Rainer Maria Rilke in his study, c. 1905. Private Collection.

Una carta, un poema de Rilke

El filósofo y escritor alemán Peter Sloterdikj publica en una de sus brillantes obras, En el Mundo interior del capital,   una carta y poema de Rainer María Rilke inéditos, que quisiéramos compartir con ustedes. 

Sloterdikj supone que  se trata de   “una carta desaparecida de Rilke a una noble destinataria desconocida, que, por sus características estilísticas y de contenido, habría que datar en la primavera de 1922; apenas necesario subrayar que también en este texto falta en las ediciones de las obras de Rilke que existen hasta ahora”.

La carta y el poema es demostración de la creación tardía de Rilke: La poética del espacio...

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Nota: Se respeta al pie de la letra la edición del poema tal y como aparece en el texto de Sloterdijk.

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Carta

“Muy estimada Condesa, Usted, alma exquisitamente elevada, con qué intensidad siento de repente su presencia, ahora, que he tomado la decisión de aligerar mi ánimo y depositar un secreto en un lugar que puede comprenderlo sin constreñirlo. Pues hoy, de mañana, ha llegado a mi memoria su imagen, elevada por ángeles de hilos compuestos de luz oscura. En este momento Usted me resulta tan cercana como una casa en la que pasé muchos días de joven. Es como si me fuera permitido volver a caminar a través de ese recinto familiar de vida, hasta que se muestre en él el lugar exacto en el que pueda ser depositado el secreto traído, para que descanse y viva allí como le corresponde. Sonría tranquilamente, excelsa Señora, por esta presunción que hace que me convierta en un intruso para Usted, aunque esta vez venga con un presente. Haga uso de su inalienable privilegio de estar por encima de secretos de poeta con su séquito de insinuaciones aleteantes. Pero, acójame con benevolencia, al modo magnánimo que es derecho suyo de nacimiento y cuya existencia ensancha el aire que respiro, desde que la vida me concedió la gracia de revelarme a Usted”.

“Recordará, seguramente, que hace pocos meses le dirigí una carta festiva, casi podría llamarse una epístola, una carta escrita aún en las alturas de Muzot, en la que le anunciaba la terminación de las elegías. No dudo que tiene presente aún la importancia del acontecimiento. ¡Cómo me confundiría si nuestro corazón no hubiera latido al mismo ritmo entonces! ¿Quizá se despierte de nuevo en su memoria el eco de la nueva que dejé aflorar entonces? Oh, seguro que recuerda mi grito, desconcertado por el agradecimiento, a los amigos: ¡el número ya estaba completo, el número excelso, la década sagrada, cuyo receptáculo había sido yo durante años de espera, maduración y silencio!  Y ahora, estimadísima y excelsa Señora, he de asumir el atrevimiento de confiarle lo que acabo de llamar el secreto. Escribo la confesión siguiente con mano trémula, agotada, con una mano que se retira avergonzada incluso cuando da. He de expresarlo por fin, para que descanse su sonrisa desde ahora: ¡las elegías no eran diez, eran once! ¡Oh cielos, ya está escrito!  En vano busqué en mí explicaciones para esta embarazosa demasía. Entonces, cuando los versos me venían, escribí como alguien que está fuera de sí, tempestuosamente, lo que parecían dictarme ángeles serios. Pero cuando quedaron atrás las semanas de fiebre, contemplé la obra con ojos menos calenturientos y, por muchas veces que contara la divina serie, siempre aparecía una elegía más de las diez providenciales”.

“Excelsa señora, perdóneme si agobio su más profundo interior con esta revelación. ¡Apenas soporto la idea de que se desconsuele por el secreto compartido! ¡Le aseguro que es imposible que sufra por lo que sepa por mí! Confortado por esa idea, le hago entrega ahora, a Usted, y nada más que a Usted, de una copia del poema undécimo, el sobrante. No conozco en el mundo ninguna otra alma a la que confiar con tanta seguridad estos versos huérfanos. ¡Ah, qué son almas, qué son amigos, sino asilos, también, para poemas extraviados! No muestre estas líneas a nadie, o sólo a los pocos que hayan conseguido acercarse a su corazón. Si llega el caso en que se tope con alguien solitario y peculiar, con un hambriento de todo tipo de realidad interior, cuyos últimos testigos habremos sido nosotros, entenderá al punto lo que tiene que hacer sin traicionar su conciencia, ni el poema, que ya es su huésped silencioso.  Piense en mí algunas tardes violetas, cuando pasee por los arrecifes, y la aspiración del cielo haga ligeros sus pies, y llénese de la sensación de que, más silencioso que nunca, está en su proximidad,

Su

RMR

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Poema

Estar siempre bajo techos construidos por uno mismo significa

volverse

prisionero de una libertad sida.

