«Los cocozapatos» de Denis Fortún

Por Galan Madruga

Hay libros que se escriben para ser olvidados con solemnidad. Otros, en cambio, llegan al lector como si ya hubiesen sido soñados por él. Los cocozapatos de Denis Fortún (editorial Silueta, 2011) pertenece a esta última categoría: es un libro que no pide permiso para entrar en la conciencia del lector, simplemente se cuela, como un perro callejero que conoce de memoria todas las grietas de la ciudad. No hay nada en él que quiera impresionar, y sin embargo, lo hace desde la trastienda del absurdo, desde el choteo refinado que transforma la banalidad del día en sustancia amorosa.

La narrativa de Fortún en este libro no sigue caminos rectos. Más bien serpentea como una lagartija herida, pero viva, demasiado viva. Los cocozapatos no son un símbolo ni una metáfora al uso: son una grieta por la que se cuela el sinsentido, un portal que conecta lo pedestre con lo sublime. Desde el primer párrafo, el lector es convocado a una especie de rito: uno donde la solemnidad es ridiculizada, donde la tragedia se camufla de risa y la risa, a su vez, es un grito desesperado contra la impostura del mundo moderno.

Lo que Fortún propone no es simplemente literatura, sino un gesto, un ademán vistoriano que pone en crisis todas nuestras jerarquías simbólicas. El personaje que narra (y con él, el autor) se despoja de toda pretensión intelectual para adentrarse en las aguas turbias del lenguaje cotidiano, ese donde conviven la jerga de la esquina y los destellos de una sabiduría ancestral. En ese fango verbal se hunden y se salvan los cocozapatos: objeto risible y, a la vez, relicario de todo lo que el exilio ha pisoteado, ha deformado y ha transformado en mito.

Hay en el relato una voluntad de desobediencia que no es política en el sentido habitual del término, sino estética. Fortún desobedece la narrativa oficial del exilio, la del sufrimiento solemne y la nostalgia de postal. En su lugar, instala una estética del desparpajo, una poética de la carcajada amarga que no se conforma con criticar la realidad, sino que la deconstruye desde sus cimientos más ridículos. Si alguien esperara encontrar en este libro una meditación sobre la identidad cubana, debería estar preparado para hallarla no en forma de ensayo serio, sino disfrazada de disparate. Y ahí, precisamente, radica su potencia.

Los cocozapatos son, a fin de cuentas, una parodia del anhelo, un monumento a la inutilidad gloriosa del deseo de pertenecer. Cada escena, cada gesto narrativo, está cargado de una ironía que no destruye, sino que revela. Como si Fortún quisiera decirnos: “no es que el mundo no tenga sentido, es que su sentido ha sido secuestrado por la solemnidad”. Por eso hay que reírse. Por eso hay que escribir cuentos donde los objetos se convierten en sujetos y los sujetos en caricaturas de sus propias tragedias.

El estilo de Fortún, lejos de ser descuidado, es cuidadosamente caótico. Hay una música que se repite en la estructura de sus frases, una especie de clave rítmica que sostiene el equilibrio inestable del relato. Esa musicalidad es lo que permite que lo grotesco se vuelva encantador, que lo absurdo se vuelva lógico dentro de su propio universo. Y es ese universo el que permanece con el lector, mucho después de cerrar el libro.

Lo notable del libro no es que quiera explicar la condición del exiliado cubano, sino que se burla de quienes intentan hacerlo con gravedad doctoral. En lugar de victimismo, ofrece irreverencia. En vez de discursos ideológicos, nos da un par de zapatos rotos flotando en un río: última imagen de un cuento que empieza como chiste y termina como acto de fe. Porque, sí, en el fondo, Los cocozapatos es también un libro espiritual, pero no en el sentido confesional, sino como ejercicio de redención mediante la risa.

Denis Fortún no está interesado en convencernos de nada. Su única misión parece ser la de perturbar nuestras certezas, ridiculizar nuestras solemnidades, hacernos ver que el lenguaje, cuando se libera de sus grilletes formales, es capaz de inventar un mundo nuevo. Un mundo donde los cocozapatos no tienen que encajar, porque precisamente no encajan, y en eso reside su poder.

El libro se convierte en un manifiesto, aunque se niegue a serlo. Un manifiesto contra el decoro literario, contra la falsa profundidad, contra las imposturas del yo literario que quiere ser eterno. Fortún, por el contrario, nos recuerda que la eternidad no se alcanza por acumulación de glorias, sino por una risa que, como los cocozapatos, flota obstinadamente sobre el río del olvido.

¿Qué nos queda después de leer Los cocozapatos? Tal vez la sospecha de que la literatura más verdadera es la que no se toma en serio a sí misma. Tal vez el deseo de arrojar nuestros propios zapatos al agua y quedarnos descalzos ante la vida. O quizá, simplemente, el eco de una carcajada que nos acompaña mientras seguimos caminando, con el alma un poco más ligera, y el corazón, por fin, desatado de sus formalismos.

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