Por KuKalambe

En la Casa Memoria, con columnas que imitaban con torpeza la severidad del dórico, y cuyas puertas resultaban demasiado pesadas para el presente, se alzaba la Biblioteca. No era un espacio organizado por el orden lógico del saber, sino por la superstición de que todo podía conservarse si se clasificaba con la suficiente obsesión. Funcionaba, más que como un archivo, como un exvoto de papel al tiempo perdido. Un templo menor de la conservación, habitado por sombras más que por lectores, y por un polvo que no se acumulaba como simple materia, sino que servía de evidencia física del tiempo que allí no transcurría sino que se espesaba.

Aquel polvo, al posarse sobre las cubiertas, no velaba los títulos sino que los invocaba. Era una materia litúrgica, el residuo de algo que había dejado de ser útil pero no de existir. Algunos aseguraban que en ciertas baldas se oía, si uno contenía la respiración, el crujido de frases que jamás fueron pronunciadas. La penumbra no era un problema técnico, sino una decisión arquitectónica del alma del edificio.

Allí trabajaba la Bibliotecaria, una mujer sin edad visible, de movimientos tan exactos que sus desplazamientos parecían escritos por una mano caligráfica ajena a su cuerpo. Cada paso suyo tenía la economía de una sentencia legal. Su voz, apenas un susurro, era extrañamente clara. Como si no hablara en tiempo real, sino que recitara un texto antiguo memorizado en la infancia. No era amable, tampoco hostil. No preguntaba, no explicaba, no opinaba. Custodiaba. Era como si su función no respondiera a una vocación, sino a un designio anterior incluso a la fundación de la institución.

Nadie la llamaba por su nombre. En su credencial de esmalte blanco solo se leía una inicial, la letra M, aislada, sin adornos. Algunos decían que era una abreviatura de “Memoria”, otros murmuraban que simplemente no quedaba nadie que recordara cómo se llamaba.

A esa Casa llegó un hombre sin nombre oficial. Se le conocía como “el Lector”, aunque tal título sugería una función más modesta de la que verdaderamente ejercía. Decía leer, pero lo que hacía era más antiguo y más turbio. No investigaba: acechaba. Solicitaba los documentos más raros, los ejemplares únicos, las pruebas frágiles de una historia que parecía resguardada no por su valor, sino por su capacidad para inquietar.

Cuando cruzó por primera vez el umbral de la Biblioteca, lo hizo con paso contenido. Llevaba un abrigo oscuro, ajado pero elegante, y un cuaderno de tapas negras que sostenía contra el pecho como quien protege un secreto que aún no ha sido contado. No miró a nadie. No saludó con premura. Caminaba como si ya conociera la topografía del lugar, como si hubiera ensayado ese momento cientos de veces en su cabeza.

Se detuvo frente al mostrador donde la Bibliotecaria revisaba unas fichas manuscritas. Cuando ella alzó la vista, sus ojos se encontraron, no con ansiedad ni con cortesía, sino con una pausa.

—Disculpe, caballero —dijo ella mientras deslizaba la mirada hacia la solicitud escrita con pluma negra—. Los cuadernos inéditos de Sixto Marchena y el volumen empastado de La Voz del Caribe, edición de 1899, pertenecen a una sección restringida por razones de conservación.

El Lector inclinó apenas la cabeza. Su gesto no contenía ni sumisión ni desafío. Era el saludo de quien sabe que la puerta no se abre por insistencia, sino por resonancia.

—Lo comprendo, señora —respondió con una voz grave y medida. Sus palabras parecían salir de un idioma paralelo, como si hubieran sido traducidas de un texto olvidado—. Pero no vengo a dañar. Vengo a reencontrar. A veces la memoria solo puede ser desclasificada por métodos menos… ortodoxos.

La Bibliotecaria lo observó en silencio. Su rostro no se alteró, pero algo en su respiración pareció detenerse. Como si advirtiera una señal fuera del lenguaje.

—No es la ortodoxia lo que me preocupa —murmuró tras unos segundos—. Es la intención.

El Lector, sin dejar de mirarla, retiró los guantes de lino de su bolsillo y los calzó con una lentitud ceremoniosa.

—La intención —dijo mientras recibía las cajas de archivo con manos cubiertas—. Es lo único que nunca queda registrado.

A partir de ese día se volvió una presencia habitual. Su labor no consistía en leer, sino en desmontar. Como un relojero del lenguaje, abría las cajas, desplegaba los papeles, y entre las sombras inmóviles de los anaqueles, comenzaba a separar aquellas frases que vibraban con una intensidad secreta. No buscaba información. Rastreaba señales.

En el forro de su cuaderno había escondido una hoja de bisturí tan fina que pasaba por una regla rota. Con ella, recortaba márgenes, columnas, encabezados. Extraía fragmentos mínimos, frases inconclusas, nombres sin contexto. No tomaba libros completos ni páginas enteras. Su botín eran retazos: voces interrumpidas, signos sin filiación. Trazos de lo real que sobrevivían mejor fuera de la lógica documental.

Cada uno de esos trozos lo guardaba en una libreta hueca, hábilmente encuadernada para ocultar un sistema interno de compartimentos invisibles. Había allí secciones codificadas, con letras y símbolos que nadie hubiera podido asociar a un orden humano. Entre esas hojas secretas, el Lector iba reconstruyendo una obra que no escribía. La invocaba.

Y luego se marchaba, siempre con la misma calma, con la misma inclinación de cabeza al salir. Nunca repetía un gesto, pero todos parecían parte de una secuencia oculta.

