Por Galán Madruga
Para que Cuba pueda avanzar hacia el futuro, es imprescindible emprender una deshabanización intelectual, entendida no como un simple desplazamiento geográfico del poder cultural, sino como una verdadera deconstrucción del imaginario centrípeto que La Habana ha impuesto sobre el resto del país durante más de dos siglos. La capital ha funcionado como una metrópolis simbólica que fagocita toda forma de disidencia periférica, una suerte de monopolio espiritual que condiciona el modo en que los cubanos piensan, crean y conciben la nación. Desabanizar el pensamiento significa liberar la cultura cubana de ese eje mental que reduce lo nacional a lo habanero, y lo habanero a una élite autorreferencial, convencida de que la historia, el arte y la política solo existen dentro del Malecón.
Un precedente histórico de esa tentativa descentralizadora fue el proyecto frustrado del teniente gobernador Manuel Lorenzo en 1836. Desde su posición en Santiago de Cuba, Lorenzo propuso dividir la isla en dos capitanías generales autónomas, una en el occidente y otra en el oriente, con el propósito de crear dos polos administrativos que equilibraran el poder colonial y fomentaran el desarrollo regional. Su intención no era revolucionaria, sino política y estructural. Lorenzo creía que un sistema de gobierno federativo permitiría modernizar la administración sin recurrir a la independencia ni a la violencia social. Era, en su contexto, una propuesta de racionalización del poder y una advertencia temprana contra el centralismo que ya comenzaba a consolidarse en La Habana.
La idea, sin embargo, naufragó por falta de apoyo. Los bayameses, que habían sido sus principales interlocutores, no respondieron a su convocatoria. El general Tacón, figura emblemática del autoritarismo colonial, dictó una orden de arresto que forzó a Lorenzo al exilio en España. La derrota de su proyecto selló el destino político de la isla y confirmó el predominio de La Habana como único centro de decisión y representación. Desde entonces, todo intento de reforma o renovación ha debido pasar por el filtro habanero, incluso aquellos gestados en provincias. El país se configuró como una geografía cultural de subordinaciones, donde lo periférico fue siempre traducido, interpretado o domesticado por la capital.
Ese desequilibrio no desapareció con la República ni con la Revolución. Por el contrario, se intensificó. La Habana se convirtió en el escenario absoluto de la cultura, la política y la memoria. Todo discurso nacional se articula desde su perspectiva, incluso en el exilio. El centralismo habanero no es solo una cuestión administrativa o literaria, sino un modo de pensar que asocia el poder con la capital, la inteligencia con el elitismo y la legitimidad con el reconocimiento de sus círculos intelectuales. Lo habanocéntrico ha sustituido a lo cubano, y lo cubano ha quedado reducido a una proyección de ese microcosmos que dicta quién puede hablar, qué puede decir y desde dónde puede hacerlo.
Recuerdo mi primera visita a La Habana en 1987. Aquel viaje tuvo para mí el efecto de una iniciación negativa. Descubrí, con desconcierto, la atmósfera opresiva de ciertos núcleos culturales que se pretendían depositarios del saber nacional. En sus tertulias, la escritura funcionaba como una muralla simbólica, un mecanismo de exclusión donde el lenguaje se convertía en un instrumento de poder. Se hablaba para no ser comprendido, se escribía para mantener la distancia. La libertad del pensamiento se reducía a una estética del hermetismo, y el talento se medía por el grado de inaccesibilidad del discurso. Comprendí entonces que la verdadera dominación intelectual no necesitaba de censura política, bastaba con un sistema de legitimación cerrado, donde las jerarquías se reproducen bajo la apariencia del mérito.
No fue en la isla, sino en el exilio, donde pude librarme de esa herencia invisible. Solo lejos de La Habana logré emanciparme de la servidumbre estética y conceptual que ella representaba. En esa distancia comprendí que la desabanización del pensamiento no es un acto de ruptura con una ciudad, sino con un modo de concebir el conocimiento. Desde el destierro pude acercarme libremente a Max Stirner, a Nietzsche, a Michel Foucault, y descubrir que el pensamiento no necesita del permiso de los círculos culturales ni de la aprobación de los guardianes del canon. En el exilio se aprende que la libertad intelectual consiste en no tener centro.
Si Cuba desea realmente avanzar hacia el porvenir, debe romper con las viejas estructuras del pensamiento centralizado. El progreso de una nación no se mide solo por sus indicadores económicos, sino por su capacidad de descentralizar la inteligencia y democratizar la creación. La cultura cubana necesita reconstruir sus fundamentos desde la pluralidad de voces, regiones y experiencias que la componen. Ningún proyecto de modernización será posible mientras el país continúe pensando con la cabeza de La Habana y hablando con su acento. La desabanización intelectual es, en este sentido, un proceso de higiene espiritual, una operación de limpieza simbólica que permitiría a Cuba recuperar su diversidad interior.
Pensar desde Bayamo, desde Camagüey o desde Guantánamo no significa renunciar a la nación, sino restituirle su respiración completa. El futuro cubano depende de esa reconciliación entre lo insular y lo continental, entre la capital y las provincias, entre el centro y la periferia del alma. Solo cuando el país se atreva a descentralizar su inteligencia podrá comenzar a pensarse de nuevo. Y ese acto de pensamiento, más que político o administrativo, será el verdadero comienzo de su libertad.