Caída del dadaísmo: del «punto cero» al vacío existencial

Por KuKalambe

El dadaísmo yace muerto y enterrado. Fueron los mismos dadaístas quienes, con una mezcla de ironía y cansancio, decidieron clausurar su propia revolución estética, sellando su destino bajo tierra. Hugo Ball y Walter Serner dejaron constancia, con lúcida resignación, de que su movimiento no era inmortal. No habría resurrección para el espíritu dadá. Las reminiscencias que algunos intentan revivir hoy no son más que un ejercicio de puro snobismo: gestos vacíos que se distancian de la fuerza incendiaria y auténtica que una vez desafió todas las convenciones. No se trata de un homenaje, sino de una caricatura, un simulacro sin sustancia que reduce a cenizas la llama que alguna vez ardió con intensidad.

El 5 de febrero de 1916, una fecha que resuena como el albor de una nueva era en el horizonte del arte, marcó la fundación del dadaísmo. En la calle Spiegelgasse de Zúrich, un reducido grupo de artistas, liderado por Hugo Ball y Emmy Hennings, inauguró el Cabaret Voltaire, un espacio que, aunque excéntrico y desbordante de controversia, dejó una marca indeleble en el tejido cultural contemporáneo. Este acto fundacional, fugaz pero trascendental, dio comienzo a un proceso creativo que habría de sacudir las bases mismas de las artes y de las ideas modernas1.

Las primeras producciones del dadaísmo, aunque superficiales según los cánones de la tradición artística, no deben desestimarse. Su impacto, profundo y perenne, sobrepasó las formas convencionales para redibujar la historia de las ideas y las culturas. En un contexto de crisis en las estructuras de sentido heredadas de la tradición europea, el dadaísmo emergió como una ruptura radical, una audaz proclamación del vacío. Su mayor contribución radicó en la creación de lo que podríamos denominar la poética del umbral primordial, o el punto cero: un intento consciente de desmantelar los sistemas culturales dominantes para abrir paso a nuevas formas de expresión y de pensamiento2.

La poética del umbral primordial se presenta bajo tres aspectos esenciales. En primer lugar, el umbral como regresión a lo primordial, lo infantil. Hugo Ball lo describió como una «tonta ingenuidad» y un «apego de prole al cochecito infantil». En el término dada, resonaba esa dimensión lúdica y regresiva, evocadora del instante infantil, primitivo, sin ataduras ni tradiciones3.

En segundo lugar, este umbral se materializó en el presente inmediato a través de la improvisación escénica, llevando al Cabaret Voltaire a convertirse en un precursor de las artes performáticas del siglo XX. Hugo Ball, vestido con una extravagante indumentaria chamánica, asumió el rol de un «obispo mágico», una figura que encarnaba no solo la transgresión del arte, sino también la descontextualización del lenguaje y del significado, hallándose en una zona indeterminada entre el rito y el absurdo4.

Finalmente, el umbral primordial desafió la concepción tradicional del lenguaje. En lugar de buscar coherencia y sentido, los dadaístas optaron por discursos que carecían de lógica, desarticulando las relaciones comunicativas convencionales. Esta disolución de las estructuras verbales se convirtió en un acto revolucionario que trascendió la forma para encarnar el vacío mismo5.

La Primera Guerra Mundial, a pesar de no ser mencionada explícitamente en las obras y manifiestos dadaístas, se erige como el telón de fondo inevitable del movimiento. En sus tiempos de neutralidad suiza, los dadaístas adoptaron una postura decididamente ajena a las estructuras de poder que sustentaban el conflicto. Hugo Ball, en su sintetización del espíritu del dadaísmo, manifestó con claridad: «Lo que celebramos es una bufonada y una misa de difuntos a la vez». En esta frase, tan irónica como reveladora, se condensaba la desafección dadaísta hacia los nacionalismos y la militarización que configuraban la guerra, una guerra que ellos rechazaban con un gesto de disenso absoluto6.

Así, el dadaísmo emergió, como una respuesta al vacío, al caos inherente al fin de los valores tradicionales, sólo para caer con la misma rapidez con la que surgió. Del punto cero, de la ruptura radical, al vacío que dejó atrás. Un vacío en el que el arte y el pensamiento renacen, pero sin la solidez de las formas que una vez los definieron.

Así, el dadaísmo surgió como un acto de deserción, no solo del frente militar, sino también de la cultura burguesa y los ideales de la tradición europea. Esta renuncia a la seriedad, expresada en publicaciones satíricas como La seriedad sangrienta, constituye una crítica radical al esprit de sérieux, un concepto que Sartre identificaría más tarde como el motor de los autoritarismos del siglo XX. La subversión dadaísta, con su rechazo a las categorías establecidas, anticipó los cuestionamientos fundamentales que definieron las corrientes artísticas y filosóficas posteriores.

