Por Ángelo Goicochea
Hay un resplandor antiguo que todavía se percibe en las honduras del pensamiento cuando el ser intenta recordarse a sí mismo a través del hombre y el hombre intenta salvarse de ese recuerdo sin saber que ambos movimientos son una misma operación de vigilancia. Desde el principio la luz ha sido una trampa y todo lo que se llama claridad ha sido el modo más refinado de encierro. En los trópicos ese encierro adopta una forma más sensorial, más caliente, más parecida a una ofrenda. En Europa fue un claro del bosque, un intervalo entre abetos donde Heidegger creyó escuchar la voz del ser. En el Caribe el claro es una herida solar, una apertura que no ilumina sino que abrasa, un exceso de realidad que obliga al hombre a inventar sombras para no desaparecer.
En ese exceso comienza la historia de la domesticación. El hombre caribeño, como el europeo, descubrió que el fuego podía servir para cocinar pero también para ordenar la noche. Desde ese instante la claridad se convirtió en una disciplina. Todo lo que el ser revelaba lo hacía con la violencia de un mandato. El pensamiento occidental nació de esa violencia, y su primera víctima fue la animalidad del hombre. La filosofía comenzó cuando alguien se sintió observado por la luz y quiso justificar su desnudez. De ahí que cada sistema, desde Platón hasta Kant, no sea sino una pedagogía de la vergüenza.
Heidegger habló de la morada del ser, pero en realidad describió la celda donde la conciencia se siente a salvo. Lo que él llamó casa fue el lugar donde el hombre aceptó la servidumbre de la claridad. En América esa casa se levantó sobre ruinas y sangre, en los ingenios, en los claustros, en los patios donde el pensamiento se mezclaba con la canícula y con el olor del azúcar quemada. Allí el hombre aprendió a obedecer al sol. Allí nació la versión tropical del humanismo. No era el amor al hombre sino la necesidad de mantenerlo dócil.
La conspiración que San Pablo puso en marcha bajo la forma de una redención moral encontró en la razón moderna su prolongación más perfecta. La epístola se convirtió en tratado, la conversión en método. El realismo trascendental es el nombre que recibe esa conspiración cuando ya nadie la reconoce como tal y algunos la quieren reinventar para seguir existiendo. No fue una escuela de filosofía sino una liturgia del límite. Su dogma consistía en afirmar que nada existe fuera de la conciencia. Lo que antes se llamaba Dios pasó a llamarse sujeto. El milagro fue reemplazado por la deducción. El alma por la estructura. La fe por el juicio. Detrás de su rigor se ocultaba la misma pulsión pastoral que animaba al apóstol. No más lobos en el rebaño, no más peligros en el bosque. La experiencia erótica debía ser domesticada igual que el deseo libidinal.
Kant creyó emancipar al espíritu de la superstición, pero su Crítica edificó una nueva catedral. En ella el hombre ya no se arrodillaba ante el altar de la gracia sino ante la certeza. Todo lo que no podía demostrarse debía ser expulsado como ilusión. La herejía se llamaba metafísica. Lo que quedaba fuera de la representación era condenado a la inexistencia. El realismo trascendental no es, entonces, una teoría del conocimiento, sino la consumación de un programa teológico. San Pablo predicó que el cuerpo debía morir para que el espíritu viviera. Kant enseñó que la cosa debía morir para que el fenómeno existiera. Ambos son ministros de una misma iglesia invisible que rige la historia del pensamiento occidental.
América, que ha sido siempre el laboratorio de las metamorfosis del espíritu europeo, recibió ese evangelio bajo la forma del progreso. Lo que en el Viejo Mundo se formulaba en el aula, aquí se imponía en la plantación. La racionalidad trascendental se mezcló con el látigo, con el catecismo, con la cartilla. Domesticación espiritual y domesticación colonial fueron una misma operación de ese realismo paulino. El esclavo debía aprender no sólo a trabajar sino a representarse a sí mismo como imagen moral del amo. Así nació el ciudadano moderno de estas tierras, mitad creyente mitad ilustrado, devoto del orden y del libro, criatura del mismo claro donde el ser europeo se había vuelto ley.
El realismo trascendental consolidó ese orden porque ofreció la coartada metafísica del dominio. Si todo lo real depende de las condiciones del sujeto, entonces quien controla esas condiciones controla el mundo. Bajo esa apariencia de rigor se desplegó una política de la docilidad. El pensamiento se volvió una forma de administración. La educación sustituyó al látigo y el examen a la confesión. Nietzsche, que olfateó esa mutación, escribió que el hombre se había convertido en el mejor animal doméstico del hombre. Lo dijo con ironía pero también con melancolía. Su superhombre no era un ideal, era un intento de fuga.
En los trópicos esa fuga se sintió como una nostalgia por el ruido del mar, por la espesura que aún resiste detrás de las ciudades. El pensamiento caribeño, incluso en su forma más occidental, conserva el recuerdo del desorden. En cada gesto razonable late el tambor del rito. Por eso el claro del ser nunca fue aquí un lugar de reposo sino de tensión. El sol lo ilumina demasiado, la sombra lo invade sin aviso, la claridad se convierte en fiebre. En esa fiebre el hombre recuerda que el ser no es una idea sino una respiración.
