Por Spartacus
La frase de Fidel Castro pronunciada en junio de 1961 en la Biblioteca Nacional, Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada, ha pasado a la historia como uno de los enunciados más contundentes en la definición de los límites de la vida cultural y política en Cuba. No se trataba solamente de una advertencia dirigida a los intelectuales reunidos en aquel encuentro, sino de una delimitación ontológica del espacio de lo posible, una afirmación de que toda manifestación de la vida debía inscribirse dentro del horizonte de la Revolución para ser considerada legítima. Se configuraba así un marco cerrado que absorbía lo político, lo cultural, lo artístico y lo social en una totalidad indivisible.
Seis años más tarde, en un ámbito completamente distinto, Jacques Derrida publica De la gramatología y con ello inaugura un modo radical de pensar la escritura y la textualidad. Allí se encuentra una de las frases más citadas de la filosofía contemporánea: Il n’y a pas de hors-texte, traducida como no hay nada fuera del texto. El gesto derridiano, aunque filosófico y no político, coincide en señalar que todo lo que se considera exterior ya está, de alguna manera, inscrito en el campo que pretende excluir. No existe un afuera puro, pues toda referencia a lo real, lo histórico, lo subjetivo o lo material está atravesada por huellas, signos, diferencias y estructuras de escritura.
Al poner en diálogo ambos enunciados, uno podría sentirse tentado a pensar que no existe relación posible entre la proclamación de un líder revolucionario en el Caribe y la formulación de un filósofo francés que repensaba la tradición metafísica occidental. Sin embargo, cuando se examinan las consecuencias de cada frase, se advierte una sorprendente proximidad. Castro delimita la Revolución como único espacio de legitimidad, Derrida delimita la textualidad como único espacio de significación. En ambos casos se produce un gesto de clausura, una imposibilidad de habitar un afuera, una absorción total que organiza el sentido de la existencia.
Castro construía un marco de pertenencia política que, bajo la apariencia de una concesión amplia, revelaba una exclusión radical. Quien se mantenía dentro de la Revolución gozaba de todas las posibilidades de expresión, quien se colocaba contra ella quedaba relegado al vacío de la ilegitimidad. Derrida, por otro lado, desmontaba la idea de que existiera un referente originario no textual. Todo acontecimiento, toda experiencia, toda representación, se encuentra mediada por sistemas de signos que no permiten un acceso directo a una realidad en bruto. Tanto en el terreno político como en el filosófico se afirmaba, con distintos acentos, la imposibilidad de lo exterior.
La anécdota de Antonio y María ofrece un ejemplo concreto de cómo el principio de Castro se infiltraba incluso en lo íntimo. Antonio, estudiante de física en la Universidad de Oriente, enamorado de una joven de dieciocho años, se enfrentaba a la oposición del padre de ella. En un intento desesperado por demostrar la seriedad de sus intenciones, decidió escribir una carta de amor que también fuera una promesa ética. Sin embargo, lo que parecía un gesto privado se transformó en un acto político. Su amigo Ernesto, estudiante de filología, intuyó que el texto carecía de legitimidad sin las marcas de la Revolución. Al añadir el lema Año del Guerrillero Heroico y despedirse con la palabra Revolucionariamente, la carta se transformaba en un documento inscrito en el gran relato de la época.
Este detalle aparentemente anecdótico ilustra el alcance de la frase de Castro. No se trataba de una disposición abstracta, sino de un principio regulador que organizaba incluso las expresiones amorosas. La carta de Antonio no podía ser leída simplemente como declaración íntima, sino como un texto dentro del texto mayor de la Revolución. El padre de María no solo evaluaría la sinceridad del sentimiento, también recibiría un mensaje de adhesión al orden político. La vida privada se hallaba absorbida por la esfera pública, el amor necesitaba la legitimidad de la ideología para volverse aceptable.
En este punto la conexión con Derrida se vuelve más clara. Cuando el filósofo afirma que no hay nada fuera del texto, está señalando que incluso aquello que parece independiente de la escritura está siempre mediado por estructuras significantes. La carta de Antonio, por más personal que pareciera, estaba atravesada por huellas de la historia, por consignas políticas, por un contexto que se inscribía en cada palabra. Lo mismo ocurre con cualquier experiencia humana según Derrida: no existe percepción pura ni vivencia directa, todo pasa por el tejido de los signos.
