Por Carlos Manuel Estefanía
A lo largo de la historia, los símbolos han sido claves en la formación de identidades y en la construcción del imaginario colectivo. Cada sociedad, en su contexto histórico y cultural, y en muchos casos, aunque no siempre, por imposición del poder, ha dotado, de significado a ciertos iconos que reflejan sus creencias, valores y estructuras sociales. Sin embargo, pocos símbolos han recorrido un camino tan complejo y controvertido como la esvástica. La palabra esvástica proviene del sánscrito svastika, que significa literalmente «ser afortunado». Este término deriva de svasti, compuesto por su- («bien») y asti («es»), reflejando un concepto de bienestar y buena fortuna. La raíz protoindoeuropea es- («ser») está en la base de esta palabra, subrayando su conexión con la existencia y la prosperidad. Otros nombres para la esvástica incluyen gammadion en la tradición bizantina, cross cramponnee en heráldica, y fylfot en las Islas Británicas.
La esvástica es un símbolo geométrico con una forma distintiva que presenta una cruz cuyos brazos se doblan en ángulo recto, y puede encontrarse en dos versiones principales: la esvástica de derecha, en la que las ramas se inclinan en sentido horario, y la esvástica de izquierda, con las ramas inclinadas en sentido antihorario. Ha sido utilizada en diversas culturas a lo largo de milenios. En la India y el Tíbet, representa prosperidad y conexión espiritual dentro de contextos hindúes y budistas.
Este símbolo, con su geometría simple e inconfundible, tiene un origen mucho más antiguo de lo que muchos podrían imaginar. La esvástica ha sido utilizada durante milenios en diversas culturas alrededor del mundo, desde las civilizaciones de la India hasta las sociedades precolombinas en América. En las culturas nativas americanas, simbolizaba el ciclo de la vida y la armonía con la naturaleza. Además, en la Europa prehistórica, aparecía en artefactos antiguos, relacionado con conceptos de poder y protección. En estos contextos, la esvástica representaba ideas positivas como la buena fortuna, la prosperidad y la conexión espiritual. Sin embargo, todo cambió en el siglo XX cuando el régimen nazi la adoptó como su emblema. En este contexto, la palabra alemana Hakenkreuz, que significa «cruz gancho», se convirtió en sinónimo del emblema. Esta acción ilustra cómo los símbolos pueden ser radicalmente transformados en función de contextos ideológicos y políticos específicos. La esvástica, un símbolo con una rica y antigua historia, fue reinterpretada por los nazis para reflejar sus propios ideales y que hoy son condenados por ley, aunque no por toda la población, en la misma Alemania donde surgieron.
En el siglo XX europeo, la esvástica empezó a asociarse con la creciente ideología racista y nacionalista. Los nazis, como otros movimientos nacionalistas de la época, creían en la existencia de una raza aria superior. Debido a su presencia en culturas indoeuropeas antiguas, la esvástica fue adoptada por estos grupos como un emblema de esta supuesta superioridad racial. El uso de la esvástica como símbolo nazi se registra por primera vez en 1932, cuando fue adoptada por el Partido Nacional Socialista Alemán (NSDAP).
Un factor crucial en esta apropiación del símbolo por parte del NSDAP fue la influencia de la Sociedad Thule, un grupo ocultista alemán con un notable interés en la mitología nórdica y en la búsqueda de los orígenes arios. La Sociedad Thule promovió la esvástica como un símbolo ancestral de la raza aria, contribuyendo a su reinterpretación por parte de los nazis como un emblema de la lucha por la pureza racial.
A principios del siglo XX, la esvástica ya había sido utilizada por varios movimientos nacionalistas de extrema derecha en Europa, que la asociaban con la idea de un estado racialmente «puro». Para el NSDAP, la esvástica ofrecía una distinción clave respecto a otros partidos y reforzaba la ideología radical del partido. Así, la esvástica se convirtió en el emblema perfecto para representar la visión del partido sobre la raza, la nación y la lucha por un nuevo orden.
La elección de la esvástica como símbolo nazi fue el resultado de un proceso colectivo influenciado por las ideas predominantes en el entorno político y cultural de la época. Aunque Adolf Hitler menciona en su libro «Mein Kampf» la creación de la bandera con la esvástica negra sobre fondo rojo, la recomendación del símbolo no puede atribuirse a una sola persona. En realidad, la elección del símbolo fue el producto de un consenso dentro del partido y de la influencia de grupos como la Sociedad Thule.
