Por Spartacus
La reflexión crítica en torno a la figura de Jorge Mañach no puede —ni debe— circunscribirse a un ejercicio estético o de erudición académica, como si se tratara de una pieza de museo cuya función principal fuera suscitar contemplación reverente desde la distancia aséptica de una vitrina intelectual. Por el contrario, acercarse a Mañach implica enfrentarse a una conciencia en permanente conflicto, a una voluntad de pensamiento que rehúye tanto la complacencia del consenso como la seguridad del dogma. No se trata de una figura que ilustre pasivamente el espíritu de su tiempo; Mañach es, más bien, su herida. Es el punto de fisura donde el tiempo revela su falta de unidad, su composición por fragmentos en pugna, por tensiones irresueltas que ningún relato totalizante puede suturar sin incurrir en violencia hermenéutica.
La trayectoria vital e intelectual de Mañach, lejos de acomodarse a las zonas de confort de quienes se refugian en automatismos ideológicos o fórmulas de legitimación, se despliega como el testimonio de una subjetividad expuesta al vértigo de lo real. Su pensamiento no es ornamento, es riesgo; no es adorno del discurso, sino campo de batalla. En este sentido, su figura remite a la del intellectuel engagé, el pensador en armas que no se resigna a la función pasiva del observador ilustrado, sino que asume el pensamiento como intervención, como responsabilidad y como lucha. En la topología intelectual de Mañach no hay posiciones consolidadas, ni trincheras firmes: todo es inestabilidad, avance precario sobre un terreno que no cesa de fracturarse.
Tal actitud se manifiesta de modo paradigmático en textos como La crisis de la alta cultura en Cuba y Examen del Quijotismo, donde el conflicto no se plantea como disyuntiva abstracta entre tradición y modernidad, sino como desgarramiento íntimo en el cual el sujeto pensante se constituye y se consume. La impronta de la herencia hispánica se impone como un sedimento ineludible, como una sombra que modela el imaginario cultural incluso en sus gestos de rebelión. A su vez, la promesa emancipadora de la modernidad lo convoca con su carga de universalidad y apertura. Mañach no elude esa tensión; la habita. Y en ella encuentra no una resolución, sino el motor mismo de su inquietud teórica. Cuba, para él, no es entidad estabilizada ni proyecto clausurado: es crisis, interpelación, fractura. Una herida abierta donde se entrelazan historia y deseo, catástrofe y porvenir.
El amor de Mañach por Cuba se manifiesta, en este contexto, no como apego romántico ni como retórica nostálgica, sino como praxis crítica, como pasión orientada hacia la construcción de sentido frente al colapso del ideal. Su fidelidad no es conservadurismo: es, en todo caso, resistencia activa contra la banalización de lo simbólico, contra la disolución del proyecto nacional en el simulacro o en la repetición inercial del fracaso.
Es en la noción de frontera donde Mañach condensa su dramatismo epistemológico y existencial. Pero esta frontera no debe entenderse en términos cartográficos ni geopolíticos; se trata, más bien, de un espacio liminar donde las fuerzas de la historia, de la cultura y de la subjetividad se entrecruzan en una tensión irresoluble. Mañach comparece como testigo trágico de una Cuba suspendida en el filo de una identidad escindida, desgarrada entre la gravitación europea y la vocación americana, entre el afán de autodeterminación y la fatalidad de una heteronomía estructural. Su discurso, sin embargo, no abdica ante el pathos melancólico ni se entrega a la contemplación elegíaca del desastre. Es, antes bien, una afirmación —voluntarista y lúcida— de que Cuba no debe cifrarse en fórmulas fosilizadas ni abandonarse a la comodidad de sistemas ideológicos cerrados. Su pensamiento se presenta, así, como invitación al descentramiento, como apertura hacia lo posible, como llamado a la reapropiación crítica de una identidad en permanente devenir.
En la cartografía crítica del pensamiento de Jorge Mañach, Puerto Rico no aparece como una entidad territorial cerrada ni como un dato fijo dentro de la geografía simbólica del Caribe, sino como una interrogación abierta, una figura histórica que se resiste a ser clausurada bajo fórmulas ideológicas o determinismos geopolíticos. Para Mañach, la isla hermana no es una simple réplica de los procesos históricos de Cuba ni un espejo pasivo del drama antillano; constituye, más bien, un espacio de problematización radical donde la tensión entre la herencia hispánica y la hegemonía norteamericana configura una subjetividad política atravesada por la ambivalencia. La cuestión puertorriqueña, en su mirada, no remite a una resolución sintética ni a una reconciliación dialectizable entre tradición y modernidad, sino a una aporía histórica: la lucha inacabada entre el deseo de afirmación soberana y la tentación de la tutela colonial.
