La «frontera», la última obsesión intelectual de Mañach

Por Spartacus

La reflexión sobre Jorge Mañach no es un mero ejercicio intelectual, sino el reconocimiento de una voluntad que se bate entre la cultura y la historia, entre el individuo y la colectividad. Mañach no se resigna a ser un eco de su tiempo; es un artífice de tensiones, un equilibrista entre la alta cultura y el fuego de Cuba. Su vida no es la de quien se pliega a la comodidad de la ideología, sino la de quien enfrenta lo real con la valentía del pensamiento.

No fue espectador, sino combatiente. En La crisis de la alta cultura en Cuba y Examen del Quijotismo, su batalla se libra en las fronteras del ser y la tradición. La herencia hispánica y la modernidad lo desgarran, el cosmopolitismo y la lealtad a lo propio lo consumen. En él no hay reconciliación, sino lucha: Cuba es crisis, y su amor por ella es una nostalgia activa, un gesto de resistencia ante la fugacidad de todo ideal.

La frontera es su obsesión. No un límite geográfico, sino un campo de batalla donde chocan América y Europa, el ser y el devenir. Mañach es el testigo de una Cuba suspendida en un abismo, incapaz de escapar a la tragedia de su propia identidad. Su inquietud, lejos de ser un lamento, es la afirmación de que la isla no puede resolverse en fórmulas ni entregarse a la quietud.

Lo mismo ocurre con Puerto Rico. No es un punto fijo en el mapa, sino una interrogación perpetua. Su destino no está escrito en la geografía, sino en su capacidad de decidir. Pero, ¿podrá? Mañach lo duda. La historia de la isla es una tensión sin síntesis, una identidad atrapada entre la herencia y el imperio, entre la voz propia y el eco de fuerzas ajenas.

El concepto de frontera se despliega en su máxima potencia. No es una línea en un mapa, sino un campo de fuerzas. Es el viajero que siente el extrañamiento, el pensador que advierte que toda cultura es un combate. Las fronteras cambian, avanzan, retroceden. No hay límites fijos, solo la afirmación del poder que las redefine. Contra el moro en Iberia, contra la naturaleza en la frontera occidental de los Estados Unidos, contra la historia misma en la Cuba de Mañach.

Y en el fondo de todo, la relación entre frontera y poder. No la autoridad impuesta, sino la fuerza que se ejerce. El poder no es una concesión, es un acto. En la democracia, el pueblo se ilusiona con tenerlo; en el autoritarismo, el poder se exhibe sin máscaras.

El mundo es tensión, no reposo. Mañach lo comprendió: su pensamiento no es la búsqueda de un refugio, sino la voluntad de permanecer en la línea de fuego. La historia no resuelve sus contradicciones; las perpetúa. La frontera no separa; desgarra. Y solo aquellos que abrazan ese conflicto pueden decir que han vivido

La frontera no es un simple trazo en la arena ni una línea imaginaria impuesta por el cálculo de geógrafos y cartógrafos. Es una condición del espíritu. En la historia, como en el carácter de los pueblos, la frontera es esa fuerza que llama al individuo a la acción, que lo arranca de su letargo y lo arroja a la prueba. No hay grandeza sin frontera, porque la grandeza es la respuesta del alma a un límite, a un desafío, a un más allá que convoca.

El texto que analizamos intuye esta verdad, pero la presenta aún en términos demasiado históricos, demasiado apegados a los hechos, cuando la frontera es, ante todo, una realidad moral y metafísica. Grecia no floreció en Jonia solo por su posición geográfica, sino porque el espíritu helénico estaba en tensión con la vastedad persa. Roma no cayó porque sus fronteras se relajaron, sino porque el temple interior de su pueblo dejó de responder a la exigencia del borde. La historia de una nación no es su territorio, sino el fuego que la impulsa a ir más allá de su zona de confort.

Se menciona con razón que América del Norte debe su carácter a la frontera. Pero esta no era solo la línea del bosque, la estepa o el desierto; era la idea misma de lo inexplorado, de lo porvenir. Cada generación de pioneros encontraba su sentido en el empuje hacia el horizonte, en la exigencia de la rudeza, en la necesidad de crear de la nada. Y cuando la frontera se cerró, la nación buscó otras formas de expansión, porque el espíritu de frontera no admite clausuras.

Pero, ¿qué decir de nuestra América Latina? El texto sugiere que su temple nacional fue forjado en la frontera con el indio, con el imperialismo, con el bandido. Sin embargo, más que una escuela de carácter, la frontera en nuestras tierras ha sido un espectro, una nostalgia de lo que pudo haber sido. En vez de fundar una ética del esfuerzo, muchas veces solo reforzó la incertidumbre y la fragmentación. En Argentina, el gaucho no trascendió la llanura, se hundió en ella; en México, la frontera del norte sigue siendo una herida abierta más que una escuela de temple.

El ensayo resalta bien la doble naturaleza de la frontera: desafío y ruina, estímulo y descomposición. Pero si quiere ser más que un ejercicio de erudición, debe preguntarse no solo cómo las fronteras moldearon la historia, sino qué ocurre cuando desaparecen. Si la frontera fue la fragua de las naciones, ¿qué sucede cuando el mundo ya no las tiene? ¿Se apaga el fuego del espíritu o encontramos nuevas fronteras dentro de nosotros mismos?

Porque en última instancia, la frontera más grande no es la que divide tierras o pueblos, sino la que separa al hombre de su destino.

Total Page Visits: 545 - Today Page Visits: 6