«La era de la sospecha», de Nathalie Sarraute

Por Rigoberto Echemendía

La consciencia no es más que una red superficial de opiniones convencionales, tomas sin cuestionarlas del grupo al que se pertenece.

(Nathalie Sarraute)

La escritura de Nathalie Sarraute, en su tiempo y aún en el presente, ha sido etiquetada como «difícil», «rompedora», «experimental», «inquietante de las convenciones», «desprovista de tramas». Ella, sin embargo, se rebelaba contra estas etiquetas. Cuando se le preguntaba por su inusitado gusto por la simplicidad del lenguaje hablado —una simplicidad que cultivó durante su juventud, cuando ejercía la abogacía y redactaba conferencias en un tono más accesible que el de sus textos posteriores—, respondía con una protesta cordial pero firme: «Esa facilidad exige una cantidad tremenda de trabajo, ¡es una tarea monumental!» Como ocurre con quienes crean —ya sea a través de la palabra, la música o la pintura—, aquello que el observador ve como simple, es en realidad el resultado de un proceso arduo, de una lucha interna que se desliza a través de las sombras del esfuerzo.

Lo «fácil» para Sarraute era precisamente lo «difícil», pues nunca se dejó atrapar por las exigencias comerciales, sino que se mantuvo fiel a sus propias necesidades expresivas. Fue, en el sentido más esencial, una intelectual; su obra nacía del mundo de las ideas, no del delirio de la venta. Sus palabras estaban dirigidas, ante todo, al pensamiento, sin preocuparse por un público que, como reconoció al final de su vida, nunca llegó a comprender completamente. No era, por supuesto, una esnob; más bien, era una ermitaña literaria, aislada en su torre de reflexión. No sorprende que no obtuviera su primer gran éxito comercial hasta haber atravesado los ochenta años, después de haber recorrido varias décadas de brillante carrera literaria. Infancia, el único auténtico best seller que publicó mientras vivía, la transformó en un icono popular, al tiempo que la consolidaba entre los círculos literarios más selectos. Sin embargo, el éxito a tan avanzada edad no la hizo conformista. Aunque su autobiografía se convirtió en un éxito, ella misma dudaba de su capacidad para rememorar con exactitud los eventos de su vida, actuando así como la primera y más rigurosa crítica de su obra más celebrada.

Desde el principio, Sarraute mantuvo una relación crítica con su propio trabajo y con el de los demás. Sería fácil pensar que esta postura crítica se debía a su formación legal; aunque abandonó la práctica del derecho para dedicarse a la escritura, sus reflexiones sobre el arte de escribir y la novela en particular conservaban algo de la estructura del proceso judicial (aunque, por fortuna, su pluma poseía una exquisita ligereza que distaba mucho de la rigidez jurídica). Sus ensayos literarios seguían la lógica de un alegato: primero, presentaba las tesis de sus «oponentes» con tal minuciosidad que daba la impresión de que las defendiera. Luego, con una mezcla de agudeza, elegancia y una pizca de ironía, desmontaba esas mismas tesis, desbaratando las pruebas que otros habían intentado presentar como argumentos sólidos.

Uno de sus principales campos de batalla fue, como corresponde a una escritora revolucionaria, la confrontación entre la novela decimonónica y la novela del siglo XX. O, para ser más precisos, entre la novela centrada en los personajes y los argumentos, y aquella que se sumerge en el monólogo interno, en las profundidades del pensamiento y la consciencia. En 1939, Sarraute publicó su primer libro, Tropismos. Se trataba de una serie de textos que retrataban diversos estados de consciencia, movimientos fugaces e imprecisos de la mente, que escapan a la voluntad consciente. El término «tropismo», tomado de la biología, describe cómo un organismo responde a estímulos externos sin que intervenga un pensamiento deliberado. Es como las plantas que crecen en la dirección de la luz sin pensar en ello. Este «tropismo literario» se convirtió en una forma radical de construir la novela, un modo de plasmar el vértigo interior de la mente que huye de las estructuras preestablecidas.

Tropismos no fue un éxito arrollador, pero sin lugar a dudas atrajo la atención del círculo literario francés, especialmente porque fue alabado por figuras de la talla de Jean-Paul Sartre. A día de hoy, esta obra se reconoce como una de las más importantes de su tiempo, un referente fundamental en los estudios literarios que abordan la transición de la literatura de la primera mitad del siglo XX. En este contexto, Nathalie Sarraute, que aún era una desconocida —«No conocía a nadie, ni a un solo escritor»—, jugó un papel determinante en la gestación de lo que más tarde se denominaría el nouveau roman o «nueva novela». Este movimiento literario no solo transformó el panorama de la narrativa francesa, sino que, con el paso de los años, Sarraute, entre otros, contribuiría a cimentar una nueva forma de comprender y abordar la literatura con su ensayo de 1956, La era de la sospecha, que más que una teoría, podría considerarse un manifiesto de este fenómeno.