Si se sigue el razonamiento, se descubre que tanto en la Cuba revolucionaria como en la teoría deconstruccionista se plantea una misma condición: el adentro absorbe cualquier afuera. En la práctica política, el amor se vuelve revolucionario o carece de sentido. En la filosofía derridiana, la experiencia se vuelve texto o no existe como tal. En ambos casos, la clausura define el marco de lo pensable y lo vivible.
Lo interesante es que estas clausuras no se presentan como prohibiciones absolutas, sino como condiciones de posibilidad. Castro no afirmaba simplemente que fuera de la Revolución no había vida, sino que dentro de ella se abrían todas las posibilidades. Derrida no sostenía que el texto fuera una cárcel que encierra, sino el espacio mismo donde se produce la significación. Ambos enunciados son totalizadores, pero también generativos. La Revolución como gran relato permitía organizar la vida cultural y social, el texto como estructura permitía organizar la experiencia y el pensamiento.
Sin embargo, es imposible ignorar las tensiones que emergen de estas clausuras. En el terreno político, la frase de Castro implicaba que cualquier forma de crítica podía ser leída como oposición y, por lo tanto, condenada al silencio. En el terreno filosófico, la frase de Derrida podía ser interpretada como una negación de la materialidad, como si todo quedara reducido a la escritura. No obstante, ambos gestos deben entenderse en su complejidad. La Revolución no solo era control político, era también un intento de fundar un sentido histórico colectivo. El texto no solo era clausura, era también apertura al juego infinito de significaciones.
La carta de Antonio muestra cómo estos marcos no eran meramente abstractos, sino que regulaban la vida cotidiana. En su desesperación por conquistar a María, Antonio aceptó que el amor debía presentarse revolucionariamente. Lo que podría haber sido un gesto romántico se convirtió en ejemplo de cómo la política colonizaba lo íntimo. Pero también revela cómo los sujetos aprendían a moverse en ese entramado, cómo descubrían que la eficacia de un texto dependía de su inscripción en un horizonte mayor. Ernesto lo comprendía con agudeza: sin el sello revolucionario, la carta carecía de fuerza persuasiva.
Este episodio confirma que la frase de Castro no era una mera consigna, sino una gramática que modelaba la existencia. Todo debía pasar por la Revolución, de la misma manera en que para Derrida todo debía pasar por el texto. La coincidencia radica en que ambos principios niegan la posibilidad de un afuera absoluto. Lo privado se vuelve público, lo inmediato se vuelve textual.
La reflexión adquiere aún más densidad si se piensa en la diferencia entre la clausura política y la clausura filosófica. La primera tiende a reducir la pluralidad bajo un marco único, la segunda tiende a mostrar que no hay origen fuera de la mediación textual. Pero en ambas se genera un efecto semejante: la imposibilidad de escapar al sistema. Y es precisamente esa imposibilidad la que permite comprender por qué la carta de Antonio necesitaba terminar con la palabra Revolucionariamente. No era un gesto trivial, era la constatación de que no existía espacio ajeno al relato revolucionario.
La relación entre Castro y Derrida no implica que uno anticipara al otro, sino que ambos formularon respuestas distintas a la misma condición de clausura. En el Caribe se trataba de absorber la vida en el relato político, en Francia se trataba de absorber la experiencia en el tejido textual. Ambos enunciados señalan que el sentido no se produce desde un lugar exterior, sino dentro de una totalidad que lo condiciona.
Lo que la anécdota revela, grosso modo, es que la vida humana, incluso en sus gestos más íntimos, nunca se da en un vacío. El amor de Antonio por María no podía expresarse sin pasar por la Revolución, de la misma manera que para Derrida ningún acto puede expresarse sin pasar por el texto. La frase de Castro y la de Derrida coinciden en recordarnos que todo sentido es una inscripción, que toda vida necesita un marco, que no hay nada fuera del horizonte que organiza lo posible.