Por Juan Carlos Recio
Y sé que toda poética bien escrita tiene un fin perenne, si lo escrito, como el texto que analizo, nos instala sin ambages en lo imperecedero.
Reina María Rodríguez, la imperante, de la que varias generaciones de lectores y escribientes han gozado a plenitud, y de la que se ha escrito con justicia y sin ella, no recurre a otros caminos andados porque lo suyo pareciera que, cuando llegas, ya se ha instalado. Lo explico sobre la idea en la que sea el tema que aborde: ella no pinta ni dibuja colores, saltos o caídas de agua. Sus inicios parecieran ya haber sido tomados por la segunda vuelta, y esto te atrapa de inmediato, porque no es explicativa. Su dominio del lenguaje, su lenguaje, y la aprobación de la forma de abordarlo, no licitan nunca algún tipo de empastes, ronroneo o discurso ambiguo. De hecho, nunca he sentido que la poeta se reestructura a moda, pasatiempos o improntas de sucesos que a otros les marca su decantación llorona.
Lo cierto es que, si bien sus combinaciones de tiempo, espacio e interpretación de razones filosóficas existenciales siempre funcionan en el mismo movimiento donde la poesía preserva su ley fundamental, cuando transgrede tales dominios, no recurre a episodios narrativos de importación. Es decir, el caudal de sus motivaciones se edita donde se da el lujo de que tal narrador fluya, y no siempre nos percatamos como sujeto de esos movimientos de la mujer y el hombre, la interrogación o la certeza, los conceptos y lo que se refiere a la condición humana. Porque todos esos referentes en Reina María son ríos subterráneos desde el visor de una poeta que, aún en plena madurez, pudiera completar por lúcida ascensión de su palabra un lugar en la cima, pero prefiere una y otra vez (post página) arrancarnos al sentimiento, como aquella adolescente que terminó de criar a sus hijos solamente para que seamos parte de esas vidas; lactancia humana de lo que se vislumbra en su poesía y en la ternura y acción con la que se nos planta cara a cara, con cualesquiera que sean sus imperecederos carismas de agudeza y astucia. Sus pensamientos del destino, desde donde es muy difícil que podamos evadir parte del nuestro, en esas lecturas.
Otra de las maneras complejas de interpretar a Reina María Rodríguez no se puede conseguir solamente de su estilo. Resulta que, por años, he llegado a la convicción de que su simiente o estructura de base, (a lo que llamamos talento), pareciera ser más sus vías de autodefensa ante una realidad invisible que, más que agonía, las enfrenta a caudales de pensamientos y emociones que, inconsciente, parecieran ser las armas más dúctiles de su escapatoria hacia los sitios íntimos y los rincones de una memoria que camina hacia un futuro, hacia las etapas desconocidas. Porque, si lees a Reina María Rodríguez, no puedes engañarte: su testimonio de época no es un simple recuento de sucesos o historias para marcar catarsis, ella lo ha convertido todo en una marcha sin final a sitios que quizás no van a ninguna parte, porque es lo menos que importa (nadie descubre nada que ya no ha sido). Y sin contradicciones, la importancia de lo que te remite a Reina María son las palabras con las que a veces quisieras elegir lo que se retrata ante un espejo, y toda reminiscencia de su cuerpo, y toda fortaleza de sus espíritus, como la unción de vida de lo sagrado. Es ese espejo, porque se trata también de la belleza inaudita de lo que han logrado sus imágenes y rostros de la supervivencia, una y otra vez, como su recuperación intacta contra el olvido.
En el poema que sigue, se ejemplifica todo lo dicho arriba. Solo concluir que la transparencia para evocar sus verdades aquí aparece desde sus inicios, en las mismas condiciones indebidas de una mujer que no se ha asomado al mundo con el desespero de que la descubran. Si lees toda su obra, ha sido escrita para ser tú el descubierto ante una mirada transversal de los no límites de la conciencia creativa.
Estrellita de mil puntas
“Vomitar algo luminoso…”
C.L.
“…yo creo en el dios de los tropezones…-dijo Bill-.
D. D.
Ahora solo las plateadas:
no aquellas que reverberaban
cuando me daban muy bien,
o de cobre opaco cuando me daban mal.
Las estrellitas significaron algo
parecido a la aceptación,
o a la calamidad:
eran prendas.
Por eso, no necesitaba perlas,
zafiros ni diamantes.
Mi vida estuvo rodeada de la satisfacción
de tenerlas,
aunque nadie las viera sobre la página,
me pertenecían con su arrogancia.
Y, aunque no las pongan ya,
sigo calificándome sin querer
como si en este juego de contarlas,
me realizara a veces.
¿En cuántas cosas quise un excelente
que nunca alcancé?
Tal vez, el agua turbia que corre por la acera
con su humedad perenne
las despegó de golpe a mitad del camino
y cayeron,
atravesándome sus cruces efímeras
marcando el paso a la inversa,
o pinchándome los pies
convencionalmente.
Pero, todavía, detrás de esa carrilera
que surge de vez en cuando sobre la acera,
plateándola
aparece algo que los demás
pisotean
-queriendo o sin querer-,
cuando les molesta que signifique
la sospecha:
del pequeño traspié que nos consuela
donde habita,
alguna que me encontrará
cuando me pierda.
(De, La que abre las cosas, inédito).
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