Por KuKalambe
Este criterio, que refleja una perspectiva profunda sobre las dinámicas sociales, se releciona con la obra de Nietzsche, quien, en su crítica a la moral tradicional y las estructuras de poder, desmantela las nociones prevalentes sobre la jerarquía social y la naturaleza humana. Ortega y Gasset, en su obra emblemática La rebelión de las masas, aborda un fenómeno que parece marcar la pauta de los tiempos contemporáneos: la distinción entre masas y minorías selectas. En su análisis, Ortega y Gasset señala que esta división no se basa estrictamente en clases sociales, como podríamos imaginar, sino en una clasificación más amplia de hombres. Esta visión invita a reconsiderar la jerarquía social no solo desde una perspectiva económica o material, sino también desde el plano cualitativo de las capacidades humanas.
La división entre masas y minorías no sigue la lógica tradicional de clases superiores e inferiores. Es cierto que las clases superiores, al alcanzar y mantener su estatus de manera genuina, tienden a generar individuos de calidad superior, personas que aspiran a vivir según un principio más alto y, en muchos casos, más abstracto. Sin embargo, Ortega nos invita a reconocer que la calidad humana no se distribuye de manera equitativa entre clases, sino que está repartida dentro de ellas de una forma compleja. La aristocracia, tanto en su componente intelectual como social, no está exenta de esa masa de mediocridad que parece permear incluso los círculos más exclusivos.
En su análisis, Ortega describe cómo, incluso en grupos históricamente selectos, la masa y el vulgo tienden a prevalecer. En el contexto intelectual, que debería, por su misma naturaleza, requerir de una alta cualificación, la creciente presencia de seudo-intelectuales es una manifestación clara de este fenómeno. A menudo, estos individuos no cumplen con los requisitos intelectuales mínimos para formar parte del discurso elevado, pero, sin embargo, ocupan un lugar destacado en las esferas de influencia pública. Este fenómeno no se limita a los campos intelectuales, sino que se extiende también a las clases tradicionalmente asociadas con la nobleza o la élite social. En tiempos pasados, la nobleza representaba un modelo de distinción y de excelencia, pero hoy, como bien señala Ortega, esta clase ha sido invadida por un fenómeno de mediocridad que borra la distinción entre lo que una vez fue la aristocracia y las clases populares.
El hecho de que hoy los obreros, que en tiempos anteriores encarnaban la esencia misma de lo que se llamaba «masa», puedan exhibir un notable sentido de disciplina, revela que el cambio no ha sido solo en la estructura social, sino también en la naturaleza misma de las clases. Las distinciones que antaño parecían fijas y naturales han quedado diluidas. La masa ya no es solo un conjunto de individuos de baja extracción social, sino que ha invadido todas las capas de la sociedad, incluido el ámbito de la élite. Esta es la tragedia de nuestro tiempo, un tiempo en el que la distancia entre lo elevado y lo vulgar se ha reducido hasta casi desvanecerse.
La «rebelión de las masas» que tanto se ha mencionado a lo largo del siglo XX es, en realidad, un mito. En lugar de una rebelión, lo que ha tenido lugar es un cambio fundamental en los valores, una transformación radical de lo que consideramos como virtudes y méritos. Ya no se trata de una lucha entre clases o de un levantamiento violento de las masas contra la élite, sino de una reconfiguración del panorama social, en el que el poder se ha separado de la virtud. Los valores que antes se asociaban con el poder—la fuerza, la riqueza, la capacidad de influencia—han adquirido un atractivo casi absoluto. La mayoría, como siempre, se siente atraída por el poder, no solo por sus ventajas materiales, sino por la fascinación inherente que tiene sobre el ser humano: el poder parece ser el único criterio válido para medir el éxito y la relevancia en la sociedad contemporánea.
Por otro lado, aquellos que están alejados del poder—ya sea por elección o por circunstancias—encontrarán su atracción en la virtud, pero no necesariamente en un sentido moralista. La virtud ya no se asocia exclusivamente con el sacrificio o la pureza moral, sino con algo más intangible y, a menudo, más aspiracional. Para muchos, la virtud se ha convertido en un ideal que busca una forma de vida superior, lejos de la competencia implacable y del culto al poder. Pero, en este contexto, la virtud parece ser un bien escaso, pues la mayoría se ve absorbida por la fascinación de la gloria mundana, mientras que la verdadera virtud queda relegada a un segundo plano, vista como algo innecesario o incluso obsoleto en un mundo que valora más la apariencia que la sustancia.
Este cambio de valores, como lo observa Ortega, es la clave para entender los movimientos sociales y políticos que han marcado el siglo XX y que continúan dando forma a nuestra realidad. Las revoluciones no son solo el resultado de un cambio en la estructura económica o política, sino de un cambio profundo en la concepción misma del hombre y de lo que constituye el bien y el mal, el éxito y el fracaso. Las revoluciones sociales no son meros levantamientos de clases o de grupos marginados, sino que son el reflejo de una transformación en la forma en que concebimos la moralidad, el poder y la verdad.
Este cambio en los valores, lejos de ser una rebelión explícita contra las estructuras establecidas, es más bien una reconfiguración del campo social que afecta a todos los individuos, sin importar su origen o su clase social. Lo que antes se consideraba un signo de poder y éxito—la riqueza, la influencia, el prestigio—hoy se ve como una carga o incluso como un signo de decadencia. La fascinación por el poder ha dado paso a una nueva forma de poder, uno más sutil y, a menudo, más destructivo: el poder de la imagen, del entretenimiento, de la apariencia.
Lo que Ortega y Gasset nos están diciendo es que, lejos de ser una lucha entre clases, lo que caracteriza nuestra época es una lucha por los valores. Es una lucha que no solo involucra a los poderosos y a los oprimidos, sino a todos los individuos, en todos los niveles de la sociedad. La cuestión, entonces, no es quién posee el poder, sino cómo ese poder es entendido y utilizado en una sociedad que ha perdido su capacidad de distinguir entre lo que es verdaderamente valioso y lo que es superficial. En este sentido, el enigma detrás de las revoluciones sociales no es solo un enigma político o económico, sino moral y cultural.
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