La apropiación de la esvástica por parte de los nazis y su uso en la propaganda del Tercer Reich dejaron una marca indeleble en la historia y sobre todo en la propaganda y la contrapropaganda relacionada con los seguidores de Adolfo Hitler. Aunque hoy la esvástica evoca principalmente la barbarie del nazismo, es importante recordar que, durante los primeros años del movimiento que más tarde la adoptará como emblema, la imagen de su líder y de su partido gozaban de sorprendente aceptación en el mundo occidental, especialmente en Estados Unidos y Gran Bretaña.
Durante la década de 1920 y principios de los años 30, la prensa de estos países solía retratar a Hitler como un líder carismático y visionario. Por ejemplo, el influyente diario estadounidense The New York Times ofreció a sus lectores, el 21 de noviembre de 1922, su primer vistazo a Adolf Hitler, perfilándolo de una manera indudablemente positiva, lejos de la imagen de loco debocado que estamos acostumbrados a ver, sobre todo en las películas “históricas” que tratan al personaje en un estado de histeria permanente. En aquella ocasión, el periódico estadounidense citó en su artículo un relato del corresponsal en Múnich del conservador Kölnische Zeitung, que así describía un encuentro con Hitler:
“Observo a mis vecinos. A mi izquierda, un anciano aristócrata, un general de la Primera Guerra Mundial. A mi derecha, un hombre vestido con ropa de trabajo de los suburbios orientales de Múnich, cuyo rostro angustiado es redimido por unos ojos sinceros. Más tarde, me confiesa que hasta hace poco era un comunista convencido, pero que gracias a Hitler ha aprendido a sentirse alemán.
«De repente, todos se levantan, y un estruendoso aplauso inunda la sala. Un hombre sencillo, de aspecto modesto, delgado y de estatura media, sube a la plataforma. Parece desnutrido y sobrecargado de trabajo, probablemente en sus últimos treinta años. Su voz no es desagradable, pero tampoco exactamente cautivadora.
«La miseria que describe cala profunda, casi aplastante. A pesar de su apariencia calmada, se percibe la intensidad de sus emociones; ¡debe estar empapado en sudor! Mi vecino de la derecha, el excomunista, ya no solo aplaude; parece que tiene lágrimas en los ojos, y en cada pausa del discurso grita su aprobación con todas sus fuerzas. Aunque el tono del orador es moderado, un huracán de pasión cruda barre a la audiencia.
«No es sorprendente que, tras dos horas y media de discurso, Hitler sea recibido con una tormenta de aplausos. El general y el comunista se dirigen juntos a una mesa para inscribirse como miembros del Partido Nacional Socialista. A donde se mire, hay ojos brillantes y ánimos enardecidos. Los jóvenes, aunque medio hambrientos, se levantan con orgullo. ‘Sí, sí, gracias a Dios, un poco del viejo espíritu alemán aún vive en nosotros, a pesar de tanta corrupción’, me dice una conocida al salir. Un profesor comenta: ‘Ningún académico podría igualar a este hombre en la lógica sólida e implacable de sus argumentos o en su poder persuasivo.’[i]
De manera similar, en 1930, el semanario británico The Illustrated London News afirmaba que Hitler era un «político hábil y carismático» que seducía a las masas con promesas de restaurar la grandeza de Alemania. Publicó un perfil titulado «Un nuevo tipo de político alemán emerge», donde describía a Hitler como un «orador extraordinario» y un «patriota apasionado». Durante algunos años, esta publicación británica continuó hablando en términos positivos sobre la disciplina, organización y entusiasmo manifiesto en las actividades y grandes concentraciones nazis. Incluso figuras influyentes como Henry Ford expresaron su admiración por Hitler, lo que demuestra cómo, en sus inicios, y salvo que se fuera judío o marxista, la esvástica aún no estaba asociada con el horror que vendría después.
Es importante destacar que, durante esos primeros años, el régimen nazi implementó algunas políticas sociales que lograron cierto apoyo popular en Alemania. Programas como el Winterhilfswerk (Obra de Auxilio de Invierno) proporcionaron asistencia a millones de alemanes afectados por la Gran Depresión. También se promovieron políticas de pleno empleo mediante la creación de obras públicas, como la construcción de autopistas. Además, el régimen promovió un modelo de familia tradicional, brindando beneficios a las mujeres que se dedicaban al trabajo doméstico y la crianza de los hijos.