Esta estructura antagónica, que Mañach identifica también en la experiencia cubana, alcanza en el caso de Puerto Rico un grado particular de dislocación, en la medida en que la isla vive bajo el peso de una soberanía diferida, suspendida, constantemente desplazada. La duda que atraviesa su discurso no es una debilidad epistemológica, sino una forma de vigilancia crítica frente a las narrativas redentoras que pretenden subsanar el conflicto mediante soluciones ideológicas prefabricadas. En lugar de proclamar una teleología emancipadora, Mañach insiste en la inestabilidad constitutiva del sujeto colonial caribeño, cuya identidad se forja —y se fractura— en el umbral movedizo de la frontera.
Precisamente, la categoría de frontera emerge en Mañach como uno de los núcleos estructurantes de su pensamiento, tanto en su dimensión ontológica como política. No se trata de una línea geográfica que delimita territorios, sino de un campo de fuerza, de una zona de indeterminación donde lo cultural, lo histórico y lo existencial colisionan sin posibilidad de síntesis final. La frontera, en este sentido, no es un accidente espacial, sino una condición estructural de la modernidad periférica. En ella, el sujeto caribeño se constituye como viajero extraño en su propia tierra, como figura excéntrica en relación con todo centro, como conciencia desgarrada entre la filiación heredada y el mandato del presente.
En la larga genealogía del poder moderno —desde la reconquista ibérica hasta la expansión imperial estadounidense—, la frontera ha sido el espacio privilegiado de inscripción del poder como violencia fundacional. Para Mañach, la experiencia cubana se sitúa en esta misma línea de fractura, donde el orden no precede al conflicto, sino que se instituye a partir de él. Por ello, su pensamiento sobre el poder escapa a las clasificaciones convencionales: no cree en la legitimidad inherente de las democracias ni en la estabilidad del contrato social como garantía del orden. El poder, en su análisis, es esencialmente acto soberano, decisión que escapa a la norma, ejercicio que revela su naturaleza desnuda en momentos de excepción. La democracia no representa, para él, la culminación ética del devenir político, sino una forma históricamente contingente que, al igual que el autoritarismo, puede encubrir la misma lógica de dominación.
Mañach no idealiza las formas institucionales ni romantiza la resistencia. Su mirada se afila hasta convertirse en diagnóstico trágico: el poder, sea cual sea su ropaje, se manifiesta como imposición, como arbitrariedad que define la vida y la muerte de las colectividades. Y es en ese escenario, donde las máscaras del poder se desmoronan, que su pensamiento adquiere su densidad más inquietante. A diferencia de quienes buscan en la teoría una morada de seguridad frente al caos histórico, Mañach permanece en la intemperie del pensamiento, en el filo mismo de las contradicciones que desgarran a los pueblos colonizados, expuestos a una historia que no consuela, sino que exige lucidez.
Desde esta óptica, el mundo no se presenta como un espacio de reposo ni como un equilibrio de contrarios, sino como una estructura trágica sostenida por la tensión irresuelta entre fuerzas antagónicas. El pensamiento de Mañach se instala ahí, en el corazón mismo del conflicto, no para apaciguarlo con fórmulas doctrinales, sino para sostener su incomodidad constitutiva. Lo que lo singulariza no es la búsqueda de una teoría del consenso, sino la voluntad de pensar el desgarramiento sin eufemismos, de asumir la crisis como condición permanente del ser histórico. Por ello, su figura se alza no como arquitecto de sistemas, sino como vigía en la frontera, como aquel que, desde el umbral, advierte que toda identidad que aspire a perdurar debe confrontarse, una y otra vez, con su propia fragilidad originaria.
En la conceptualización que Jorge Mañach elabora sobre la frontera, no hay lugar para su reducción a una noción meramente espacial o cartográfica. La frontera no delimita; desgarra. No ordena; fractura. No se erige como muro estático, sino como herida viva, abierta, palpitante. Esta herida, lejos de ser un accidente periférico, se inscribe en el núcleo mismo de la existencia humana y del devenir histórico de los pueblos. Mañach no contempla la frontera como el producto de una decisión técnica —trazada por el cálculo del geógrafo, la voluntad del burócrata o la conquista del imperio— sino como un principio ontológico y moral: una condición del espíritu que sitúa al ser humano en permanente tensión entre lo dado y lo posible, entre lo propio y lo ajeno, entre la seguridad del arraigo y la intemperie de la trascendencia.
