«Alcance de la cubanía», de Joel James

Por ARVC

Este texto, más ampliado, forma parte del libro inédito Joel James: la cultura es el reglamento de una orden.

Ayer dediqué varias horas a la relectura del libro Alcance de la cubanía del historiador Joel James Figarola, publicado en 2001, obra que constituye un esfuerzo sostenido por repensar el concepto de cubanía más allá de los clichés usuales. Lo que continúa llamando poderosamente mi atención, incluso más de dos décadas después de su publicación, es la lúcida observación que James plantea en uno de sus ensayos fundamentales, Urgencias y exigencias historiográficas. Allí sostiene que, a pesar de ciertos trabajos encomiables, el conjunto de investigaciones sobre la Revolución cubana no ha logrado consolidar un expediente sólido de resultados historiográficos de alta calidad.

James advierte que, más allá de las contribuciones individuales, persiste una narrativa histórica marcada por interpretaciones coyunturales, que privilegian los momentos políticos o militares inmediatos en detrimento de los procesos de más largo aliento. Esta tendencia ha derivado, según su análisis, en un marxismo de factura mecánica, incapaz de renovar categorías ni de ofrecer interpretaciones realmente sustantivas sobre las complejidades del devenir cubano. Lo que predomina es una historiografía repetitiva, que no consigue escapar del gesto totalizador ni del afán de construir relatos exhaustivos, donde los viajes de Colón y los tratados de Madrid aparecen amalgamados como partes de una misma saga revolucionaria interminable.

Joel James también hace una crítica, no menos severa, a ciertos enfoques de la historia local, que califica de apologéticos y hechológicos. Bajo su mirada, gran parte de la producción historiográfica local se reduce a un folklore de lo heroico o a una mitología de sucesos triviales, incapaz de articular visiones de conjunto ni de preguntarse por los sentidos profundos de la experiencia histórica. Estas historias, aunque ricas en anécdotas, pecan de ensimismamiento y de falta de rigor metodológico.

Con todo, el ensayo que reviste mayor densidad conceptual en Alcance de la cubanía es Proceso de la cubanía, donde Joel James aborda la noción de «proceso» como categoría central para pensar el fenómeno de la identidad nacional. A diferencia de otras aproximaciones, que entienden la cubanía como un atributo fijo, esencial o consumado, James propone entenderla como un proceso abierto, inacabado, sujeto a constantes mutaciones. Esta perspectiva introduce una innovación importante: la cubanía, lejos de ser una entidad cerrada o una sustancia metafísica, es el resultado de múltiples interacciones históricas, y, por tanto, carece de un final definitivo.

En este ensayo, James avanza una periodización tentativa de la cubanía, basada en tres grandes etapas; la pre-plantacionista, correspondiente al período anterior a la implantación de la plantación esclavista; la proto-plantacionista, marcada por los primeros ensayos de establecimiento de la plantación como modelo económico y social; y la post-plantacionista, caracterizada por la crisis y transformación de dicho modelo. Esta división, aunque útil en términos analíticos, no deja de plantear interrogantes, especialmente en cuanto a los contornos y características de la cubanía en la era post-plantacionista, un fenómeno que el propio autor reconoce como insuficientemente explorado.

Lo verdaderamente novedoso en la propuesta de Joel James reside en situar a la plantación —más precisamente, a la plantación esclavista— como núcleo generador de la cubanía. Según esta interpretación, la plantación no solo organizó el trabajo y la producción de bienes, sino que dio lugar a un tipo de sociabilidad, a un conjunto de prácticas culturales, y a una estructura de creencias que se constituyeron en el humus de lo cubano. La cultura tradicional, los cultos sincréticos y la religiosidad popular —elementos centrales en la definición de cubanía— son, en esta óptica, emanaciones directas de la vida plantacionista.

Sin embargo, a pesar de la profundidad y originalidad de su planteamiento, James no consigue escapar completamente a una de las limitaciones más persistentes en el pensamiento cubano, la tendencia al reduccionismo antropológico-cultural. Si bien critica con razón la repetición de fórmulas vacías en la historiografía revolucionaria, su propia propuesta queda atrapada en el paradigma del plantacionismo, que privilegia la cultura popular como instancia privilegiada de producción de sentido, en detrimento de otros factores igualmente decisivos como las estructuras económicas, las dinámicas de poder político o los procesos de modernización institucional.

Este enfoque plantacionista, aunque fecundo en muchos aspectos, corre el riesgo de cosificar la cubanía en un pasado inmutable, centrado casi exclusivamente en las formas de vida generadas por el régimen de plantación. La modernidad, la urbanización, la industrialización parcial, la expansión de la educación y la movilidad social posterior a la plantación son fenómenos que, en la propuesta de James, quedan en un segundo plano o son tratados como meros epifenómenos de un ethos tradicional inextinguible.

Por otra parte, su periodización basada en la lógica de la plantación introduce un dilema teórico: ¿puede hablarse de una era verdaderamente post-plantacionista si la matriz cultural originada por la plantación sigue activa, aunque en formas transformadas? ¿No sería más pertinente pensar la cubanía contemporánea como una tensión entre matrices culturales heredadas y procesos nuevos que las subvierten o recomponen? Estas preguntas, que James deja abiertas, siguen siendo cruciales para una reflexión más matizada sobre la identidad cubana en el siglo XXI.

Otro aspecto digno de mención es la ausencia en su análisis de la diáspora cubana contemporánea como actor constitutivo de la cubanía actual. La emigración masiva desde 1959 ha generado espacios de reproducción cultural y social donde la cubanía no solo se preserva, sino que se redefine bajo coordenadas distintas. El «proceso» de la cubanía, en este sentido, ya no puede entenderse exclusivamente en términos insulares o en función del territorio nacional, sino como un fenómeno transnacional, diseminado en múltiples geografías.

La lectura de Alcance de la cubanía invita, pues, a reconocer los logros y limitaciones de un enfoque que, si bien aporta elementos de notable originalidad, también reproduce ciertas inercias del pensamiento histórico cubano. La apelación a un núcleo cultural supuestamente irreductible corre el riesgo de petrificar lo que es, en esencia, un proceso dinámico, abierto a la contingencia y al cambio.

En este sentido, el mérito principal del libro de Joel James no reside tanto en las respuestas que ofrece, como en las preguntas que plantea. ¿Qué es la cubanía cuando se desvanece el marco de la plantación? ¿Qué formas adquiere en las ciudades globalizadas, en las redes digitales, en los exilios sucesivos? ¿Puede aún hablarse de una identidad cubana unificada, o debemos acostumbrarnos a pensar en una multiplicidad de cubanías, heterogéneas y, a veces, contradictorias?

El desafío sigue siendo pensar la identidad nacional sin caer en esencialismos ni nostalgias. Asumir la cubanía como proceso implica aceptar su inestabilidad, su carácter provisional, su apertura a lo inesperado. En este sentido, la obra de Joel James, aun con sus limitaciones, representa un esfuerzo honesto y necesario para sacar el debate sobre la identidad cubana de los moldes gastados de la apologética y del esquematismo ideológico.

Tal vez la mejor manera de rendir homenaje a su propuesta sea continuar el trabajo que él inició, pensar la cubanía más allá de la plantación, más allá del folklore, más allá de la insularidad. Pensarla, en suma, como un horizonte en perpetua construcción, donde lo propio no está dado de una vez por todas, sino que se conquista —o se pierde— en el flujo incesante de la historia.

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