Sin embargo, estos logros sociales estaban profundamente condicionados por una ideología racista y excluyente. Los beneficios se limitaban a los considerados «arios», excluyendo a judíos, gitanos, discapacitados y opositores políticos. Estas políticas sociales respondían más a un cálculo estratégico del régimen para consolidar su poder que a un verdadero compromiso con la justicia social. A medida que el nazismo se afianzaba, estas iniciativas fueron dando paso a un Estado cada vez más autoritario y represivo.
Aunque el nazismo mejoró las condiciones de vida de ciertos sectores de la población alemana, estas mejoras se sustentaron en una ideología totalitaria que finalmente condujo a la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. La esvástica, que en esos primeros años aún podía representar esperanza para algunos, terminó convertida en el símbolo del mal absoluto.
En su artículo «El poder de las imágenes y los símbolos: repercusiones sociohistóricas», los investigadores Adilson Habowski y Elaine Conte[ii] nos recuerdan que los símbolos, incluida la esvástica, son mucho más que sus asociaciones recientes. La fuerza de un símbolo radica en su capacidad para trascender épocas y adquirir nuevos significados. A lo largo de su historia, la esvástica ha sido un emblema de bienestar, equilibrio y fertilidad. Recuperar estos significados no solo nos ayuda a entender mejor las culturas que la usaron, sino que también nos permite ver la complejidad de los símbolos y evitar visiones reduccionistas.
Habowski y Conte también subrayan la importancia de incluir la discusión sobre los símbolos en la educación. Abordar estos temas en las aulas permitiría a los estudiantes desarrollar una comprensión más profunda y crítica de los iconos que encuentran en su vida diaria. Esto es crucial para formar ciudadanos informados y conscientes de la historia y el contexto de los símbolos que circulan en la sociedad.
Además, los autores destacan el cine como una herramienta poderosa para explorar y enseñar sobre estos temas. El cine, con su capacidad de combinar imágenes, sonidos y narrativas, ofrece una forma única de acercarnos a la historia de manera más empática y vivencial. A través del cine, podemos ir más allá de los hechos y cifras, conectándonos emocionalmente con las experiencias humanas que estos símbolos representan.
Los alemanes, conscientes del poder propagandístico del cine, aprendieron de los fascistas italianos, quienes a su vez se inspiraron en los bolcheviques. Un ejemplo notable del uso de la esvástica en el cine es el documental El Triunfo de la Voluntad[iii], de Leni Riefenstahl, una de las películas de propaganda nazi más conocidas. En este material de 1935, la esvástica ya [iv]es omnipresente, utilizada para glorificar a Hitler y al movimiento nacionalsocialista. Riefenstahl también dirigió El festival de las naciones y El festival de la belleza (1938)[v], que presentaban los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín, fomentando el orgullo nacional por el éxito del régimen nazi en las Olimpiadas.
El cine jugó un papel clave en la transformación del significado social del nazismo y, por extensión, de la esvástica. En la segunda mitad del siglo XX, tanto en países capitalistas como comunistas, el cine contribuyó a la resemantización de este símbolo, asociándolo con la representación del mal absoluto. Incluso durante la Guerra Fría, se produjeron coproducciones bélicas que sirvieron como un punto de encuentro entre Oriente y Occidente.
Al explorar las colaboraciones cinematográficas entre Occidente y Oriente durante la Guerra Fría, es crucial destacar una de las primeras y más significativas, una película realizada en 1949, cuando el concepto del «telón de acero» ya se había instaurado en el discurso de la política internacional. Este término, popularizado por Winston Churchill en su famoso discurso en el Westminster College, Missouri, el 5 de marzo de 1946, marcó el comienzo de la Guerra Fría. En su intervención, Churchill pronunció la frase: «Desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, una cortina de hierro ha caído sobre el continente.»
Con estas palabras, Churchill describía la división ideológica, política y militar que separaba a Europa en dos bloques: el occidental, liderado por Estados Unidos y las democracias europeas, y el oriental, controlado por la Unión Soviética y sus aliados comunistas. El «telón de acero» simbolizaba la barrera infranqueable que dividía Europa, estableciendo un concepto clave en la narrativa de la Guerra Fría que perduraría hasta la caída del Muro de Berlín en 1989 y el colapso de la Unión Soviética en 1991.
