Por Ariel Pérez Lazo
Recientemente ha habido una polémica —que no puedo reproducir aquí— en la blogosfera cubana en torno al capitalismo. Una de las posiciones lo ve esbozado ya en el mundo antiguo, mientras que la contraria lo concibe como un producto estrictamente moderno. La primera perspectiva apunta a lo ontológico: el capitalismo como posibilidad latente en Occidente, algo semejante a reconocer en la Grecia clásica el antecedente de la democracia moderna y no en la Carta Magna de Juan Sin Tierra. La segunda perspectiva, en cambio, es más bien epistemológica: el capitalismo como construcción moderna.
Sin la pretensión de inmiscuirme en este debate, quiero apuntar a una alternativa que pudiéramos llamar antropológica, formulada por José Ortega y Gasset en su ensayo sobre Kant[1]. A partir de dicho texto puede tener sentido la expresión —tan abusada por el marxismo soviético— de la existencia de una “filosofía burguesa”. Y esto no porque se trate simplemente de una filosofía que no se plantea el horizonte de una revolución proletaria anticapitalista, sino porque remite a un ethos.
Si se observa la filosofía antigua, en particular el realismo, esta surge de la formulación de un tipo de hombre: el guerrero, nos dice Ortega, figura dominante tanto en la Grecia aristocrática como en la alta Edad Media. Se trata de un hombre con gran confianza en sí mismo, de modo que cree en lo que puede percibir, en la cosa tal y como se revela a sus sentidos. Nietzsche lo llamaba el noble, el que confía en sí mismo[2]. Para este hombre el honor es la base de las relaciones sociales: la palabra dada, la fidelidad al rey o al señor estaban asumidas; traicionarlas era villanía, actitud típica del que vive en la villa, que al igual que el burgués no tiene origen noble.
Con la modernidad ocurre el ascenso del burgués: como no confía en sí mismo, desconfía del prójimo. El honor deja de tener sentido para este nuevo hombre, como puede verse en las escenas de El Quijote, donde tal ideal es ridiculizado. Se desecha el heroísmo y la épica. Al honor lo sustituye el contrato, en el cual exponemos abiertamente nuestra desconfianza, llevándola incluso al terreno sentimental, como en el matrimonio. Tan modernos, tan burgueses somos que lo vemos natural. Lo mismo sucede con el contrato laboral, algo también impensable en tiempos de gleba y gremio.
El realismo filosófico queda eclipsado. Aparece entonces ese militar pero no guerrero que afirma un nuevo método de conocimiento basado en la duda, que no es ni escepticismo ni dogmatismo. Kant, con su revolución copernicana, derivará el idealismo trascendental, donde el mundo cognoscible queda regido por el sujeto, ofreciendo así la seguridad a la que tanto aspira el burgués, tan distinta del “vivir en peligro” nietzscheano. Es también, paradójicamente, terreno fértil para las utopías, consecuencia necesaria de este hombre de cautela y sospecha. Una de esas utopías será la del socialismo de Marx; otra, la del superhombre de Nietzsche. No es casual que Paul Ricoeur situara a ambos en la genealogía de los filósofos de la sospecha.
Aquí aparece necesariamente una pregunta: si el capitalismo ha de explicarse desde la antropología, desde un tipo de hombre, ¿estamos llegando al reflujo de este tipo humano? Las virtudes actuales ya no son las señaladas por Weber en el espíritu puritano. ¿Estaremos frente a una incipiente ley de los tres estados: el guerrero, el burgués y un tipo de hombre aún por perfilarse? No lo sé. Pero es evidente que la filosofía ha abandonado la pretensión de la certeza absoluta que fue ideal desde Descartes hasta Husserl.
El rechazo que suscita hoy la multiplicación de derechos promovida por el movimiento woke —criatura burguesa, pese a sus llamados anticapitalistas— podría anunciar no una nueva época del liberalismo y del capitalismo, sino la salida definitiva de la hegemonía del hombre burgués. Algo que mi fallecido amigo Armando de Armas llamaba el “regreso de los imperios”.
En cuanto a esto último, y a la posible opinión de Ortega, este no parecía partir —como Nietzsche— de una edad del camello, del león y del niño. Ortega situaría al león en el comienzo, aunque dialécticamente también encontraría al final al niño.
[1] Kant. Reflexiones de centenario. Revista de Occidente, 1929.
[2] Ver Genealogía de la moral. Un escrito polémico. Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual. Primer tratado de La genealogía de la moral, concretamente en la Sección 10. Tratado 1, sección 5. Alianza Editorial, 2005.