«Los cuerpos del deseo: cuentos eróticos «

Por Kukalambe

En la literatura occidental, el erotismo ha sido frecuentemente abordado desde una perspectiva que privilegia lo corporal, lo carnal, lo visible. El cuerpo del deseo, entendido como organismo biológico y espacio de placer, ha sido el protagonista indiscutible del discurso erótico. Sin embargo, esta aproximación, si bien legítima, resulta insuficiente para captar la complejidad y profundidad que encierra el eros como experiencia integral del ser.

El lenguaje erótico, en su dimensión más profunda, no puede limitarse a la descripción o representación de la actividad sexual o del deseo biológico. Debe ser concebido como una gramática del alma, una sintaxis del espíritu. Por ello, propongo dividir el lenguaje erótico en dos niveles interrelacionados: el primero, vinculado al cuerpo físico —la biología del deseo—, y el segundo, relativo al cuerpo espiritual —la realización interior, la aspiración trascendental que se expresa también en clave erótica. Ambos niveles se reflejan mutuamente: el cuerpo físico no es sino el espejo manifiesto del cuerpo sutil, y el deseo biológico, cuando no se corrompe o trivializa, puede ser comprendido como símbolo, como cifra de una pulsión más alta.

El cuerpo espiritual —aquel que en ciertas tradiciones esotéricas se denomina cuerpo astral o cuerpo energético— participa activamente de esta economía del deseo. Dentro de nosotros circula una corriente invisible, una energía vital que conecta las distintas capas del ser y que no responde únicamente a los impulsos de la carne, sino a una necesidad más honda: la de unión, comunión y ascenso. Esta corriente podría definirse como erótica en su sentido más puro: no como posesión, sino como movimiento hacia el otro y hacia lo Otro. En este sentido, lo erótico es, antes que carnal, ontológico.

El deseo del cuerpo astral por dominar o trascender al cuerpo estético se manifiesta como una erupción de energía: una suerte de volcán interior en el que lo sensible se funde con lo suprasensible. Cuando el erotismo ingresa plenamente en el lenguaje de la sexualidad, lo hace como resultado de una travesía: parte del estímulo biológico, atraviesa los umbrales del cuerpo emocional y culmina en el cuerpo mental. El orgasmo, desde esta óptica, no es simplemente una descarga física, sino una revelación momentánea del alma a través del cuerpo.

Esta visión encuentra ecos en múltiples tradiciones místicas y filosóficas. En el tantrismo, por ejemplo, la energía sexual —kundalini— se entiende como fuerza espiritual ascendente que, cuando se despierta y canaliza adecuadamente, puede conducir a la iluminación. Los chakras, centros energéticos del cuerpo sutil, actúan como nodos de esa energía. Entre ellos, el chakra sacro (svadhisthana) es el centro del placer, la creatividad y el deseo, y su activación en equilibrio con los demás centros permite una vivencia erótica no disociada, sino unificada, integrada.

Un chakra —entendido aquí como símbolo más que como literalidad fisiológica— representa un punto de contacto entre planos: una frontera interior en la que dos cuerpos se encuentran y se reconocen para engendrar un estado más elevado del ser. La vivencia erótica, cuando es auténtica, es una experiencia de transfiguración. No solo cambia la percepción del cuerpo propio y del cuerpo ajeno; cambia también la percepción del tiempo, del yo y del mundo. Se abre entonces la posibilidad de lo sagrado.

La literatura erótica, sin embargo, ha tendido a reducir esta experiencia a una crónica del deseo físico. En esa dirección ha caminado la mayoría de las obras del género. Por eso, cuando aparece un libro como Los cuerpos del deseo —antología que recoge relatos premiados en un certamen literario homónimo— se abre una grieta luminosa en ese discurso cerrado. Este volumen, lejos de ofrecer una sucesión de episodios sexuales o de representar lo erótico desde una mirada puramente genital, propone un giro: el erotismo se convierte en símbolo, en vía poética hacia el conocimiento interior. Como señala Manuel Gayol Mecías en el prólogo, estos relatos logran despojar al erotismo de su arrogancia y su carga de perversión, devolviéndole su misterio original.

El cuento Reloj de una manecilla (La pasión en los tiempos del Alzheimer), de Alfredo Ávalos —primer premio del certamen— constituye un ejemplo revelador. Allí, la sexualidad no aparece como instinto que se resiste a la decadencia, sino como resistencia espiritual frente al olvido. La pasión se mantiene viva aun cuando la memoria se borra: lo erótico, entonces, no es un acto, sino una fidelidad ontológica al otro, a pesar del tiempo, del cuerpo y del lenguaje. En ese relato, los chakras eróticos parecen hablar desde el silencio de lo invisible, como si la unión entre los personajes trascendiera incluso la conciencia.

Durante la presentación del libro en La Otra Esquina de las Palabras, fue evidente que la biología del deseo ya no basta. Es preciso incorporar una nueva narrativa, en la que cuerpo y espíritu no sean enemigos, sino aliados. La supuesta escisión entre cuerpo del deseo y cuerpo espiritual es, en realidad, una ilusión impuesta por un discurso reduccionista que ha olvidado la vocación unitaria del ser humano. En Los cuerpos del deseo, esa unidad se restituye mediante un lenguaje que recupera la dimensión sagrada de lo erótico.

El deseo sexual —como entidad separada— es una construcción discursiva. Lo que verdaderamente existe es el deseo como voluntad, como energía, como flujo de vida. El erotismo no se limita al estímulo o al placer; es, en última instancia, una forma de conocimiento. A través del cuerpo del deseo y de los cuerpos sutiles, el sujeto accede a un espacio simbólico en el que el lenguaje adquiere su potencia originaria: la de nombrar lo innombrable, de traducir en imágenes y gestos lo que la conciencia apenas puede intuir.

Aquí se impone una breve digresión. ¿No es acaso este mismo deseo el que impulsa la creación artística? La poesía, la música, la pintura y la danza han nacido, en gran medida, de la necesidad de expresar lo inefable del deseo. El artista erótico no es un mero cronista del placer; es, en esencia, un médium de fuerzas arquetípicas. Así lo entendieron los místicos medievales y renacentistas, para quienes el amor divino y el amor humano formaban parte de una misma escala de ascenso. Recordemos a Marsilio Ficino y su noción de amor platonico, o a San Juan de la Cruz, cuya Noche oscura es una cima del erotismo espiritual. Allí, el alma busca al Amado con un anhelo que trasciende cualquier carnalidad sin por ello negarla.

En esta línea de pensamiento, los cuentos recogidos en Los cuerpos del deseo actúan como espejos de esa tradición renovada. No hay en ellos una renuncia al cuerpo, sino una relectura simbólica del mismo. La carne no es obstáculo, sino camino. El gozo no es un fin cerrado, sino un umbral. Y el lenguaje, en lugar de clausurar el deseo en el signo, lo abre a la experiencia de lo ilimitado. A través de esta literatura, se vuelve posible una reeducación del deseo, una pedagogía del eros como potencia de vida y forma de verdad.

Los cuerpos del deseo no es solo una antología de cuentos. Es un ejercicio de revelación, una búsqueda estética y espiritual que encuentra en lo erótico una clave para descifrar la naturaleza humana. No basta con nombrar el placer: hay que atravesarlo. No basta con representar el deseo: hay que habitarlo. Y hacerlo, como sugiere este libro, con la conciencia de que el erotismo —bien entendido— no rebaja al ser, sino que lo eleva.

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