Rechazar la seriedad implica, desde el principio, un desdén por la coherencia. El acto esencial del dadaísmo es la autodestrucción consciente, un sabotaje que deja claro que el umbral primordial no es ni actitud ni postura. Si el dadaísmo se acercara a algún tipo de existencia, esta sería la de un eterno borrarse a sí mismo. El espíritu de 1916 ya no se expresa en frases completas; no termina párrafos; se burla de sí mismo. No espera que las historias enseñen algo, ni siquiera la Gran Historia, con su solemne engaño, ofrece lecciones. Los más lúcidos lo comprendieron: la incoherencia recorre cada rincón de la vida. Hugo Ball lo escribía en su diario el 11 de abril: «No se debe hacer de un estado de ánimo una directriz artística»¹.

El rechazo al sentido alcanza su punto culminante al sobrepasar el límite en que la sintaxis y el significado convencional pierden toda autoridad. No es casual que Hugo Ball, la mente más «seria» entre los dadaístas de Zúrich, hacia el verano de 1916 se inclinara hacia el poema sonoro y la performance bruitista, buscando liberar al lenguaje de la opresión del sentido. El término performance bruitista evoca una experiencia artística donde el sonido y el ruido —en su forma más cruda y experimental— se convierten en los protagonistas. Este concepto remite a un tipo de performance que juega con el ruido no como una mera interferencia, sino como una forma artística en sí misma, a menudo ligada a la tradición del bruitismo².

El poema sonoro intenta devolver la dignidad a vocales, consonantes y sílabas, después de que el lenguaje, en sus partes más pequeñas, se viera corrompido por discursos llenos de patriotismo, periodistas bélicos, científicos conformistas y literatos acomodados. Con el colapso simbólico, el lenguaje cayó en el vacío de la ilegitimidad: chismes, escándalos y provocaciones sustituyeron cualquier discurso con sentido.

Si un emperador neurótico pudo movilizar a su pueblo el 4 de agosto de 1914, frente al Reichstag, con un discurso como: «No nos mueve el deseo de conquistar, sino la voluntad inquebrantable de proteger el lugar que Dios nos ha dado, para nosotros y para las futuras generaciones […] con conciencia y manos limpias tomamos la espada», entonces la respuesta adecuada, sin importar bandos, podría haber sido:
«gadji beri bimba glandridi laula lonni cadori…», seguida, en un murmullo decaído, por:
«ombula / take / biti / solunkola / ta-bla tokta tokta tababla / taka tak / Babula m’balam / tak tru ü…».

La explosión dadaísta reside en su firme rechazo al sentido, en declarar que la imposibilidad de sucesores legítimos es su legado. Su grandeza histórica radica en el no querer revestido de no poder. Desde el principio, se sumergió en la deslegitimación que condenaba al sistema burgués. El manifiesto dadaísta grita que la imitación es inútil y la continuidad, absurda. Colaborar está al alcance de cualquiera, pero el peso de la importancia ya no se concede a nadie.

Si el siglo XIX, el siglo burgués, se volcó en compensar las rupturas en las filiaciones de todas las formas imaginables —desde los sueños domésticos del Cenador hasta el eterno retorno de Nietzsche—, el dadaísmo berlinés proclama un tiempo sin antes ni después, eleva la falta de consecuencias a un credo y prohíbe siquiera pensar en la consecuencia misma. Frente a un mundo loco e incoherente, el dadaísmo, destructor de imágenes, solo puede responder con su propio iconoclasmo incesante.

El dadaísmo marca una ruptura en el siglo XX: abre una sucesión de cosas sin sentido, sin historia ni continuidad. Para quienes practican este arte, ya no existe una narrativa, sino un espacio donde solo importa el aquí y ahora. En las artes, la caída hacia adelante se convierte en norma, y ser dadaísta significa dejarse arrastrar por los hechos. Así, la repetición sustituye a la creación, y lo nuevo apenas supera a lo anterior en la actualidad. Cuando surge alguna forma de paternidad, real o simbólica, se convierte en una ocasión para que los padres devoren a sus hijos.

Esta común caída hacia adelante enlaza, de forma superficial, el arte moderno posdadaísta con el comunismo de 1917. Ambos rechazan la tradición, y eso los hace parecer aliados en la destrucción de estructuras viejas. Sin embargo, están separados en sus raíces: mientras el comunismo busca una utopía de vínculos nuevos en una sociedad sin clases, los artistas dadaístas celebran la ruptura y la discontinuidad.

