«Los relatos de Maurice Sparks», de Ernesto G

Por Galan Madruga

Maurice Sparks no es simplemente un personaje de ficción ni un seudónimo que oculta a un escritor; es, ante todo, la manifestación de una evolución en la forma de concebir la escritura. No se interesa por desarrollar un sistema de pensamiento ni por ofrecer una visión acabada de lo que narra. Más bien, asume el papel del lector que se toma a sí mismo —y a su obra— con distancia, incluso con cierto desdén. El gesto de Sparks no es el de afirmar, sino el de insinuar; no el de enseñar, sino el de poner en juego la posibilidad de otra lectura.

Su ironía no es un recurso estilístico, sino una posición vital. De ahí que su obra no deba interpretarse de forma literal. Sparks no busca establecer una doctrina ni ofrecer un mensaje cerrado. Quizás sea ese el verdadero sentido de adoptar un seudónimo: liberar al autor de la carga de una identidad fija y, al mismo tiempo, cuestionar el lugar tradicional del escritor como garante de sentido. Maurice Sparks se sitúa, en cambio, en la periferia de ese rol, como quien escribe no desde el saber, sino desde la sospecha.

Sus relatos, en ese sentido, no proponen una ética de la vida, sino una estética de la existencia. Si en algún punto provocan en el lector la reflexión sobre el deber ser, es porque, en el fondo, buscan despertar una conciencia del placer por el texto, por el lenguaje, por el juego de significaciones. La figura que se esconde tras Maurice Sparks está interesada profundamente en una visión hedonista de la vida, entendida no como evasión o frivolidad, sino como una forma de resistencia frente a la imposición de normas, códigos y modelos fijos de interpretación.

De ahí la sentencia provocadora que parece condensar su pensamiento: “o lo uno, o lo otro”. No es posible, sostiene Sparks, conciliar la ética con el goce pleno. La ética, como sistema de prescripciones, tiende a cercenar el placer, a imponer sobre la experiencia una lógica externa. Tal es, según él, la paradoja profunda del cristianismo y su herencia: al definir lo correcto, anulan la posibilidad del deseo. Esta tensión entre normas y vida es el punto de partida desde el cual Sparks construye su poética.

Por eso, Sparks no se presenta como un “gran escritor”. Rechaza el prestigio y la autoridad asociadas al autor tradicional. Se define como un lector que escribe, como alguien que ensaya perspectivas desde la modestia de una mirada no sistemática. En su obra, el lector es invitado a ejercer su libertad interpretativa, a apropiarse del texto y a descubrir su propio placer. Sparks no pretende ofrecer respuestas, ni mucho menos imponer valores. Su tono, siempre desacralizador, es una forma de resistencia a la seriedad impostada del discurso intelectual.

En sus relatos, la ironía opera como fuerza subterránea. Hay, en ellos, una constante “comunicación indirecta” que remite al erotismo, a lo sensual y también a lo simbólico. Pero esta comunicación no busca seducir: busca desestabilizar. Sparks propone una ironía radical, una mirada desencantada hacia los grandes relatos de la historia, del romanticismo y de la cultura. No porque niegue su valor, sino porque comprende que el apego a ellos impide toda renovación profunda.

El gesto de Maurice Sparks, entonces, no es destructivo sino revelador. Su obra no busca reemplazar una ideología por otra, sino interrogar el lugar mismo desde donde surgen las ideologías. Su provocación, aunque sutil, es incisiva. No en vano muchos críticos la reciben con ambigüedad: elogian el estilo, pero desconfían de su alcance. Hay, en las recepciones de su trabajo, una tensión entre la apertura que se declara y el recelo que se practica. La figura de Sparks, en ese sentido, funciona como espejo: obliga a quienes lo leen a confrontarse con sus propias imposturas.

Sparks es consciente de esa incomodidad. Sabe que su propuesta no será fácilmente aceptada por quienes insisten en separar el arte de la vida, la estética de la política, la literatura del cuerpo. Pero en su gesto hay una afirmación clara: solo cuando se rompe con las dicotomías heredadas puede comenzar el verdadero acto de creación. Por eso, su estilo no busca agradar; busca interpelar. Y en esa interpelación se juega la potencia de su escritura.

He leído los relatos publicados en su blog con atención. Y he reconocido, en uno de sus personajes —Ernesto G.—, al bromista que esconde una lucidez incómoda. En una ocasión me dijo: “Callejas, de ti no entiendo nada… es una broma”. Y comprendí entonces que detrás de la risa había una crítica aguda a nuestras formas anquilosadas de pensar. Maurice Sparks es, quizás, la invención más certera de alguien que busca escapar de los moldes convencionales, de la literatura que repite sus formas sin cuestionarlas.

Admiro a Sparks porque encarna una escritura viva. Tuvo que esconderse tras un seudónimo para decir lo que, de otro modo, habría sido censurado o malinterpretado. Su negativa a abordar directamente el tema cubano no es una evasión, sino una toma de postura. En un contexto donde la literatura se vuelve comentario de lo nacional, Sparks opta por lo universal. Como Kierkegaard, se distancia de su entorno inmediato para pensar lo humano en su totalidad. No porque desprecie lo local, sino porque no quiere quedar atrapado en su provincialismo.

La literatura cubana, como bien sugiere Sparks, ha caído en una reiteración realista y doctrinaria que asfixia toda posibilidad de renovación poética. Se presenta como universal, pero insiste en el localismo; se proclama libre, pero impone visiones colectivas. Sparks rechaza ese horizonte. Prefiere no repetir la misma historia. Su literatura es, en este sentido, una defensa de la singularidad, del individuo, del acto de existir sin ataduras ideológicas.

Para Sparks, lo primero es vivir. Y escribir, en su caso, no es otra cosa que la afirmación lúcida de esa vida.

Total Page Visits: 11 - Today Page Visits: 1