La película a la que nos queremos referir es «La Batalla de Stalingrado» (1949)[vi], dirigida por Vladímir Petrov. Esta producción conjunta entre la URSS y Estados Unidos reconstruye de manera épica la crucial batalla de Stalingrado entre el Ejército Rojo y las tropas alemanas, un punto de inflexión en la Segunda Guerra Mundial. No obstante, más allá de su valor histórico, la película se erige como una auténtica oda al culto a la personalidad de Stalin, utilizando el cine como una plataforma para exaltar la figura del líder soviético.
El filme no solo ensalza la victoria del Ejército Rojo, sino que también refuerza el poder simbólico del camarada Stalin, presentándolo como un estratega infalible y salvador de la patria. Es un claro ejemplo de cómo el cine fue empleado para promover el culto a la personalidad, utilizando el celuloide para perpetuar una imagen idealizada del líder soviético.
Un segundo ejemplo destacado de este tipo de coproducción es la película El Puente de Remagen (1969)[vii], dirigida por el estadounidense John Guillermin. Esta película de acción recrea la captura del estratégico puente de Remagen por las fuerzas estadounidenses al final de la contienda. Ante la negativa de las autoridades de Alemania Occidental de permitir el rodaje en su territorio, los productores optaron por una solución inusual: filmar en Checoslovaquia comunista, a solo un año de la entrada en Praga de los tanques del Pacto de Varsovia, en aquella primavera del sesenta y ocho donde expirara el sueño de un socialismo más humano.
Este caso demuestra cómo, a pesar de la polarización ideológica de la Guerra Fría, hubo espacios de colaboración y entendimiento mutuo entre el bloque capitalista y el comunista, al menos en el ámbito cinematográfico y en torno a temas históricos compartidos como la Segunda Guerra Mundial.
También hay que destacar lo paradójico que resulta el hecho de que un símbolo tan fuertemente asociado a Stalin y al comunismo, como la hoz y el martillo, haya seguido un destino tan diferente al de la esvástica. El tipo de cine al que nos referimos antes ha contribuido, sin lugar a dudas al fortalecimiento de tal asimetría. Mientras la esvástica fue relegada a un símbolo de barbarie y mal absoluto tras la Segunda Guerra Mundial, la hoz y el martillo, pese a su asociación con un régimen responsable de opresión y genocidio, continúa utilizándose en algunos contextos sin el mismo nivel de condena global. Este símbolo, que en teoría representaba la alianza entre campesinos y obreros, y que suele ser rechazado por millones de personas que han sufrido los rigores del del llamado socialismo real, a menudo es interpretado de manera diferente por quienes viven en otro tipo de sociedad, permitiéndole mantener un lugar en el imaginario político, que no siempre conduce al rechazo de los crímenes cometidos bajo el signo.
Este contraste resalta cómo los símbolos pueden ser resignificados según el contexto histórico y las fuerzas políticas en juego. Mientras que la esvástica es casi universalmente rechazada, la hoz y el martillo sigue siendo defendida por algunos como un emblema de lucha por la justicia social, a pesar de su oscura herencia. Así, la suerte de un símbolo no solo depende de su pasado, sino de cómo es presentado y percibido en las luchas ideológicas contemporáneas.
En conclusión, el caso de la esvástica es un recordatorio de que los símbolos son dinámicos y pueden cambiar de significado según el contexto histórico. Aunque es vital no olvidar la tragedia asociada a su uso por los nazis, también es importante reconocer la riqueza y diversidad de significados que ha tenido a lo largo de la historia. Al hacerlo, no solo ampliamos nuestra comprensión cultural, sino que también promovemos una sociedad mejor informada y más consiente del pasado y al mismo tiempo menos traumada por los momentos nefatos de la historia más cercana.
Referencias:
[i] https://archive.nytimes.com/www.nytimes.com/times-insider/2015/02/10/1922-hitler-in-bavaria/
[ii] Zaborski, Addison Cristiano; Conte, Elaine. «O poder das imagen e símbolos: repercussões sócio-históricas.» Revista Teias, v. 19, n. 55, 2018.
[iii] https://youtu.be/9PClcUxNc_M?si=0kOyqMGwMA9t4acv
[iv] https://www.youtube.com/watch?v=Zu-Lwy6K-qA
[v] https://www.youtube.com/watch?v=zHN8Jwku1Nc
[vi] https://youtu.be/3y-7EF-ATNI?si=5FHUf0ZokHA4BG6B
[vii] https://www.youtube.com/watch?v=qb-dUGyv4W0&t=5s
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