El cielo estrellado lo hemos repatriado, ah, hacia un Dios lejano,

al que ya

le pesa habernos querido.

En su lugar colocamos bóvedas de orgullo y de recelo.

Donde antes se tendían puntales entre estrellas, están ahora los

entramados

de osado arte de hierro.

Vidrios sin misterio sustituyen al alto azul,

paredes salidas de la propia mano componen el horizonte,

como si el universo hubiera de terminar

allí donde la obra humana llega a su límite.

Ahora tampoco para seres humanos hay ya más que listones,

y tras millones de listones ningún mundo.

En otro tiempo, fuera ciertamente, al aire libre antiguo, que creció

en torno

a nosotros durante milenios, ya que tampoco un ingeniero poseía

más fuerza que un pequeño animal,

que siente siempre la sobrepotencia de lo abierto cuando sigue las

huellas

en la cercanía,

fuera, digo, y entonces, estaba, era, la verdad pura, cuando el

verso

me habló: a través de todos los seres se extiende el único espacio.

Todas las cosas encontré allí conjuradas a la convivencia,

todo lo existente oscilaba en su lugar, imperceptiblemente, en un

mismo

aliento.

Y, como un viento que ha abandonado la casa del verano

para traer el más fértil otoño,

el estar-ahí-unos-para-otros pasó a través de los

cuerpos de las cosas separadas.

El espacio, el único, dominaba como el reunidor magnífico,

el dios más comunicativo, que reparte almas a todos,

como se reparten regalos entre el pueblo en bodas principescas,

para que los más pobres se lleven también su parte.

Respirando, como gemelos, estaban los zapatos de la campesina

ante la

habitación oscurecida,

el martillo, aún caliente por un trabajo valioso,

reposaba de noche en el taller, no de otro modo que  la hoz, que

ligeramente

incandescía

de utilidad, tiempo después de la cosecha, hasta el invierno.

En aquella mañana activa fluyó alma de los mangos de las herramientas

a  las

manos de aquellos que con utensilios domésticos tan tranquilos

compartían sus hogares,

así como hombres desamparados comparten la cama

con el inexpresable aroma de las mujeres complacientes.

Pero ahora un destino nos ha arrojado fuera de lo animado.

A todo lo conseguido, clamé, amenaza la máquina.

En una máquina vivimos,

y lo interior se ha vuelto igual que lo exterior,

como si el alma sólo fuera un gas de escape que surge, molesto, de

un motor

ruidoso.

Las cosas se encogen en sí mismas, comprables y frías, como chicas

enfermas, que han olvidado lo que es amor, flores,

y lo que son estaciones del año.

Donde vivían almas, se ha instalado la insolencia.

Los aprensivos animales

deambulan, carne entibiada, decepcionados, en las vitrinas.

Esos seres vivos elevados, cómplices antes de nuestra existencia,

han dejado

de mirarnos,

de modo que ahora nos faltan los testigos, que, en silencio pero en

vela,

hubieran podido juramentar que nosotros, como ellos, estamos en

vida, escuchando en el interior, tan lejos, tan lejos.

Ahora lleva un precio todo lo que en la claridad de la arcada se

sitúa

aislado, cada cosa, encerrada en su des-animación. Cada cosa nos

grita lo joven e importante que es, tan lasciva como lo barato

que se las da de más caro.

Ah, la cosa ya no encuentra hoy a su ser humano.

Ser comprable quiere decir: haber desaprendido la pertenencia a

lo vivo,

y comprar significa convidar cosas a la ligera a casa,

como invitados por una única vez, a los que se saluda, utiliza

y nunca se vuelve a mirar.

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