Por KuKalambe

Hay novelas que denuncian; otras, que documentan; las hay también que se afanan en narrar el trauma con la esperanza de aliviarlo. Pero Ruy, la colosal obra de César Raynel Aguilera, hace algo distinto y más osado: se fuga. No con la prisa del fugitivo ni con la melancolía del exiliado, sino con la obstinación del cartógrafo que, rodeado de muros, traza con palabras los contornos de un territorio que aún no existe.
Ruy no es la novela del desencanto con el socialismo ni la crónica del deterioro ideológico: es la tentativa radical de pensar —y habitar— un espacio donde el alma no sea confiscada por el lenguaje del poder. Por eso su gesto no es meramente político, sino ontológico. No busca sustituir un discurso por otro ni ironizar sobre la dogmática revolucionaria, sino fundar una geografía del espíritu en medio del paisaje arrasado.
Todo régimen autoritario no solo vigila los cuerpos o regula la producción: ante todo, ocupa el espacio. Lo regula, lo nombra, lo patrulla. Define lo que puede ser dicho y vivido en cada esquina. En Cuba, esa ocupación fue perfecta: al discurso del poder no se le oponía el silencio, sino su eco invertido. Incluso el cuestionamiento —disfrazado de crítica cultural o de humor— formaba parte del mismo engranaje. Ruy se escapa de esa celada: no busca el gesto contestatario, sino la invención de zonas no habladas, de territorios sin gramática.
La novela se construye como una fuga interna. No hay aquí la nostalgia del exilio ni la glorificación de Miami como tierra prometida. La huida no es física, sino espiritual. Ruy, el personaje, no se marcha del país, sino que aprende a vivir fuera del discurso, dentro del país. Y eso lo convierte en una figura que no pertenece a la tradición del héroe ni del mártir ni del cínico: pertenece a una raza distinta, casi extinta, de seres que buscan habitar lo irrepresentable.
Ese gesto de escape no se consuma en la acción, sino en la invención de espacios. Y no de espacios geográficos —la novela no se complace en mapas ni en topografías—, sino de espacios existenciales: una esquina del barrio, una mirada, una playa, una hora secreta. En esa economía mínima, el más leve rincón puede devenir lugar sagrado si logra sustraerse al lenguaje oficial.
En este sentido, Ruy se distancia de la Habana verbal y encantada de Cabrera Infante. La ciudad del autor de Tres tristes tigres brilla en la superficie del idioma como un pez tropical, pero no escapa del acuario: su libertad es estética. Ruy, en cambio, no quiere jugar con las palabras ni embriagarse con el ingenio: quiere respirar. No se embelesa con la lengua sino que intenta abrirla, romperla, crear una fisura por donde entre el aire. Su estilo no es el de la pirueta verbal, sino el de la respiración profunda.
Por eso esta novela no es una refutación del discurso revolucionario: es su ausencia deliberada. Y allí radica su potencia. Porque toda crítica que se construye como réplica sigue siendo parte del duelo: sigue danzando alrededor del cadáver. Ruy no discute con el cadáver: lo deja atrás. No le interesa desmontar la ideología sino salir de su radio de gravedad. No quiere la lucidez del desencantado ni la furia del justiciero: quiere la inocencia posible de quien aún puede amar sin consigna.
La novela se convierte entonces en una pedagogía del espacio: un arte de la retirada interior. Lo que Ruy nos enseña no es a resistir con valentía ni a denunciar con argumentos, sino a inventar un afuera allí donde ya no quedaba ninguno. Este afuera no es geográfico ni político: es una zona de la sensibilidad donde aún es posible respirar sin miedo, mirar sin retórica, desear sin culpa.
En ese acto silencioso —pero radical— de crear espacio donde no lo hay, la novela se hermana con las nociones foucaultianas de “heterotopía”. Cada uno de los espacios que Ruy ocupa, recuerda, sueña o construye —la playa, el reloj, la infancia, el sexo, la lectura— son lugares que no se pliegan del todo al orden simbólico. Son espacios impuros, clandestinos, porosos. Y en esa porosidad reside su libertad.
No se trata aquí de espacios seguros, sino de espacios posibles. No están garantizados por una ley ni protegidos por una institución: existen apenas mientras son vividos. Como las olas, como los aromas, como los sueños. Por eso la novela avanza no como una marcha triunfal sino como una respiración entrecortada. A cada paso, el mundo amenaza con cerrarse de nuevo. Pero Ruy encuentra una grieta. No una puerta, ni siquiera una ventana: una grieta. Y por ella se cuela.
Esa grieta es también temporal. La novela tiene una relación oblicua con el tiempo. No sigue el ritmo de la Historia con mayúscula, ni de los grandes acontecimientos. Su tempo es otro: el de la memoria íntima, el del deseo que se repliega, el de la conciencia que madura en medio del asedio. Por eso en Ruy los días no se suceden como hechos, sino como atmósferas. Hay en su estructura una música secreta que no obedece a la cronología sino al ritmo de la atención.
Y si hay un elemento simbólico que resume este gesto, es el mar. No como postal de libertad ni como promesa de huida, sino como cifra del infinito. El mar, en Ruy, no es escenario ni metáfora: es la presencia vibrante de lo no colonizable. Ahí donde todo fue sometido, el mar permanece indócil. Sus olas, siempre nuevas, enseñan una lección de impermanencia. Frente a la repetición ideológica, el mar ofrece la variación incesante. Frente al encierro, la apertura sin fin.
En última instancia, Ruy no es una novela sobre Cuba ni sobre el socialismo, aunque ambos estén inscritos en su carne. Es una novela sobre lo que significa no rendirse en medio del encierro. Sobre cómo imaginar una vida donde ya no quedan modelos. Sobre cómo no claudicar aun cuando se ha perdido la esperanza de una salida. Es la novela de un alma que, sin dejar de estar presa, aprende a moverse dentro de su celda como si fuera un jardín.
Y esa enseñanza, en tiempos de saturación discursiva, es más que literaria: es ética. Porque Ruy no nos dice qué pensar, ni nos invita a indignarnos, ni pretende darnos lecciones. Solo muestra cómo, aun cuando todo ha sido dicho, puede haber todavía un espacio donde callar sea empezar de nuevo.
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