Por El Coloso de Rodas

La publicación de El maestro y Margarita en Cuba, en los años finales de la década de 1980, constituye un episodio particularmente revelador dentro del cruce entre literatura, ideología y poder en los regímenes de socialismo real. Escrita por Mijaíl Bulgakov entre 1928 y 1940, pero censurada en la Unión Soviética hasta 1967, la novela fue presentada al lector cubano en un momento de cambio estructural en el modelo soviético, cuando las políticas de Glásnost (transparencia) y Perestroika (reestructuración), promovidas por Mijaíl Gorbachov, comenzaban a desmoronar los pilares simbólicos y materiales del totalitarismo soviético. La edición cubana, sin embargo, no fue completa. En un gesto revelador de su persistente voluntad de control sobre la circulación del pensamiento, el régimen mutiló varias páginas del texto original, suprimió fragmentos clave y suavizó, mediante ediciones parciales, el potencial subversivo de la obra. A pesar de ello, o quizás debido a ello, la recepción cubana de la novela se vio marcada por una lectura alegórica y profundamente crítica.
Fue en 1989 cuando recibí la noticia. No la escuché en la radio ni la leí en ningún periódico. La noticia llegó como llegan las cosas importantes en regímenes cerrados, por la rendija de una conversación, por la esquina del rumor, por el gesto emocionado de un amigo. Caminábamos por los corredores del Parque Céspedes en Manzanillo, un día cualquiera en apariencia, pero cargado de una expectación que no sabía aún nombrar. Recuerdo el calor espeso de la tarde, los bancos ocupados por jubilados y soñadores, y la frase que cayó como una revelación íntima. Me dijo que habían publicado El maestro y Margarita en Cuba, así, sin rodeos ni solemnidades, pero con un brillo en los ojos que no dejaba dudas. Quedé paralizado, como si algo que no debía suceder hubiera irrumpido en la rutina ideológica de nuestras vidas. Por dentro supe que no podía ser cierto del todo, que habría mutilaciones, omisiones, trampas editoriales, pero también supe que, incompleta o manipulada, la obra contenía un poder que el sistema no podría disolver del todo. Fue ese día, caminando entre los portales, que empecé a entender que la literatura no solo decía lo que decía, sino también lo que hacía con nosotros. Que podía abrirnos un pasadizo secreto entre los barrotes de la obediencia.
La aparición de El maestro y Margarita en los anaqueles de las librerías cubanas, casi siempre en ediciones de baja calidad, con tiradas restringidas y distribución controlada, fue recibida por los lectores con una mezcla de asombro e incredulidad. Nadie podía explicarse por qué, en un momento aún marcado por la censura y el control cultural, se publicaba una obra que había sido, durante décadas, símbolo del conflicto entre el escritor y el aparato estatal soviético. Nadie entendía por qué abrir las puertas a una novela que, mediante la sátira, el simbolismo esotérico y la inversión carnavalesca, exponía con agudeza las patologías del socialismo burocrático.
El texto se estructura en dos líneas narrativas que operan como planos complementarios de una crítica ontológica y política. Por una parte, se desarrolla la historia de Woland, una figura demoníaca que, acompañado de su séquito infernal compuesto por el gato Behemoth, el asesino Azazello, la vampiresa Hella y el grotesco Koróviev, irrumpe en la Moscú de los años treinta para provocar un caos que no responde al capricho, sino a una lógica de revelación. Las acciones de Woland no son, en sentido estricto, malévolas. Tienen como fin exhibir la hipocresía, la corrupción moral y el servilismo que imperan en una sociedad gobernada por el miedo, la mediocridad y la obediencia automatizada.
La segunda línea narrativa traslada al lector a la Jerusalén del siglo I, donde se dramatiza el juicio de Yeshúa Ha-Notsrí, figura que remite a Jesús de Nazaret, desde la perspectiva de un Poncio Pilato atormentado por la duda y el conflicto entre deber e intuición moral. Esta historia, que se inscribe dentro de la novela que escribe el Maestro, un autor anónimo, destruido por la crítica oficialista y recluido en un manicomio, actúa como contrapunto espiritual a la sátira soviética. Margarita, su amante, pactará con Woland para rescatar al Maestro, recuperar su obra y obtener, finalmente, una forma de descanso más allá del bien y del mal, una casa apacible, fuera del tiempo, donde se restauran el amor y la palabra.
