Por Héctor A. Rodríguez, PhD
Como comienzan las historias: había una vez una niñita a la que le gustaba lo ajeno. Lamentablemente, creció en un país pobre donde los recursos materiales solo los poseía el Estado, y eso hacía que todo el mundo tratara de resolver sus necesidades obteniéndolos del propio Estado.
Así fue creciendo la niña Antonia. Le robaba los lápices, las gomas de borrar y hasta las libretas a sus amiguitos de la escuela.
En los cumpleaños, las mamás de los niños donde era invitada cerraban los cuartos de sus casas por miedo a que Antonia entrara y se adueñara de algún artículo que, con esfuerzo, se adquiría, pues —como dije— la escasez era grande.
Así creció, y llegó a adquirir notoriedad en su trabajo, pues le gustaba ascender en la escala política: eso le facilitaba el acceso a productos disponibles solo para la élite del poder. Pero esa misma ambición la llevó al fracaso.
Desde una posición política en la que se encontraba, un profesor fue sancionado por recibir regalos del extranjero, y en la miseria cubana eso era pecado capital. El profesor fue a su oficina del Partido, donde Antonia era jefa, y le entregó dos cortes de tela de seda estampada que un chivato, agente de la Seguridad cubana llamado Víctor Soto Abreu, le había traído de México. Soto, que había impartido clases allá, había delatado al profesor por llevar las telas a la señora Antonia.
El profesor le dijo que venía a entregar las telas como gesto de desprendimiento y buena voluntad política, para no ser mal evaluado, y que el Partido las donara a un centro de ancianos, un hogar de desamparados, etc. Ella las recibió y prometió analizar el caso en el Partido Provincial de su ciudad.
Dos días después llamó al profesor y le comunicó que no era necesario devolver las telas, que no habría problema, y se las devolvió. Para su sorpresa, eran otras telas: las que estaban colgadas en la pared de la oficina de la funcionaria del Partido Comunista de Cuba en la Universidad de Granma.
Resultó que la cleptómana se quedó con las telas mexicanas y devolvió otras que se había robado de su propia oficina, donde habían sido usadas como cortinas. Hizo así un doble robo —como en el argot beisbolero—: se robó las telas mexicanas y también las de las cortinas. Tanto era el placer fijado en su cerebro por el acto de robar.
El profesor informó del hecho a las autoridades, sin que pasara absolutamente nada.
Al poco tiempo, la señora Antonia siguió ascendiendo en la escala del poder y fue nombrada Rectora de la Universidad. Ahí se dio gusto: se robaba todo lo que estaba a su alcance, desde comida, gasolina, papel, hasta toallas de los hoteles donde se hospedaba cuando viajaba a la capital por razón de su cargo. Así saciaba su sed de adquirir materiales diversos según sus necesidades.
Como todo funcionaba bien, decidió escalar en su obsesión adquisitiva y comenzó a construirse su propia casa con recursos del Estado y materiales obtenidos por su influencia en los almacenes de la Universidad: pintura, maderas, cables eléctricos, etc.
Pero la gota que colmó el vaso fue el robo de los aires acondicionados asignados para unos laboratorios de precisión. En lugar de llegar a su destino, fueron a parar a las habitaciones del nuevo hogar de la rectora.
Al ver que los aires no llegaban, los profesores se dieron cuenta de que ese tipo de laboratorios ya habían sido instalados en otras universidades, pero no en la suya. Comenzó un proceso de intercambio de información hasta que se supo que los aires sí llegaron a la Universidad, pero fueron desviados para un nuevo destino: las habitaciones del hogar de Antonia María Castillo.
El resto del cuento, todos lo saben: fue destituida, y dormía con calor en su nueva casa. Los aires acondicionados funcionaban en su verdadero objetivo: los laboratorios de equipos de precisión de la Universidad para los que fueron originalmente asignados.