Por El Coloso de Rodas
La lucidez que Nietzsche despliega en El Anticristo no se limita a avivar la llama de una «rebelión de esclavos» en un sentido histórico ni literal. Más bien, se adentra en un terreno más complejo y menos evidente: la «historia del resentimiento». Este fenómeno, que Nietzsche denuncia en La genealogía de la moral, es una estructura subterránea que, a lo largo de la historia, ha alterado la naturaleza de los valores y las relaciones humanas. La crítica nietzscheana se basa en una ironía precisa, cuidadosamente tejida, que cuestiona los cimientos mismos de la moralidad tradicional.
Nietzsche, en su característico estilo provocador, no se contenta con refutar las estructuras morales de su tiempo desde una perspectiva superficial. En lugar de simplemente oponerse a la moral cristiana o al resentimiento hacia los poderosos, el filósofo teje un relato complejo y multifacético. Este relato no solo describe la “rebelión moral de los esclavos” como un hecho histórico, sino que la convierte en una alegoría que ilustra el tránsito de la moral helénica hacia los preceptos impuestos por Roma y, más tarde, por el cristianismo. Este es un puente que Nietzsche construye con destreza para mostrar cómo la moral de los esclavos no es un simple levantamiento contra los opresores, sino una transformación profunda en las estructuras de poder y pensamiento.
Las normas consuetudinarias que regían la vida griega fueron, en cierto modo, heredadas por Roma, pero con un giro crucial: el surgimiento de una cultura de lucha y espectáculo, encarnada en los gladiadores y los atletas. Para Nietzsche, la «rebelión» que se nos presenta en la historia no es, en un sentido literal, una insurrección social o política, sino una forma de educación paideítica: una enseñanza, una disciplina que transforma al individuo en una máquina de lucha, en un ser que se forja en el combate. De esta forma, el «esclavo», lejos de ser una víctima pasiva, es reinterpretado como alguien que, bajo el peso de la opresión, encuentra en su propia capacidad de resistencia la clave para fortalecerse. No se trata solo de una resistencia política, sino de una lucha que, a través de los siglos, ha ido tomando diferentes formas.
La verdadera ironía de Nietzsche radica en cómo, al utilizar el término «esclavo», se refiere no solo a una clase social oprimida, sino a una actitud cultural que desprecia la creatividad y la virilidad de las clases dominantes. De este modo, la figura del «esclavo» se convierte en un símbolo de una neofobia cultural, una aversión hacia los valores que el conservadurismo tradicional promovía. Esta crítica al conservadurismo no es una simple defensa de los oprimidos; Nietzsche ataca la génesis misma de lo que él considera una moral decadente que, desde sus orígenes, ha estado marcada por el resentimiento.
En este escenario, lo que Nietzsche revela es mucho más que una crítica a la moral cristiana, que él considera una moral de la debilidad. La preocupación central del filósofo es desentrañar el modo en que, a lo largo de la historia, el resentimiento ha servido como un motor oculto detrás de la construcción cultural de occidente. Lo que para Nietzsche parece ser una «rebelión» de los esclavos es, en realidad, una transferencia de energía que se canaliza no en una lucha política explícita, sino en una reconfiguración profunda de los valores, algo que se expresa en los combates ritualizados en la arena. Los gladiadores, entonces, no son simplemente esclavos luchando por su libertad, sino personajes que encarnan una transvaloración, una nueva forma de existencia en la que la lucha, el sacrificio y la resistencia se convierten en los pilares de la construcción del individuo.
Con la susodicha transvaloración de los valores no llegó al poder el resentimiento de gente pequeña y enferma, como sugería Nietzsche, sino que más bien se desarrolló, hasta convertirse en una magnitud psicopolítica de primer rango, la mezcolanza de pereza, ignorancia y crueldad de los herederos del poder local. La Corte de Versalles no fue sino el ápice de todo un archipiélago de inutilidad nobiliaria que cubría Europa entera. Y únicamente el renacimiento neo-meritocrático sustentado por la burguesía y el virtuosismo entre los siglos XVII al XIX ha deparado, paulatinamente, un final al fantasma de la nobleza que dominaba Europa, si pasamos por alto los espectros, aún virulentos, de la yellow press.
Resulta innecesario decir que ahora se cortan incluso los últimos vínculos con una izquierda francesa obnubilada por el resentimiento. Esta izquierda, que alguna vez fue un bastión de la lucha contra la opresión, se ha transformado, en muchos casos, en un refugio para aquellos que ya no luchan por la justicia, sino por la venganza y la destrucción. La lucha por el poder ha sido reemplazada por una reacción emocional y superficial, cuyo fin no es la afirmación de la vida, sino la purga de lo que se percibe como enemigo. Este cambio, esta conversión del resentimiento en motor de la política, es lo que Nietzsche vio como la manifestación más peligrosa de la moral de los esclavos.