¿Qué caracteriza al nouveau roman? El término no puede reducirse a la noción de un estilo único, pues los autores que componían este movimiento eran muy diversos en cuanto a sus métodos narrativos. Si bien se puede hablar de una unidad subyacente en su rechazo de las convenciones tradicionales, particularmente de las que habían dominado la narrativa en el siglo XIX, la nouvelle roman fue ante todo una respuesta consciente a la novela decimonónica. Este cambio de enfoque no solo tuvo que ver con la estética o las técnicas narrativas, sino con la concepción misma de lo que debería ser la novela. En lugar de seguir las fórmulas establecidas por los grandes novelistas del siglo XIX, como Balzac o Flaubert, los escritores del nouveau roman trataron de crear una obra que no sólo respondiera a una necesidad de experimentación formal, sino que también explorara y reflexionara profundamente sobre la realidad, el lenguaje y la identidad humana en un contexto más contemporáneo y angustiante, marcado por las secuelas de la guerra y la transformación de la sociedad.

Para comprender la magnitud de esta ruptura, debemos considerar las críticas que Sarraute y sus contemporáneos realizaban a la novela decimonónica. En su ensayo, Sarraute atacaba el realismo y la minuciosidad descriptiva de autores como Balzac, quienes estructuraban sus relatos a través de una multitud de detalles, elementos aparentemente insignificantes que conformaban un escenario denso en el que los personajes se movían. Estos escritores, tal como afirmaba Sarraute, recurrían a lo que ella veía como una obsesión por la precisión, con la intención de transmitir una visión completa del ser humano, un retrato del individuo dentro de su contexto social. Los personajes, en las obras de Balzac, no solo son descritos físicamente, sino que se examinan a través de su vestimenta, sus hábitos y su situación económica. Todo ello con el propósito de construir una imagen minuciosa y, de algún modo, convincente del ser humano, entendida casi como un objeto que debe ser analizado y desmenuzado en cada uno de sus componentes.

Sin embargo, Sarraute ve este enfoque como una limitación. Considera que esta concepción de la novela, dominada por la creencia de que los personajes podían ser «construidos» de forma casi científica, limitaba la capacidad de la narrativa para ofrecer una reflexión más profunda sobre la psicología humana. En la obra de Balzac, los personajes son elevados a una suerte de altar y, «como santos en una pintura», son sometidos a una inspección meticulosa que se mueve de lo exterior a lo interior. Esta minuciosidad descriptiva, que los críticos de la época elevaban a la categoría de una verdadera conquista literaria, representa lo que Sarraute ve como una actitud pasiva de la literatura hacia la realidad: en lugar de desafiarla o representarla de manera crítica, se limita a reflejarla de forma excesivamente detallada, convirtiendo el texto en un escaparate de personajes perfectamente definidos pero vacíos de complejidad interna.

La llegada de obras como En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y El extranjero de Albert Camus supuso un giro decisivo en la narrativa del siglo XX. Sarraute, al igual que otros escritores y críticos de la época, consideraba que la literatura de la era decimonónica había alcanzado una saturación en su tratamiento de los personajes y sus entornos. Las novelas de Proust, por ejemplo, ofrecen una introspección que va más allá de la simple descripción del personaje; se adentran en las profundidades del alma humana, explorando su conciencia y la percepción del tiempo. Sarraute veía en Proust una forma de resistir la presión de la realidad y la necesidad de crear personajes «verosímiles» a toda costa. En El extranjero, Camus presentaba a un protagonista que se enfrenta a la existencia de manera filosófica, pero despojada de toda connotación emocional que pueda conectar al lector con el personaje. En este sentido, Sarraute consideraba que El extranjero llegaba «en el momento justo» para rescatar una nueva forma de introspección, sustituyendo el enfoque tradicional por una mirada más abstracta e introspectiva, que se distanciaba de la representación convencional de la realidad.