En este entrelazamiento de esferas temporales y simbólicas, Bulgakov ofrece una meditación compleja sobre el poder, la verdad, el arte y la libertad. La sátira que despliega contra el aparato soviético no es episódica ni retórica. Es estructural. Uno de los pasajes más ilustrativos, y que sobrevivió a la censura cubana en versiones clandestinas o ediciones extranjeras, narra la visita de un contable a una oficina estatal, donde se encuentra con una escena que concentra, en clave absurda, la deshumanización de la burocracia:
“Detrás de una mesa enorme, sobre la que se veía un voluminoso tintero, estaba sentado un traje vacío, escribiendo en un papel con una pluma que no mojaba en tinta. […] No emergía ni cabeza ni cuello, ni asomaban las manos por las mangas. El traje estaba concentrado en el trabajo y parecía no darse cuenta del barullo que le rodeaba.”
Aquí, el sujeto ha desaparecido. Solo queda la función, el rol, la máquina estatal encarnada en un traje que actúa sin conciencia. Cuando la secretaria grita “No está, que me lo devuelvan”, lo que Bulgakov revela es la lógica ontológica del poder burocrático. Suplantar al ser por el cargo, al pensamiento por la consigna, al rostro por la máscara. En el contexto cubano, esta escena fue leída como una parodia directa del sistema de administración socialista, donde los trámites interminables, los funcionarios invisibles y el lenguaje estandarizado de la negación se convirtieron en parte de la vida cotidiana.
La edición mutilada que circuló en Cuba omitió varios de los fragmentos más incendiarios o ambiguos del texto, incluyendo diálogos con connotaciones religiosas, descripciones explícitas de la arbitrariedad del poder y pasajes con doble sentido ideológico. La política editorial del régimen buscaba evitar que el lector extrajera analogías demasiado evidentes entre la Moscú de Stalin y la Habana de Castro. Sin embargo, la estructura alegórica de la novela y su polisemia simbólica impidieron el control total. En efecto, como ha observado la crítica literaria especializada, El maestro y Margarita es una obra que resiste la clausura interpretativa. Su riqueza simbólica, su oscilación entre lo real y lo fantástico, su uso del humor como arma filosófica, permiten que cada lector reconstruya sentidos diversos, incluso contradictorios.
Desde una perspectiva hermenéutica, el diablo que visita Moscú no es un agente del mal. Es una figura reveladora, un deus ex machina que interrumpe el orden de la mentira institucionalizada para imponer una verdad provisional, fragmentaria, pero necesaria. La sátira, en este caso, no apunta a la destrucción del mundo. Apunta a su reconfiguración moral. Margarita, y no el diablo, es la verdadera heroína de la novela. Es ella quien, por amor, atraviesa el infierno, participa en el Baile de Satanás y, al final, rescata al Maestro y a su obra. El arte y el amor, en esta cosmovisión, se convierten en los únicos espacios posibles de libertad frente a la maquinaria del poder.
Para los lectores cubanos, el impacto de la novela fue doble. Por un lado, se enfrentaban a una obra mayor de la literatura rusa, escrita en un estilo que desafiaba las convenciones del realismo socialista y abría paso a una imaginación transgresora. Por otro, descubrían en la sátira de Bulgakov un espejo deformante que devolvía la imagen de su propia realidad. La risa que provoca la novela no es ligera. Es amarga, lúcida, desestabilizadora.
En suma, la publicación de El maestro y Margarita en Cuba se inscribe en un momento de ambigüedad política y crisis simbólica del modelo socialista. La mutilación del texto por parte del régimen no logró neutralizar su potencia crítica. Al contrario, la obra fue leída con atención clandestina, circuló en fotocopias, se comentó en voz baja y pasó a formar parte del canon secreto de una intelligentsia que, incluso dentro del campo revolucionario, buscaba otras formas de verdad. Bulgakov, con su sátira mordaz y su ternura por los derrotados, fue acogido no solo como un autor. Fue acogido como un cómplice.