Sin embargo la conspiración continúa. Ya no necesita sacerdotes. La razón la perpetúa sola. Cada vez que un concepto encierra la vida dentro de una definición, la conspiración se renueva. El manierismo es una renovación paulina en los tiempos que corren. Cada vez que un algoritmo traduce el mundo a información, el apóstol sonríe desde su tumba. Porque el paulismo no fue sólo un episodio religioso, fue la invención de una tecnología espiritual. Enseñó al hombre a interiorizar su vigilancia, a convertir la culpa en conciencia. El realismo trascendental perfeccionó ese arte. Sustituyó la vigilancia por la reflexión, la confesión por la autocrítica. El resultado es un sujeto que se examina sin cesar y que llama libertad a su obediencia.
Heidegger quiso romper ese círculo, pero su pensamiento siguió girando dentro de la misma esfera. Su llamado al ser fue también una nostalgia de pureza. En su cabaña del bosque, rodeado de nieve, el filósofo imaginó que podía oír la voz original de la existencia. No comprendió que esa voz ya estaba modulada por el lenguaje del pastor. Que cada palabra pronunciada en el claro repite el gesto de la primera domesticación. El hombre sigue llamando ser a su propio reflejo.
El Caribe ofrece otra escena. Aquí la palabra no construye una casa sino un movimiento. La oración se convierte en canto, el concepto en ritmo. Cuando el pensamiento se deja atravesar por la humedad y por la sal, pierde su voluntad de dominio. El ser no se despeja, se dispersa. En esa dispersión hay una posibilidad de resistencia, una forma de desobediencia metafísica. Pero incluso esa resistencia corre el riesgo de ser capturada por la conspiración, porque el poder de la domesticación reside en su capacidad de absorber la diferencia. El carnaval se vuelve turismo, el rito se vuelve folclore, la transgresión se vuelve mercancía.
La conspiración paulina del realismo trascendental no opera con violencia visible. Se infiltra en la respiración misma del pensamiento. Sus herramientas son la prudencia, el equilibrio, la mesura. Promete claridad a cambio de obediencia. Ofrece sentido a cambio de renuncia. Bajo su imperio la humanidad aprende a temerle al misterio. Lo que no puede calcularse es excluido de la existencia. Lo que no puede representarse es considerado una amenaza. Así el hombre pierde lentamente su relación con lo sagrado. No porque deje de creer en Dios, sino porque ya no puede creer en lo desconocido.
América todavía guarda una memoria de lo desconocido. En los rituales de la santería, en los rezos a media noche, en los silencios del campo, persiste una ontología distinta. No se funda en la claridad sino en la reciprocidad. El ser no se revela a quien lo busca, se ofrece a quien lo acoge. Esa sabiduría fue despreciada por la razón trascendental porque no podía sistematizarse. Sin embargo es ahí donde el pensamiento podría recuperar su respiración.
Kant escribió que el cielo estrellado sobre él y la ley moral dentro de él lo llenaban de admiración. Lo que no dijo es que ambos eran cárceles de la misma luz. El realismo trascendental completó esa doble prisión, la del cosmos reducido a fenómeno y la del alma reducida a conciencia. Pero el Caribe, con su cielo cambiante y su mar sin ley, recuerda que toda claridad es efímera. La tormenta interrumpe cualquier sistema. La ola borra las geometrías. La naturaleza no es idea sino improvisación.
Quizá el pensamiento deba aprender de esa improvisación. No buscar la transparencia sino la respiración. No pretender comprender el ser sino acompañarlo. Si el realismo trascendental es la conspiración de la claridad, el futuro del pensamiento estaría en aceptar la penumbra. Nietzsche lo intuyó cuando dijo que necesitamos el caos para engendrar una estrella danzante. En esa danza se interrumpe la conspiración.
Heidegger escribió que sólo donde hay peligro crece lo que salva. En el Caribe el peligro es la luz misma. Por eso la salvación adopta la forma de la sombra. El hombre que se atreve a caminar bajo el sol sin refugiarse en la casa del ser se expone al riesgo de evaporarse, pero también al milagro de ser. Tal vez esa sea la última lección que nuestras tierras puedan ofrecer al pensamiento occidental: que el ser no necesita domesticarse para revelarse, que la claridad no es la meta sino la fiebre, que la verdad no se encuentra en el claro sino en el temblor que lo rodea.
Cuando la conspiración paulina del realismo trascendental haya agotado su poder, cuando la razón misma se canse de su transparencia, tal vez el pensamiento vuelva a buscar refugio en la intemperie. Entonces el hombre recordará que antes de ser sujeto fue respiración, que antes de ser lector fue escucha, que antes de ser pastor fue animal. Recordará que toda casa es provisional, que toda claridad está sostenida por la sombra.
Mientras tanto el Caribe seguirá ardiendo en su exceso. El sol continuará domesticando los cuerpos y liberando las almas. El pensamiento seguirá soñando con un claro que no sea prisión sino promesa. Y acaso en ese sueño, donde la razón se confunde con el canto y el ser con la brisa, el hombre pueda vislumbrar por un instante lo que perdió al aceptar la conspiración: la posibilidad de no entender y, sin embargo, existir.