En el pensamiento, sólo aquellos que abrazan conscientemente el conflicto que la frontera impone —quienes aceptan vivir en el filo, entre el riesgo y la lucidez— pueden aspirar a una vida auténtica. Todo lo demás queda reducido a la inercia de la supervivencia, a la mimesis resignada del orden establecido. Mañach, fiel a su vocación intempestiva, asume la incomodidad del pensamiento como modo de existencia, no desde una estética del martirio intelectual, sino como compromiso radical con la verdad que desestabiliza. Su elección es el pensamiento como prueba, no como adorno; la palabra como acto, no como ornamento.
La frontera, en esta clave, no se concibe ya como entidad empírica ni como vector de geopolítica, sino como categoría crítica de lectura del mundo y del sujeto. Es, en efecto, una figura metafísica del límite, entendida no como clausura, sino como posibilidad. La frontera llama, interpela, desinstala: es esa fuerza que arranca al hombre de la comodidad de lo instituido y lo lanza a la experiencia fundacional del conflicto. No hay grandeza sin frontera, porque la grandeza —histórica, política o espiritual— emerge precisamente de esa confrontación agónica con el abismo, con el límite que desafía al sujeto a superarse. La frontera es, en este sentido, una pedagogía del carácter.
El texto que nos ocupa intuye esta dimensión radical, aunque parece aún anclado en una lectura que privilegia la cronología factual sobre la arquitectura profunda de las tensiones. La frontera no debe leerse, en consecuencia, como un fenómeno diacrónico más del proceso histórico, sino como una matriz simbólica donde se cifran los pulsos esenciales de toda civilización. La historia universal es, en gran medida, la historia de los pueblos que supieron habitar su frontera o, por el contrario, que sucumbieron cuando dejaron de responder a su exigencia.
Grecia ofrece aquí un ejemplo paradigmático. Su florecimiento en Jonia no se debió exclusivamente a su posición geográfica frente al Asia Menor, sino al hecho de que esa situación liminar entre Oriente y Occidente forjó un espíritu agónico, un pensamiento que se constituyó en la tensión con la alteridad absoluta encarnada en el Imperio persa. En esta frontera civilizatoria no se dirimía solamente la hegemonía militar o económica, sino la definición misma del ser: la paideia griega como respuesta a la amenaza del otro. La frontera no era una línea; era el espacio donde el alma griega se confrontaba con su necesidad de afirmación.
Roma, por su parte, no cayó solamente porque sus limes fueran vulnerados por invasiones externas, sino porque su ánimus interior se desfondó, porque su temple histórico ya no respondía al llamado del borde. La frontera dejó de ser allí un lugar de fundación y expansión, y se convirtió en un problema de administración. Cuando Roma dejó de ver en sus márgenes una ocasión para renovar su impulso civilizatorio, inició su decadencia. No fue el territorio lo que se erosionó, sino el principio vital que lo sustentaba: esa energía que hace de toda frontera un desafío, y no un obstáculo. La historia, como nos recuerda Mañach, no es cuestión de mapas, sino de voluntad. Una nación es grande no por el contorno de sus límites, sino por la intensidad de su impulso para trascenderlos.
En el caso de Estados Unidos, es habitual —y justificado— referirse a la frontera como categoría formativa de su identidad. Pero esta frontera no se reduce a la línea que separaba el asentamiento del “salvaje oeste”; era, ante todo, una idea: la de lo porvenir, lo por habitar, lo aún no realizado. En cada generación, el espíritu de frontera se tradujo en una praxis: la colonización del desierto, la construcción de la ciudad, la fundación de instituciones. Cuando la frontera física se cerró —como constató Frederick Jackson Turner en 1893—, la nación no se replegó, sino que trasladó ese mismo impulso hacia nuevas formas de expansión, esta vez económicas, imperiales, tecnológicas. El ethos fronterizo había dejado de ser un hecho geográfico para convertirse en una forma de existencia.
Mañach parece advertir que la frontera, una vez instaurada como categoría del alma colectiva, no admite clausura sin consecuencias. En ella se decide el destino de los pueblos: la frontera no es una amenaza; es la condición de posibilidad de la libertad. El pensamiento que la elude, que se conforma con la seguridad de lo ya trazado, abdica de su función crítica. En cambio, el pensamiento que habita la frontera —como el de Mañach— nos recuerda que toda vitalidad auténtica exige el enfrentamiento con lo incierto, con lo incómodo, con aquello que, precisamente por ser inasimilable, nos constituye
En el horizonte reflexivo que se abre con la categoría de frontera como núcleo de sentido histórico y existencial, América Latina ocupa un lugar problemático. El texto sugiere, con acierto parcial, que el carácter nacional en la región fue forjado en el contacto conflictivo con diversas formas de otredad: el indígena, el imperialismo, el bandolerismo, la vastedad inasible del desierto. Sin embargo, esta afirmación, si bien válida en términos descriptivos, exige una problematización más profunda. A diferencia de otras tradiciones donde la frontera operó como catalizador de una ética del riesgo, de la fundación, de la superación de lo dado, en muchos contextos latinoamericanos la frontera aparece no como fuerza formativa, sino como fantasma histórico, como posibilidad frustrada, como forma vacía cuya potencia quedó absorbida por los ciclos de descomposición, violencia y desencanto.
