En The Polarized Public?: Why Our Government is So Dysfunctional, el politólogo Alan Abramowitz lanza una advertencia clara: la disfunción del gobierno estadounidense no es un accidente ni una anomalía, sino el resultado directo de una ciudadanía profundamente dividida. El libro, publicado en plena efervescencia política, disecciona con precisión quirúrgica cómo la polarización ideológica ha transformado el paisaje político de Estados Unidos, erosionando la capacidad de gobernar y comprometerse.

Abramowitz sostiene que el electorado estadounidense ya no está compuesto por una mayoría moderada que oscila entre partidos. En cambio, ha emergido una ciudadanía altamente ideologizada, donde demócratas y republicanos no solo discrepan en políticas, sino que habitan mundos morales y culturales distintos. Esta polarización se refleja en el Congreso, donde el consenso se ha vuelto casi imposible, y en las elecciones, cada vez más reñidas y agresivas.
Pero ¿es este fenómeno exclusivo de Estados Unidos? Europa, aunque con sistemas parlamentarios más diversos y multipartidistas, no está exenta de tensiones similares.
Europa: ¿inmunidad o vulnerabilidad?
A diferencia del bipartidismo estadounidense, muchos países europeos cuentan con sistemas proporcionales que obligan a formar coaliciones. Esto, en teoría, debería fomentar el diálogo y el compromiso. Sin embargo, la fragmentación política también puede generar parálisis, como se ha visto en Bélgica o España, donde la formación de gobiernos ha requerido meses de negociaciones.
Además, el auge de partidos populistas y euroescépticos —como el Rassemblement National en Francia, Vox en España o Alternativa para Alemania (AfD)— ha introducido una polarización de nuevo cuño: no tanto entre izquierda y derecha tradicionales, sino entre globalismo y nacionalismo, entre élites y «el pueblo».
Mientras que en EE. UU. la polarización se ha institucionalizado en dos grandes bloques, en Europa se dispersa en múltiples frentes, lo que puede hacerla menos visible pero no menos peligrosa. La desconfianza hacia las instituciones, el rechazo al pluralismo y la radicalización del discurso público son síntomas compartidos a ambos lados del Atlántico.
¿Qué podemos aprender?
Abramowitz no ofrece soluciones mágicas, pero su diagnóstico invita a reflexionar sobre el papel de los ciudadanos en la salud democrática. Si el público se polariza, los políticos lo seguirán. Si el diálogo se sustituye por la descalificación, el sistema se resquebraja.
Europa aún tiene margen para evitar el colapso institucional que Abramowitz describe. Pero para ello, debe reforzar la educación cívica, proteger los espacios de deliberación plural y resistir la tentación de convertir la política en una guerra cultural permanente.
La democracia no muere solo por golpes de Estado. A veces, se desvanece lentamente, entre gritos, tuits, bulos y urnas.
Sol de Rodela Ocoso
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