Grupo cultural Ego

Por El Coloso de Rodas

Texto escrito hace varios años y publicado en el ICCD, rescatado de la catacumba de la memoria

El Renacimiento Literario en Guantánamo: ¿Proyecto Fallido o el Ocaso de una Nueva Era Cultural?

La historia de la cultura cubana ha sido, en muchos aspectos, una historia de tensiones: entre centro y periferia, entre poder y disidencia, entre archivo y borradura. Dentro de este entramado, la emergencia del Grupo Cultural Ego en Guantánamo, liderado por el escritor y promotor cultural Augusto Lemus Martínez, ha dado lugar a debates sostenidos sobre el lugar de la literatura en la Cuba tardorrevolucionaria. ¿Fue este grupo el signo precursor de una renovación estética e intelectual, o su destino refleja los límites estructurales de todo intento autónomo de revitalización cultural en los márgenes del poder?

El Grupo Ego, fundado en un contexto adverso de precariedad institucional, vigilancia ideológica y centralismo estético, pareció en sus inicios encarnar la posibilidad de un «renacimiento literario» en el oriente cubano. La propuesta no era meramente textual: implicaba una reconfiguración de los modos de producción, circulación y legitimación del discurso literario. En otras palabras, se trataba de una reapropiación del espacio simbólico de la cultura desde una geografía periférica y desde una subjetividad en tensión: la del escritor como hereje, como sujeto escindido entre pertenencia y disidencia.

Para comprender el alcance (y los límites) del Grupo Ego, es indispensable remontarse al marco interpretativo ofrecido por Pedro Deschamps Chapeaux y Juan Pérez de la Riva en su Contribución a la historia de la gente sin historia (1964), texto pionero que abrió la posibilidad de una historiografía centrada en los sujetos invisibilizados por el relato nacional hegemónico. Su proyecto se inscribía dentro de lo que hoy llamaríamos una proto-historia subalterna: un intento por devolver la voz a aquellos grupos que habían sido condenados al silencio epistémico por el colonialismo, el racismo estructural y, más tarde, por las formas nacionalistas del saber institucionalizado.

Sin embargo, como toda propuesta fundacional, también adolecía de ciertas omisiones. Si bien lograron introducir al sujeto marginal en la esfera de lo históricamente pensable, Deschamps y Pérez de la Riva no exploraron suficientemente las configuraciones afectivas y simbólicas que articulaban las formas de resistencia más sutiles, más estéticas, más “thymóticas”, diría Peter Sloterdijk: aquellas que no se enfrentan frontalmente al poder, pero que minan su retórica mediante la autoafirmación del orgullo, la creatividad gratuita, la potencia lírica, o incluso el absurdo.

Carelsy Falcón Calzadilla, en su ensayo Cartas desde el insilio: la construcción de la herejía desde la subalternidad (2014), retoma esta línea subalterna desde una perspectiva más filosófico-discursiva, al proponer que el Grupo Ego funcionaba como una herejía cultural, es decir, como un tipo de disenso simbólico que no es necesariamente revolucionario en el sentido político, pero sí en su capacidad para perturbar el consenso estético de la cultura oficial. Bajo esta óptica, el «ego intelectual» no es simplemente el narcisismo del escritor periférico, sino la voluntad de producir desde una ontología radicalmente otra: una poética de la subjetividad guantanamera que no espera autorización.

El término “insilio” que usa Falcón es particularmente sugerente: denota un exilio interno, una forma de desplazamiento sin huida, de marginalidad sin frontera. El miembro del Grupo Ego se reconoce dentro de un sistema que lo rechaza, pero no se marcha; en su lugar, articula una ética del habitar desde la disonancia. Pero esta condición de “insiliado” también tiene un costo: la dificultad para articular redes de sostenibilidad institucional, la precariedad editorial, el aislamiento crítico. En cierto sentido, el Grupo Ego fue prisionero de su libertad, o, más aún, de su orgullo identitario.

Falcón sugiere que los proyectos culturales fallidos no deben ser interpretados como simple evidencia de incompetencia o falta de alcance, sino como índices sintomáticos de las tensiones profundas de un sistema cultural. Siguiendo esta línea, el Grupo Ego no fracasa porque carece de calidad literaria o visión crítica, sino porque el sistema que lo contiene no puede —ni quiere— sostenerlo. El fracaso, entonces, se convierte en una categoría de análisis: un espejo que revela las exclusiones estructurales del aparato cultural cubano.

Y sin embargo, queda una pregunta incómoda que el análisis estructuralista deja sin resolver: ¿hasta qué punto el propio ethos del grupo —su tendencia a mirar “hacia el cielo”, su orgullo autoafirmativo, su apuesta por una lírica más simbólica que dialógica— contribuyó también a su aislamiento? ¿Hasta qué punto fue víctima del poder y hasta qué punto de su propia endogamia estética? Estas preguntas nos remiten al problema del thymós, esa dimensión emocional del alma que, como bien señalaba Platón en La República, puede tanto fortalecer como desorientar la acción. En el caso del Grupo Ego, el thymós se expresa como voluntad de estilo, como necesidad de consagración, como hambre de reconocimiento —pero también como desconfianza hacia toda mediación institucional.

Pese a los silencios que lo rodean, el Grupo Ego ha dejado huellas. Algunas dispersas en revistas literarias provinciales; otras, recogidas en antologías de literatura oriental; muchas más, en la memoria viva de quienes asistieron a sus recitales, leyeron sus manifiestos, compartieron sus ansias de renovación. Estas huellas, si bien aún no conforman un archivo formal, constituyen lo que Jacques Derrida llamaría un “archivo por venir”: una constelación de documentos que aguardan su interpretación futura, su legitimación crítica, su rescate desde la intemperie.

Cabe esperar que figuras como el Dr. Callejas, cuya labor intelectual ha estado marcada por la recuperación de zonas marginales del pensamiento y la cultura cubana, puedan construir una lectura más completa del fenómeno. Esta tarea no es sólo crítica ni historiográfica, sino profundamente política en el sentido benjaminiano: redimir los fragmentos del pasado antes de que el tiempo los arrastre al olvido.

¿Fue el Grupo Ego un proyecto fallido o el ocaso de una era cultural? La pregunta, quizás, está mal planteada. Ni fracaso ni consumación, el Grupo Ego fue una tentativa, un síntoma, una chispa. En una nación donde las formas de vida intelectual han sido condicionadas por la lógica binaria del “dentro/fuera de la revolución”, pensar un proyecto cultural desde la periferia —espacial, simbólica, afectiva— es ya, en sí mismo, un acto radical.

Quizás la imagen más adecuada no sea la del ocaso como final, sino la del crepúsculo como posibilidad: esa hora en que las sombras se alargan, el horizonte se torna ambiguo, y la imaginación —al fin— puede caminar sin guía. Desde esa penumbra, la literatura guantanamera seguirá interpelando al archivo nacional, recordándole que la cultura no se agota en el centro, y que el deseo de escribir, incluso desde la intemperie, es siempre una forma de resistencia.

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