Por Juan Carlos Recio
«No existe un lugar para vivir a salvo de la muerte. Ni en el espacio, ni en el mar,
ni si permaneces en medio de las montañas.»
—Buda
Recuerdo que el lamento por el suicidio del poeta ocupó durante mucho tiempo el interés de sus lectores. Todo lo que se dijo sobre Raúl Hernández Novás (1948-1994) dentro del territorio nacional lo leí con el interés de quien apenas rozaba su influjo. Sin embargo, así como en los días de su muerte, cuando la crítica quizá fue más lenta en valorar su obra, mi olfato —el del gusto— merodeaba siempre sus versos. Creía que tanta variedad en su forma de decir era una especie de juego espléndido.
Luego descubrí su seriedad, su voz tan personal, que no buscaba un estilo novedoso a partir de un ritmo o musicalidad. Menos aún se refugiaba en giros extraños. El poeta, por naturaleza y don, abarcaba temas diversos, siempre ascendente dentro del coro generacional. Su voz personal se distinguía en su capacidad de acercarnos a temas universales, no sólo mediante la intertextualidad o las confesiones de sus anécdotas, sino también por su peculiar forma de enfrentar los conflictos, abordándolos desde ángulos que no los complejizaban, sino que los deconstruían a través de sentidos simbólicos y una rica variedad de temas.
En sus libros, esta diversidad revela su superación personal y su toma de la palabra como oficio de escritura, consciente y con un dominio eficaz del universo poético, su universo, desde donde enfrentaba las inclemencias de su yo, ese yo que ansiaba vivir y que se manifestaba poderoso ante toda posibilidad, como las aguas que rodeaban su vida.
Como ha estudiado Jorge Luis Arcos en su obra, la autenticidad del poeta no se pierde en los diversos estilos literarios que transita; más bien, sus características distintivas, que absorbió con sed y devolvió enriquecidas de lecturas —y cito de la contraportada— de “importantes filmes y obras musicales de diferentes épocas y estilos”, constituyen presencias vigorosas y determinantes en su cosmovisión. Para mí, un poeta maldito, en tanto sus deseos de muerte aparecen en muchos textos donde aborda la naturaleza de la no existencia, en un tiempo en el que se anhela dejar de padecer.
Estos textos exploran situaciones donde su yo comprometido surge de una toma de conciencia sobre la calidad de esa existencia y la dificultad de asumir las variables de reescribirse en los sucesos cotidianos. Sin embargo, siempre desde lo que denomino «una pistola caliente»: esos signos de que el autor necesita dinamitar su discurso con posiciones dúctiles y agudas. Es un discurso que también deja entrever un profundo análisis psíquico de la reinterpretación de su vida ante las evasiones impuestas por la realidad.
LA ORILLA DEL MAR.
Cae ciudad disuelta
en la lluvia, en el agua estelar.
Cae, se abren las granadas,
pero la lluvia muerde las manos de los niños.
También caen las manos, pero escalan
otra vez el húmedo
árbol, arrancan
frutos pendientes del viento,
sus más hermosos rostros.
Tenaz abuelo que aras, tu memoria
se pierde entre manos de niños
y labios que imprimen
las más dulces arrugas en la tierra.
Viene un mar en las alas de sus aves.
Pero el mar se confunde
con el cielo, las nubes lo ocultan,
un ejército celeste lo asalta, una ribera lo contiene
una muralla brilla en la piel de la noche.
Y ya puede el mar llegar en su carro
como los embajadores, y decir: Sean
las manos de los niños y los más dulces frutos.
Los rostros del viento. Y caigan como frutos
entre las nuevas espigas que el viejo siembra.
No lo puede decir, lo prohíbe
la tela de la araña y el ala frágil del ave.
Se lo prohíbe la ley del cielo y su propio llanto
en que irremediablemente una ciudad cae disuelta.
Y he aquí que tantos hombres
frente al mar. Y he aquí por qué
las manos de los niños escalan el árbol de la lluvia
para luego caer, llorando, a igual distancia
del fruto evadido.
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ENDECHA AL BARCO EBRIO
Honrado el ser ante la cruel distancia,
su mismo ayer olvidará, el futuro
y la consolación de las monedas
y el duro abismo y hiel de las ciudades
que educan sus millones para el crimen.
El barco ya, de niebla traspasado,
cruza fantasma de la nada al puerto
el universo de las olas anchas
donde turbias estrellas lo miran
tentáculos de luz, húmedas redes
arrojan sobre el ojo inconsolable.
Encanecido barco, barco roto,
habitación de aves, muda estrofa,
ya sólo es isla errante, ya divide
sin vida oscuro légamo oprobioso,
ya sólo es árbol que negó el destino
de asirse a tierra y la feroz tormenta
esperó sobre roca temblorosa
de luz líquida. Ruda, su cabeza
es la sombra cruzada de relámpagos,
y su entraña la líquida espesura
deshabitada por el miedo. Bosque
turbio de árboles ciegos y fundidos,
pájaros de volar sordo, inconstante,
y nidos de coral, y sal, y sombra.
Barco errante, qué alma tu sonrisa
y tu respiración que llama pájaros
para tu sed, cabeza picoteada,
despojo, orilla húmeda del vuelo,
barco de plantas, bosque, lecho de algas,
isla ya de verdor húmedo, pez
muerto sobre el azul, timón sin alma.
Yo camino tu pecho o tú me cruzas
y ambos somos el mar sin fe y desierto.
Yo quiero capitán ser de tu bosque,
ejército de pájaros de blancas
alas, del alma velas diminutas.
