El «fin de la historia» según Kojève

Por Spartacus

Alexandre Kojève, al reinterpretar la dialéctica hegeliana, estructura su visión de la historia en torno a la lucha entre dos figuras paradigmáticas: el señor y el siervo, tal como aparecen en La fenomenología del espíritu de Hegel. Sin embargo, su lectura antropológica transforma esta relación en un drama que no solo explica la evolución de la humanidad, sino que también plantea una visión del futuro posthistórico.

Todo inicia con un enfrentamiento primordial entre dos conciencias libres, un duelo imaginario donde ambas buscan afirmarse. Este choque de voluntades produce una división: algunos emergen como vencedores, asumiendo el papel de señores, mientras que los vencidos se ven relegados a la condición de siervos. Esta distribución de roles no solo establece una jerarquía, sino que inaugura la era del trabajo en su forma heterónoma, donde los siervos sostienen con su esfuerzo la libertad y el ocio de los señores.

La consecuencia psicológica de esta relación es la aparición de lo que Hegel llamó «conciencia infeliz». El señor, pese a su victoria, no encuentra plena satisfacción, ya que el siervo no es un igual capaz de brindarle un reconocimiento significativo. Por otro lado, el siervo, privado de libertad, solo encuentra consuelo en la religión o en la esperanza de un futuro diferente. Esta insatisfacción mutua alimenta la dinámica de la historia y sus luchas por el reconocimiento.

El punto crucial de la visión de Kojève radica en el papel transformador del siervo. A través del trabajo, el siervo no solo sostiene la estructura social, sino que se disciplina y desarrolla habilidades que, con el tiempo, le permiten acumular los medios para rebelarse con éxito. Esta evolución desemboca en la creación del Estado civil de derecho, un sistema donde, en teoría, se suprimen las desigualdades fundamentales y se alcanza la universalización del reconocimiento.

En este punto, según Kojève, la historia llega a su fin. La lucha por el reconocimiento ha cumplido su propósito y la humanidad entra en una nueva fase: la posthistoria. Esta idea encuentra su expresión simbólica en el giro final de «El burlador de Sevilla y convidado de piedra« de Tirso de Molina. El final de la ópera, donde los conflictos se resuelven en un espíritu de armonía y reconciliación, funciona como una metáfora del ideal posthistórico donde las tensiones se han disuelto y la humanidad ha alcanzado un equilibrio definitivo.

En este nuevo escenario, el ser humano ya no necesita consumir su energía en transformar la naturaleza a través del trabajo forzado ni en luchar contra estructuras opresivas. La negación activa, que antes impulsaba el desarrollo histórico, se vuelve innecesaria. El resultado es la aparición del Homo ludens, un ser humano dedicado al juego, la contemplación y el placer.

Las principales actividades en esta era posthistórica se dividen entre lo puramente contemplativo (arte, filosofía) y lo instintivo (sexualidad, entretenimiento, absurdo). El trabajo, antes una carga, se convierte en una actividad recreativa, sostenida por la tecnología y las máquinas. La lucha por la supervivencia ya no es el motor de la sociedad; en su lugar, emergen el ocio y la creatividad como ejes de la existencia humana.

Sin embargo, Kojève enfrenta un problema fundamental: aunque en términos filosóficos la historia ha terminado, en la práctica el mundo sigue marcado por desigualdades y conflictos. La universalización del Estado de derecho no se ha concretado completamente, y la aspiración a una sociedad homogénea aún enfrenta múltiples resistencias.

Aquí surge la ironía inherente a la postura de Kojève. La «conciencia feliz» del filósofo choca con la realidad de un mundo donde la posthistoria es solo parcial. Para hacer frente a esta contradicción, Kojève recurre a la figura del sabio, quien observa con cierto distanciamiento los rezagos de la historia. En esta concepción, el sabio es un ser poshistórico que, aunque ya ha comprendido el fin del proceso, debe lidiar con la inercia de aquellos que aún no han llegado a ese nivel de conciencia.

Si la humanidad lograra finalmente alcanzar un Estado universal y homogéneo, la ironía de esta postura se transformaría en una contemplación serena. Pero mientras la meta siga siendo esquiva, la ironía de Kojève conserva un matiz de impaciencia, revelando la tensión entre el final teórico de la historia y su persistente incompletitud en el plano empírico.

La visión de Kojève plantea una paradoja fundamental: la historia ha terminado, pero el mundo sigue girando. El sarcasmo del filósofo, que delata cierta exasperación con los rezagados del proceso histórico, es el residuo de una historia que, aunque debería haberse clausurado, aún se resiste a desaparecer por completo.

Este es también el cruel juego irónico de más de 60 años de dictadura castrista, una ironía que se funde con la perpetuación de la lucha histórica entre el capitalista y el proletariado, una batalla que, lejos de llegar a su fin, se alarga y diluye en un ciclo interminable.

Ni en la república, ni en la era del castrismo, esa eterna dialéctica de opresores y oprimidos logra resolverse, como si la historia misma estuviera condenada a repetirse en un eco continuo de promesas no cumplidas. La revolución, que se presentaba como la solución definitiva a este conflicto ancestral, no solo fracasa en cerrar el ciclo de la lucha de clases, sino que lo alimenta y refuerza, recreando nuevas formas de subordinación bajo una fachada de liberación.

La estructura de poder que emerge del castrismo no es, en realidad, la solución soñada, sino una nueva variante del mismo esquema opresivo, donde la igualdad prometida se disfraza bajo el manto de una jerarquía que se reproduce incansablemente. En este panorama, la historia nunca llega a su meta; más bien, se estanca en una repetición melancólica de lo ya vivido, en un eterno retorno de desilusiones que nunca logran culminar en la liberación genuina.

De modo que, el castrismo se convierte en un eco, una versión renovada de las mismas luchas que deberían haber quedado atrás, pero que, en cambio, se reconfiguran con un rostro distinto, pero igualmente inquebrantable.

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