Hugo Ball describe esta relación con ironía, llamando al dadaísmo antagonista del bolchevismo: mientras el comunismo es cálculo y destrucción, el dadaísmo muestra el lado «quijotesco e impredecible del mundo». En su Panfleto contra la concepción weimariana de la vida, Raoul Hausmann llama al comunismo una «bella locura» y una «religión de la justicia económica». Esta no es la voz de un aliado fiel. Johannes Baader, por su parte, predice en su minidrama Grandeza y decadencia de Alemania la «dictadura del diletariado», revelando un profético escepticismo.

La idea de un punto cero donde vivir resulta insostenible para Hugo Ball, quien, cansado del caos y la política tras la guerra, adopta el catolicismo en 1920, retirándose a un pueblo de Tessin. Allí, en compañía de Hermann Hesse, escribe vidas de santos y se dedica a una crítica de la Reforma, con una prosa austera que recuerda los cantos gregorianos.

En su ensayo El artista y la enfermedad del tiempo, Ball encuentra vínculos entre obsesión y neurosis y traza un paralelo entre el exorcismo y el psicoanálisis. Este texto se convierte en un diagnóstico único de su tiempo. Ball, al alejarse de la modernidad, se sumerge en los escritos de los Padres del Desierto, donde encuentra modelos para el intelectual moderno y para aquellos que llaman a sus contemporáneos a la acción. En su huida del tiempo, Ball cree hallar la esencia temporal: el tiempo, en lugar de ser solo una secuencia, se convierte en el lazo que une a los santos con las generaciones nuevas.

Hugo Ball murió a los 41 años, convencido de haber encontrado la pista hacia el secreto de la transmisión. Estaba determinado a seguir ese rastro hasta su origen, incluso si eso significaba atravesar una nueva era de catacumbas.

Walter Serner, por el contrario, eligió un camino completamente diferente. Fue compañero de lucha de los dadaístas en Zúrich y autor del Manifiesto Dadá y de Última relajación (1920), una obra que más tarde lo distanciaría de las transgresiones dadaístas. Mientras Ball veía en los santos una forma de redención, Serner aplaudía al embaucador como el hombre del momento. Ball buscaba la salvación en las ascéticas enseñanzas religiosas, mientras Serner creía encontrarla en los manuales para crear un falso hombre de mundo.

En 1920, Serner escribió: «De lo sin sentido se precipita lo sin sentido», destacando la incapacidad de la gente para adoptar una postura genuina. Con el tiempo, adoptó una postura controlada, viendo el vacío como algo que podía ser gestionado a través de gestos vacíos y controlados. Fue él quien acuñó el término rabia de vacío, una forma más fuerte de lo que Heidegger describiría como arrojamiento, refiriéndose a la tendencia humana de dar golpes de ciego en busca de sentido.

En sus últimos años, Serner se alejó de las exageraciones del dadaísmo y comenzó a escribir con un tono más calmado en su Manual para embaucadores (1927). En él, buscaba un equilibrio entre el aburrimiento y la fanfarronería, la desesperanza y el estoicismo. Para él, el objetivo era liberar al individuo de las ilusiones humanas y evitar la lucha abierta, pues tomar la vida demasiado en serio era una trampa.

El embaucador, según Serner, no busca destruir las ficciones del mundo, sino controlarlas. La vida, para él, no era más que una combinación de vacío y apariencia. En sus escritos, admiraba a Napoleón como el gran «embaucador» de todos los tiempos. La famosa frase de Napoleón sobre el trono, «cuatro trozos de madera dorada y un pedazo de terciopelo», es la esencia misma de este embaucamiento.

Nota:


  1. El Cabaret Voltaire no solo fue un espacio para la exhibición de arte, sino también un laboratorio de ideas y prácticas artísticas radicales que desafiarían las convenciones de su tiempo.
  2. Este concepto del punto cero se refiere a una especie de «borrón y cuenta nueva», donde el dadaísmo busca desmantelar los valores tradicionales para permitir el nacimiento de nuevas formas artísticas y filosóficas.
  3. El dadaísmo, en su esencia, puede verse como un juego de regresión hacia una forma de expresión primaria y sin filtros, evocando el estado infantil como un símbolo de pureza y libertad.
  4. La práctica performática del dadaísmo, particularmente en el Cabaret Voltaire, se caracteriza por una mezcla de lo ritual y lo absurdo, llevando la escena teatral más allá de la representación convencional.
  5. Esta disolución del lenguaje convencional, al prescindir del sentido lógico y estructural, fue uno de los actos más radicales del dadaísmo, un desafío directo a las formas establecidas de comunicación.
  6. La neutralidad de Suiza proporcionó el contexto ideal para que los dadaístas se apartaran de la realidad bélica de la Primera Guerra Mundial, optando por una postura de rechazo absoluto a los sistemas nacionales y militares.

Total Page Visits: 426 - Today Page Visits: 3