En efecto, en lugar de constituirse como escenario de templado moral, la frontera latinoamericana ha sido con frecuencia el lugar donde se consuma el desgarramiento de las comunidades, el desarraigo del sujeto y la reproducción de una cultura del lamento o del goce nihilista. En Argentina, el gaucho —figura emblemática de la llanura y del margen— no logra devenir sujeto fundacional de una universalidad cultural, como sí lo fue, en otro registro, el frontiersman norteamericano. En su lugar, permanece anclado en una épica circular, sin horizonte, cuya nostalgia de grandeza se agota en su propio canto elegíaco. En México, la frontera septentrional, lejos de funcionar como umbral de expansión civilizatoria, persiste como herida simbólica: el lugar por excelencia de la escisión, del mestizaje no resuelto, de la esquizofrenia cultural entre modernidad y arcaísmo, entre nación y exilio.
Desde esta perspectiva, la frontera latinoamericana no se configura como el espacio privilegiado de la acción soberana, sino como el escenario donde se cristaliza la condición periférica, la impotencia de la voluntad y, en no pocos casos, la autoindulgencia melancólica. La vitalidad que en otras geografías fue impulsada por el roce con el límite se transmuta aquí, muchas veces, en parálisis o en simulacro. Así, el sujeto latinoamericano, lejos de asumir la frontera como pedagogía de la fundación, queda atrapado en la repetición de una historia que oscila entre la victimización estructural y el culto a la astucia como única forma de supervivencia.
El ensayo comentado acierta, sin embargo, al señalar la doble naturaleza de la frontera: lugar de génesis y de ruina, de impulso y de descomposición, de vitalidad y de decadencia. No obstante, para escapar al riesgo de una erudición ilustrativa o puramente analítica, debe radicalizar su interrogación: no basta con preguntarse cómo las fronteras configuraron las historias nacionales; es necesario preguntarse qué sucede cuando dichas fronteras desaparecen o se tornan irrelevantes. Si las fronteras fueron la fragua donde se templaron los pueblos, ¿qué ocurre cuando el mundo contemporáneo —digitalizado, globalizado, licuado— disuelve las fronteras físicas y simbólicas? ¿Se desvanece también con ellas la capacidad de los sujetos y las colectividades para producir sentido, para fundar horizonte, para responder al llamado de lo trágico?
La frontera decisiva, desde esta perspectiva, no es la que separa geografías o culturas, sino la que divide al ser humano de sí mismo. Se trata de una frontera interior, infranqueable sin dolor, donde el sujeto se confronta con sus propias limitaciones ontológicas: su miedo, su pereza moral, su resistencia al cambio. Esta frontera no requiere desiertos ni cordilleras; exige coraje. Coraje para asumir la intemperie, para vivir sin consuelos prefabricados, para sostener la tensión irresuelta que define toda existencia auténtica. Es en esta experiencia límite donde se juega, verdaderamente, la posibilidad de una vida significativa. Lo contrario —la existencia sin conflicto, sin preguntas, sin riesgo— no es vida plena, sino mera supervivencia adaptativa.
En este sentido, las sociedades más vitales no son aquellas que heredan fronteras, sino las que las crean; no las que descansan en el pasado de sus límites geográficos, sino las que asumen la frontera como ejercicio permanente de tensión, de invención, de ruptura con lo establecido. Frente al ideal contemporáneo de un mundo sin bordes, sin conflictos, sin negatividad, es urgente reivindicar la frontera como categoría existencial del espíritu libre. Allí donde no hay frontera, no hay creación; donde todo está dado, no hay posibilidad de fundar.
Por ello, la figura de Jorge Mañach resurge como pensador fronterizo por excelencia: no como geógrafo del espacio, sino como cartógrafo del alma. Para él, la frontera no es simplemente una condición exterior, sino el lugar desde el cual el sujeto accede a lo trágico, a la libertad, a lo que él mismo denominaba el fuego de la autenticidad. Y ese fuego —que no alumbra sin quemar— sólo se alcanza cuando se elige vivir en la línea de fuego, donde el ser y el no ser se disputan, cada día, el derecho de existir.