Pasaron semanas. Tal vez meses. Nadie podía precisar el tiempo exacto porque la Casa Memoria no operaba bajo el calendario exterior. Aceptaba su presencia como se acepta un olor antiguo en una sala cerrada: con resignación ritual.

Hasta que un día, mientras él copiaba un verso anónimo hallado en un volante del siglo XIX, la Bibliotecaria se acercó sin que sus pasos resonaran. Y sin elevar la voz, sin alterar el tono con el que se da un dato administrativo, le habló.

—Han comenzado a faltar cosas —dijo la Bibliotecaria con la serenidad de quien no acusa, pero observa—. No se trata de pérdidas evidentes, sino de desapariciones sutiles. Faltan encabezados, citas marginales, palabras clave. La página quince del Tratado contra el olvido ya no está. La portada del Boletín Filosófico de Cienfuegos ha sido reemplazada por una hoja en blanco. No hay señales de deterioro. No hay restos de papel. Solo ausencias limpias, como si nunca hubieran existido.

El Lector levantó lentamente la vista desde su cuaderno. No parecía sorprendido. Su expresión era la de un actor que espera su turno en una obra que ya conoce de memoria.

—¿Y usted cree que eso es pérdida? —preguntó con una voz tan suave como irónica—. ¿No será, más bien, que el archivo se está purgando? Hay palabras que se cansan de ser miradas sin amor. Frases que se niegan a seguir ancladas en el pasado. Tal vez esas páginas se fueron por voluntad propia.

—O tal vez —replicó ella con una firmeza que no necesitaba alzar la voz—, usted las ha sustraído para su beneficio.

Un destello de algo parecido a compasión pasó por el rostro del Lector, pero se desvaneció antes de hacerse visible del todo.

—No para mi beneficio —dijo, bajando la mirada como si hablara con alguien más en la sala, alguien que no podía verse—. Lo hago para su resurrección.

La Bibliotecaria mantuvo el silencio unos segundos más de lo necesario. El aire entre ellos se volvió más espeso, cargado de una electricidad que no pertenecía a los cables ni a las lámparas. Luego lo miró con la distancia moral de quien ha leído más de lo que ha vivido.

—¿Y qué hace usted con todo eso que roba?

Él no respondió de inmediato. Cerró su cuaderno con delicadeza, lo colocó a su izquierda, como se coloca una reliquia antes de la oración, y se recostó levemente sobre el respaldo de la silla.

—Compilo —dijo con un gesto de humildad barroca, como si cada palabra suya descendiera desde un púlpito invisible—. Estoy escribiendo una enciclopedia poética de lo que no debe recordarse. Cada fragmento robado se convierte en una entrada. No explico nada. No organizo. No traduzco. Solo transcribo lo que nunca fue dicho en voz alta.

—¿Y por qué no debe recordarse? —preguntó ella, en un tono apenas perceptible, como si temiera que la respuesta la contaminara.

El Lector sonrió con lentitud, y entonces, como quien cita sin que se lo pidan, comenzó a recitar con una cadencia grave, casi litúrgica:

—“La historia es una coartada con notas al pie.
El poema, una falsificación íntima.
Y todo archivo que se respete debe tener un traidor entre sus lectores.”

Ella no respondió. No porque no tuviera argumentos, sino porque algo en esa frase final —tal vez el ritmo, tal vez el peso de la palabra traidor— había tocado una cuerda interna que ni siquiera ella, con toda su disciplina, podía desacordar.

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue definitivo. Como si los dos hubieran cruzado un umbral sin retorno.

Semanas después, el Lector desapareció. No dejó aviso, nota ni explicación. Nadie supo si se había mudado, si había muerto, si había sido convocado por alguna orden secreta de lectores apócrifos. Nadie lo buscó. Nadie preguntó. Pero lo cierto es que su mesa —la del rincón noroeste de la Sala de Manuscritos— amaneció ocupada por un solo volumen.

Estaba encuadernado en piel falsa, de un color negro opaco que no reflejaba la luz. Las letras doradas del lomo formaban un título que no decía nada. No era un idioma, no era un símbolo, no era silencio. Era otra cosa.

La Bibliotecaria, con una calma ceremonial, lo abrió. El interior parecía hecho a mano, con papel de textura vegetal y escritura caligráfica, aunque ninguna letra coincidía con alfabeto alguno. Al pasar las primeras páginas, encontró un índice imposible: Epístola al papel calcinado. Glosa a una nota al pie ilegible. Poética del margen arrancado. Ensayo sobre las tachaduras invisibles. Tratado sobre lo que no fue citado. Y otros tantos.

En el prólogo, firmado simplemente con una inicial —una “L” tallada a fuego—, se leía:

“El archivo no es lugar de memoria, sino de venganza.
El pasado que no se repite, se reescribe.
Y el Lector verdadero es aquel que corrige a sus muertos.”

La Bibliotecaria cerró el libro con lentitud. No lo registró. No lo catalogó. No lo comentó. Lo devolvió, sin ceremonia, a los estantes de la sección sin nombre. Esa donde van los libros que aún no deciden si quieren ser leídos.

Desde ese día, varios volúmenes comenzaron a perder páginas por sí solos. No era vandalismo. No era deterioro. Era una elección. Los textos, como algunos fantasmas, también saben cuándo es hora de desaparecer.

Y cada vez que la Bibliotecaria pasaba frente a la mesa del rincón noroeste, donde ya nadie se sentaba, se le escapaba un pensamiento no autorizado. No era una sospecha. No era una certeza. Era solo una frase que aparecía sin permiso, como un eco en una casa vieja:

“El lector verdadero nunca se va. Solo se convierte en página.”

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