El cambio que Nietzsche percibe en este contexto no es solo el de una rebelión moral, sino el de un proceso de transfiguración cultural, en el que el resentimiento se convierte en una fuente de poder. La moral de los esclavos, que originalmente surgió como una forma de venganza contra los opresores, se transforma en un medio para reconfigurar el campo cultural, no solo a través de la negación, sino también a través de la creación de nuevas formas de poder. El resentimiento no solo es una emoción destructiva; en manos de Nietzsche, se convierte en un vehículo de afirmación de la vida, en un elemento esencial de la autotransformación y la superación.
Entre los nuevos radicales está excluida la idea de que la propiedad constituye el medio para conseguir todos los medios. El resentimiento, profundamente enraizado, contra la propiedad privada —más aún, contra todo lo privado— bloquea la conclusión que se impone en toda investigación imparcial de los mecanismos generadores de riqueza y favorecedores de la libertad: la mejora efectiva del mundo exige la extensión, lo más generalizada posible, de la propiedad privada. En vez de eso, los metanoéticos políticos se entusiasmaron con la expropiación general, parecidos en esto a los fundadores de las órdenes cristianas, que querían que fuese todo común y no poseer nada para sí mismos. Les siguió siendo inaccesible el conocimiento más importante de la dinámica de la modernización económica: el dinero generado mediante el crédito garantizado con propiedades es el medio de mejora universal del mundo. Y están todavía menos convencidos de que, de momento, sólo el moderno Estado de los impuestos, el anónimo hipermillionario, puede cumplir la función de mejorar al mundo en general, ciertamente en alianza con los mejoradores locales, no sólo basándose en su tradicional poder escolar, sino ante todo gracias a su poder de redistribución, que ha llegado a cotas increíbles en el curso del siglo XX. El actual Estado de los impuestos, a su vez, sólo podrá permanecer si se apoya en una economía basada en la propiedad cuyos actores acepten, sin oponer resistencia, que el fisco, con su muy visible mano, les sustraiga año tras año la mitad del producto total para favorecer las tareas de la sociedad.
En tiempos de la Escolástica se los llamará los más talentosos, en épocas burguesas los más dotados. Por razones fáciles de entender, un buen día el resentimiento, abstractamente universalista, tronará contra el concepto de las «dotes naturales». No sólo la vieja Mantos ama a quien ansíe lo imposible, sino todo el que se haya incorporado el élan de la alta cultura. Más importante que amar a quien anhele lo absurdo es, sin embargo, descubrirlo entre la mayoría, a la que querer inculcar el éros de lo imposible sería una pérdida de tiempo. Así como Caronte, el barquero del mundo de los muertos, lleva al otro lado a un Fausto que arde en amor por Helena, cada uno de los grandes trainers acompaña “al otro lado” a los discípulos que no cejan en sus anhelos.
El cristianismo aparece no solo como una moral que se opone a los valores helénicos de la Grecia clásica, sino como una corriente que, al dejar de lado la virtud atlética romana, se aleja de lo que Nietzsche considera una verdadera cultura de la lucha. El cristianismo, al promover la compasión y el sacrificio, ignora las bases paideíticas que formaban la columna vertebral de la antigua Roma. Nietzsche no se limita a criticar la moral cristiana como una moral de debilidad; lo que realmente lo preocupa es el olvido de la vida activa y vital, aquella que se construye en el combate, en el esfuerzo físico y en la lucha por el poder.
Este desplazamiento de los valores, que Nietzsche identifica como una forma de «resentimiento», es, para él, la fuerza invisible que ha dado forma a la «poshistoria». La «historia del resentimiento» no es, por tanto, una narración de un pasado distante, sino una estructura latente que sigue operando en las sombras de la cultura occidental. A través del resentimiento, los valores se han invertido, y lo que antes se consideraba noble y digno de ser venerado, ahora es visto con desdén o incluso con desprecio. Lo que se necesita, según Nietzsche, es un nuevo tipo de individuo que pueda trascender este resentimiento y afirmarse a sí mismo, no en la negación de la vida, sino en su plena aceptación y en la búsqueda de la grandeza.
La ironía de Nietzsche, por tanto, no solo se encuentra en sus palabras, sino en el mismo proceso histórico que él describe. La «rebelión de los esclavos» no es un fenómeno aislado, sino un proceso continuo, un cambio en los valores que atraviesa la historia y se infiltra en la conciencia colectiva. Para Nietzsche, la tarea no es simplemente derribar las estructuras existentes, sino superar el resentimiento que ha dado forma a esas estructuras. Es necesario, entonces, forjar una nueva moralidad, una que no se base en la negación y el resentimiento, sino en la afirmación de la vida, en la lucha constante por el poder y la grandeza.
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