea a la vez expresión de un contenido político y culminación de un proceso histórico. El autor lo afirma así: “No se trata de ilustrar un proceso político, sino de transformarlo en forma.” Esta frase concentra el espíritu de todo el texto: la revolución no se explica, se expresa; no se representa, se encarna.
Y esa encarnación es el momento en que la historia se detiene como devenir y se consuma como forma. Es el momento en que el lenguaje deja de ser instrumento y se convierte en fin en sí mismo. Ya no hay afuera ni adentro, centro ni margen, poder ni disidencia: hay forma. Una forma que no niega el pasado, sino que lo asume y lo convierte en estilo. Como dirá más adelante el autor, “la historia verdadera, la nuestra, la que viene, no será una negación del pasado. Será su forma última, asumida y reescrita.”
Este es el momento en que la revolución se acerca a su cumplimiento. No por haber logrado todas sus metas, sino porque ha alcanzado su propia expresión formal. Y en esa expresión reside lo que podríamos llamar un fin secular de la historia: no un fin trágico ni definitivo, sino un cierre comprensible, el punto en que el proceso reconoce su forma y se dice a sí mismo. Es el gesto del lenguaje que se vuelve auto-consciente.
A lo largo del texto, el concepto de estilo se impone como la categoría decisiva para entender el momento actual del proceso revolucionario. Ya no se trata solo de transformar la sociedad, sino de dotarla de forma, de convertir esa transformación en lenguaje, en gesto, en acto estético. Y ese lenguaje no es un suplemento, sino el signo de que la historia ha llegado a un punto en que puede ser comprendida por el ser humano, como se decía en la hipótesis inicial: no un fin trascendente, sino un cierre interno, inmanente, visible.
La historia, la revolucion, entonces, no concluye en el silencio ni en la catástrofe, sino en el estilo. Y el estilo, en este contexto, es la evidencia de que un proceso ha llegado a su culminación, no por agotamiento, sino por expresión. Tal vez por eso el autor afirma con tanto énfasis: “Nuestra generación no ha triunfado todavía. La obra no está hecha. Falta el estilo.”
Falta el estilo: es decir, falta el acto de consagración final, el momento en que el tiempo se vuelve forma, el lenguaje encuentra su ritmo, y la historia se convierte en obra. Y cuando eso ocurra —si ocurre—, entonces no habrá más que escribirlo con mayúscula. Porque no será solo política ni arte, sino algo más: el nombre propio del fin que se cumple.
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