Al mismo tiempo, los críticos de la época comenzaban a cuestionar el giro que estaba tomando la novela, un giro hacia lo subjetivo y lo introspectivo. Este cambio implicaba el abandono de los personajes como vehículos principales de la narrativa, dando paso a una representación de la subjetividad y de la conciencia del escritor como el núcleo central de la novela. La idea de un «yo anónimo» que reemplazaba a los personajes individuales resultaba desconcertante para los críticos, pues esta disolución del protagonista parecía ser una especie de desafío al sentido mismo de la narrativa. Sarraute respondía a estas críticas con un tono irónico, subrayando que «este mal ha atacado algunas de las obras más importantes de nuestra época», señalando que la desaparición de personajes tangibles a favor de una introspección subjetiva representaba una evolución legítima y necesaria en la literatura contemporánea. En sus palabras, el monólogo interno y subjetivo, tal como lo había empleado Proust, ofrecía una nueva perspectiva para representar lo real: no a través de lo externo, sino de lo interno, de lo que no se ve pero se siente y se piensa.

El cambio hacia una mayor introspección y subjetividad, que marcó el paso de la novela tradicional hacia el nouveau roman, vino acompañado de una reflexión sobre el concepto de «realidad». Sarraute consideraba que el lector moderno ya no estaba dispuesto a aceptar el «realismo» de los novelistas decimonónicos como una representación verdadera de la realidad. Los relatos ficticios, las historias inventadas, no podían ser más verosímiles que las percepciones del propio escritor, y ni siquiera el monólogo interno, que se presentaba como una forma de representar la experiencia subjetiva, era más auténtico que la experiencia misma. Esto no significaba, sin embargo, una condena total a la novela decimonónica. Sarraute, al igual que otros escritores del nouveau roman, veía la literatura como un campo en constante transformación y no como un objeto estático, incapaz de renovarse. A pesar de sus críticas a la técnica de los grandes novelistas del siglo XIX, Sarraute no compartía la postura de aquellos que clamaban la muerte de toda la novela tradicional sin distinción alguna. Es más, reconocía la importancia de autores como Dostoievski, pero sin dejar de señalar que su estilo había sido superado en ciertas dimensiones por las exploraciones más contemporáneas del nouveau roman.

La dicotomía que se había instalado en el campo literario entre la «novela psicológica» (representada por Dostoievski) y la «novela de situación» (más asociada a Kafka) también fue objeto de su crítica. En la primera, el drama interno del personaje es el motor que lo impulsa; en la segunda, son las circunstancias externas las que determinan la acción. Aunque los autores del nouveau roman favorecían la novela de situación, Sarraute encontraba en Dostoievski y Kafka más puntos en común de lo que a primera vista se podía imaginar. Aunque el enfoque de Dostoievski estaba centrado en el estudio de los conflictos internos de sus personajes, este tipo de exploración psicológica era aún válida, aunque el contexto de su época la había limitado. De hecho, Sarraute no dudaba en reconocer a Dostoievski como una de las influencias más significativas de Kafka, hasta el punto de afirmar que, si bien Dostoievski no podía considerarse el maestro de Kafka, ciertamente había sido su precursor, abriendo el camino hacia una narrativa en la que el ser humano es observado no solo a través de sus circunstancias externas, sino a través de los laberintos internos de su psique.

En la obra de Fiódor Dostoyevski, los personajes no son meros individuos con características y destinos propios, sino instrumentos de una exploración profunda de estados de conciencia. En sus novelas, la psique humana se examina a través de situaciones extremas que inducen a sus personajes a enfrentarse a la dureza de la realidad, lo que provoca un constante escrutinio mutuo entre ellos. Esta dinámica se desarrolla a través de una serie de momentos de revelación y conexión que parecen desbordar los límites de lo ordinario, un fenómeno descrito en términos de «asombrosas premoniciones, presentimientos y clarividencia». Esta facultad de percepción sobrenatural no es exclusiva de los personajes descritos como iluminados por el amor cristiano, sino que parece ser un don universal, accesible a cualquier individuo que atraviese la angustia y la desesperación del alma humana. Así, en Dostoyevski, la capacidad de conectar con el otro —o la incapacidad de hacerlo— se convierte en el eje que sostiene las tensiones y los dramas de la obra.

Los personajes en las obras de Dostoyevski sufren profundamente debido a un conflicto esencial: la imposibilidad de estar separados de los demás, la imposibilidad de vivir en la soledad sin que esta se convierta en un tormento existencial. La indiferencia, para ellos, es un mal insoportable. El mayor de los pecados es el asesinato, pues es el acto que consuma la ruptura irreparable con la humanidad, una transgresión que corta el lazo esencial que une al ser humano con los demás. Esta idea está impregnada en obras como Crimen y castigo, donde incluso los criminales sienten la necesidad de confesar sus crímenes, no solo por la presión de la ley, sino porque la verdad de sus acciones solo puede ser validada al ser «depositada en el patrimonio común», es decir, al ser puesta en el dominio de la conciencia colectiva. Es en este sentido que la idea del perdón, de la absolución, se presenta como un acto profundamente social y comunitario, no solo personal o espiritual.