Y beber en tu llama que consume
la oscura tierra en redoblar sonoro,
mar, y barco que mide tu distancia.
Abolir la feroz separación
quiero en la luz, y la frontera amarga
de todo, en que ese mar barco no puede
ser, que a un viaje se preste sin orillas,
y el barco resbalar tan sólo deba
sobre la faz del caos. Alma mía,
llama sola que embriaga su pequeña
existencia con luz de mariposas,
ala quemada y débil, alma mía.
La feroz escucha innombrable.
Mar y barco en tu seno sean el mudo
dialogar de la tierra con el árbol.
La palabra nutricia te fecunde
y un pájaro en tus lenguas lance al cielo.
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II
QUERIDO REY ERRANTE
Un domingo, un domingo nuevo,
el canto de las distancias.
Látigos de distancia como el tiempo.
Un tiempo en que las nubes
sean insectos de fina hierba, no perdidos.
Oh nube no olvidada.
Una memoria, un dueño, un ídolo.
Un niño insomne nombrando las cosas
con su paso torpe, con su voz que tropieza
a través de un jardín, diciendo las flores como el dios
que puede equivocarse, no nombrar correctamente,
ya que hay flores que mueren
a la mañana, y triste animales, y lisiados.
Una isla de tiempo,
dulce para las piernas del baldado,
donde calla la voz de graves alas
que cruza la tarde.
Una isla de tiempo
un seguro corazón
cardinal entre cosas ignorados.
Y la niñez rodando
a agua viva, subiendo la colina,
como un patriarca.
Un alma más, una voz más,
dudas para los ojos, mucho sueño,
aquel caballo muerto,
devorado por la fría llanura implacable,
alas, anclas para los pechos conmovidos
en mar o surco de verdor imposible, que nombra
sólo un sol de desierto imborrable,
y la voz redonda de las selvas.
Es todo cuanto pido.
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Yo sé, no erás el ángel
Yo sé, no eras el ángel que ahoga
las llamas de los cuerpos vencidos.
El ángel clavado a su propia esperanza.
Porque una estrella se levantaba sobre el vacío de los huesos
y no fue llamada la luz a habitar tan dulce cuerpo.
¿Quién negaba los astros a tu cuerpo, tan duro
como piedra de silencio? Después de la batalla
queda un ángel que va llenando los espacios
entre corazón y corazón vacío, entre guerrero y guerrero.
El hedor de los cadáveres llenaba el valle.
(Oh ángel qué duro fue con nosotros tu corazón.
Y tu designio, alto, más allá de las montañas.)
El hedor subía a los cielos.
<<Acepta, señor la ofrenda>>
El vaho de los cadáveres ya habitaba las estrellas.
(Después de la batalla, un ángel.)
El muerto habita ya la estrella, en vaho convertido.
(Oh ángel implacable como el vacío de los huesos.)
Tú no quisiste ese destino.
Tú no quisiste ser el mar, en el valle detenido,
entre las verdes colinas, golpeando
con olas de perfume las antiguas rocas.
El mar, elevándose en lentas olas a los cielos
sobre los cuerpos de los muertos.
Y no serás el ángel que levanta una estrella sobre los huesos
y viene a dispersar las almas de los guerreros muertos.
Pero el ardiente pájaro que habita la colina
ha dicho, entre el murmullo de las olas invisibles,
que cuando rueden las estrellas vetustas de la frente del cielo
y una nueva lámpara venga a habitar los huesos
se habrá alzado la voz, pidiendo un silencio que haga brotar
/las lágrimas.
Y las huellas volverán al antiguo camino.
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LAS HORAS DESCENDÍAN
Las horas descendían como lluvia
herrada ya por el recuerdo
de otras horas. El enfermo contempla su agonía
en el espejo de los ojos, asoma
el perfil que los sábados han visto
rielando en el humo de las ruinas
agrietando los basamentos antiguos
como el tiempo.
Los recuerdos crecidos
en primavera, en luna de piedra y goteada violeta
llenan apenas la alcoba
serena de la hormiga.
Allí perdidos, allí perdidos
los viajeros se dan sus manos,
una onda vaga llena sus cráneos
una onda de un mar que no recuerda.
Y es en sus ojos la estrella
imposible, la que no dijo la hora de su muerte
aun cuando la rosa al cerrarse
como la noche sobre el viento
creyó tener un corazón de luz.
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MAS LA DESGRACIA
A Aramís Quintero
Mas la desgracia de no ser soñado
brota del corazón, como una nube
y trae atado un órgano, fiero de música, sordo, solemne, torpe como un asno.
Y hiere los petróleos de la noche
con una aguda estrella.
Aceite funeral de la noche, espiga
negra, silenciosa como un labio,
sueño que crece árbol, árbol, árbol…
Oh, la desgracia de no ser soñado por nadie,
de no habitar el sueño de nadie,
como el peregrino en un pueblo de insomnes.
Y escoger para el camino la piedra más dura
en que apoyarse, la piedra del no-sueño.
(Entre el pueblo de insomnes la tarde se desviste
y la cubren preguntas nuevamente.)
Brota del corazón, como una música, aguda estrella, silenciosa como labios,beso sin espinas, asno atado
a una música que crece árbol,
árbol de voces de órgano,
de manso órgano atado a una piedra,
nube y cielo, que se aleja despacio…
Oh la desgracia de no ser soñado.
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Poemas tomados del Libro: Raúl Hernández Novás Poesía, cuaderno, ENIGMA DE LAS AGUAS, 1967-1971