Por otro lado, en Franz Kafka, los personajes también funcionan como vehículos de exploración de la condición humana, pero su sufrimiento no responde únicamente a la separación de los demás. Al igual que los personajes de Dostoyevski, los de Kafka están atrapados en una especie de aislamiento, pero este es de otro orden. Los personajes de Kafka no solo sufren la falta de contacto humano, sino que se ven atrapados en una maquinaria impersonal, una estructura de poder jerárquica que los reduce a meros engranajes. Esta situación crea una desconexión absoluta entre los individuos, quienes, convertidos en «ruedas jerárquicas que giran ad infinitum», parecen ser incapaces de comunicarse o comprenderse unos a otros. Es esta máquina que deglute todo sentido de humanidad la que lleva a los personajes de Kafka a un vacío existencial, a una desesperación sin salida.

En este contexto, la famosa figura del protagonista de La metamorfosis, quien se despierta convertido en un insecto, se interpreta por Nathalie Sarraute como una manifestación de un estado mental similar al descrito por Dostoyevski en Memorias del subsuelo. En ambas obras, los personajes parecen atrapados en una existencia que los deshumaniza, y aunque el insecto en Kafka y el hombre subterráneo en Dostoyevski pueden parecer figuras muy distintas, ambos comparten una misma angustia: la incapacidad de encontrar sentido en un mundo indiferente. Sin embargo, como señala Roger Grenier, la diferencia radica en que el personaje kafkiano no actúa movido por una crisis interior, sino como una reacción ante un entorno hostil y deshumanizante: «un cuerpo sin alma zarandeado por fuerzas externas». Esta distinción marca una ruptura en la forma de concebir el sufrimiento en las obras de ambos autores, aunque, en última instancia, el tema de la soledad y la desesperación sigue siendo fundamental en ambas.

Sarraute, además, en un giro más audaz, establece una conexión no solo entre Kafka y Dostoyevski, sino también con Marcel Proust, otro de los grandes novelistas que profundizó en la psicología humana. Para Sarraute, la obra de Proust, particularmente En busca del tiempo perdido, está plagada de personajes que, aunque aparentemente sumidos en su propio mundo de esnobismo y obsesión por las apariencias, en realidad revelan una necesidad desesperada de contacto humano. Esta búsqueda de aprobación, de perdón, de conexión, se presenta como una respuesta a un ambiente social marcado por la superficialidad y la indiferencia. El aislamiento, en este contexto, se transforma en una forma de violencia emocional, tan destructiva como la que enfrentan los personajes de Dostoyevski o Kafka.

A pesar de su crítica a los contenidos dramáticos de la novela decimonónica, Sarraute no desprecia la tradición literaria del siglo XIX. Reconoce la validez del substrato emocional que permea estas obras, aunque considera que los mecanismos dramáticos de autores como Dostoyevski son «primitivos». En lugar de rechazar estas obras, Sarraute se muestra indignada por aquellos críticos, como Paul Léautaud, que descalifican sin matices la literatura decimonónica. A este respecto, Sarraute señala con desaprobación las opiniones de Léautaud, quien llegó a calificar a Dostoyevski como un «lunático». Para Sarraute, esta simplificación del autor ruso no solo es injusta, sino también intelectualmente perezosa, pues ignora la complejidad emocional y filosófica que subyace en sus obras.

Para Sarraute, la evolución de la novela, particularmente a partir de 1956, no significó el fin de la novela decimonónica, sino más bien su transformación. En su obra La era de la sospecha, la escritora ya reconoce que el cine ha absorbido muchas de las preocupaciones que antes fueron exclusivas de la narrativa literaria: los grandes personajes y los dramas interiores. A través de esta absorción, la novela psicológica ha evolucionado hacia lo que ella considera la novela situacional, un tipo de narrativa que recuerda, en cierto modo, a la estética kafkiana. No obstante, Sarraute ve el auge del cine como una oportunidad para que la literatura se libere de sus ataduras y vuelva a sus raíces de exploración emocional directa. Para ella, la creación de mundos ficticios elaborados ya no es necesaria. Prefiere el desafío de capturar la complejidad del mundo real, un mundo que, en su diversidad y caos, es tan fascinante como cualquier fantasía literaria. Cuando se le preguntó, en su vejez, por qué había evitado la escritura de fantasía, su respuesta fue sencilla y rotunda: «Cada instante del mundo real es tan fantástico en sí mismo, con todo lo que está sucediendo en su interior, que es todo lo que necesito». Para Sarraute, la literatura no necesita adornos ni artificios para expresar la profundidad de la experiencia humana; basta con observar y transmitir la complejidad de lo que ocurre en cada momento de la realidad.

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