Por KuKalambé
En tercer año de la carrera de Historia uno ya no creía en casi nada, aunque todavía conservaba la costumbre, casi automática, de aparentar lo contrario. Esa era quizá la primera enseñanza no escrita del Instituto Pedagógico, una enseñanza que no figuraba en programas ni planes docentes, pero que se adquiría con rapidez y sin estridencias, del mismo modo en que se aprendía a repetir consignas desprovistas de fervor o a copiar fragmentos de manuales que nadie había leído con atención sostenida.
El seminario de Materialismo Histórico y Dialéctico se impartía los jueves por la tarde, cuando el calor parecía haberse instalado de manera definitiva en los pasillos, dotándolos de una densidad casi punitiva. El aula tenía persianas averiadas, un ventilador que apenas cumplía su función y un olor persistente a humedad acumulada, a papeles ideológicos conservados durante décadas en gavetas cerradas y raramente abiertas. Allí se sentaban los estudiantes, cuadernos abiertos y bolígrafos preparados, dispuestos a anotar cuanto fuera necesario para aprobar, no para comprender.
El muchacho se llamaba Ernesto, aunque casi nadie utilizaba su nombre. Entre los compañeros era conocido como el flaco, no tanto por su cuerpo como por su manera de situarse en el mundo, siempre ligeramente desplazado, como alguien que avanzara con un compás distinto al de los demás. No era un provocador ni un inconforme visible. Era, más bien, un lector, y en el Instituto Pedagógico eso constituía ya una forma discreta de desajuste.
Había llegado a tercer año con una fatiga intelectual acumulada y, sin embargo, con una curiosidad que no había sido del todo erosionada. Había leído a Marx más allá de los extractos autorizados, había recorrido a Engels sin la mediación del subrayado obligatorio y se había acercado a Lenin con una atención que rozaba el desconcierto. No con ánimo de refutación, sino con el deseo, cada vez menos frecuente, de entender qué había ocurrido en el tránsito entre la teoría y la consigna, entre la formulación y su cristalización.
La profesora entró al aula con un expediente bajo el brazo y una rigidez que no provenía del ámbito académico, sino del administrativo. No tenía la inseguridad torpe de los docentes noveles ni la serenidad cansada de los profesores veteranos. Su aplomo era de otra índole, aprendido en escenarios donde la palabra no admitía réplica. Durante años había hablado desde tribunas en las que no se formulaban preguntas y donde el silencio era parte del acuerdo.
Su nombre resultaba irrelevante. Para los estudiantes era sencillamente la profesora. Sabían, porque en aquel lugar todo acababa sabiéndose, que había sido dirigente partidista, que había trabajado en el departamento ideológico del Partido, que había sido desplazada de ese cargo sin demasiadas explicaciones y que ahora, en virtud de una reubicación silenciosa, impartía clases de Materialismo Histórico y Dialéctico.
Carecía de formación pedagógica real, algo que se advertía en la manera mecánica de leer los textos, en su dificultad para escuchar y en la tendencia a convertir cualquier explicación en una prolongación de la consigna. Repetía fórmulas aprendidas, citaba a Marx y a Lenin con el mismo tono con que se citan resoluciones, y hablaba del materialismo como si se tratara de una sustancia sólida, susceptible de almacenarse, dosificarse y distribuirse.
Aquel día el seminario se centraba en la relación entre marxismo y leninismo, un asunto que se consideraba resuelto desde hacía décadas y clausurado por incontables manuales. Los estudiantes conocían la respuesta correcta. Sabían que el leninismo era el desarrollo creador del marxismo en la época del imperialismo, que no existía contradicción alguna y que todo formaba una unidad superior. Lo habían escrito demasiadas veces, casi siempre con la misma letra, casi siempre sin convicción.
Ernesto levantó la mano.
No lo hizo de manera ostensible ni con afán de protagonismo. Fue un acto sobrio, deliberado, que aceptaba de antemano las consecuencias.
La profesora le concedió la palabra con una sonrisa automática, de esas que preceden a las intervenciones previsibles.
—Profesora, yo quería hacer una pregunta.
—Diga, compañero.
—Desde un punto de vista teórico, cuál sería el peso específico y la diferencia real entre el marxismo y el leninismo, más allá de la idea de continuidad. En qué punto termina uno y comienza el otro.
El silencio que siguió tuvo una consistencia inesperada. Algunos estudiantes desviaron la mirada, otros observaron a Ernesto con una mezcla de inquietud y silenciosa admiración. No se trataba de una pregunta prohibida, pero tampoco de una pregunta cómoda. No nacía de la negación, sino de la indagación, y esa distinción, en aquel contexto, resultaba perturbadora.
La profesora quedó inmóvil durante un instante breve pero revelador. Ernesto lo advirtió. Percibió el parpadeo leve, el reajuste corporal, el cálculo rápido. No hubo indignación ni enfado, sino algo más elemental y más grave, una momentánea desorientación. Conocía la respuesta oficial, la había repetido durante años, pero la pregunta no reclamaba una fórmula, sino una explicación, y esa diferencia abría un vacío.
La profesora aclaró la garganta.
Dijo que era una pregunta interesante, una frase que, en boca de un docente, solía anunciar exactamente lo contrario.
Explicó que marxismo y leninismo no se oponían, que no existía contradicción alguna entre ambos, que formaban parte de un mismo cuerpo teórico. Ernesto escuchó sin interrumpir. Sabía que el silencio, en ocasiones, tenía una elocuencia superior a la réplica.
Ella hizo una pausa, buscó apoyo en el aire del aula, si la respuesta pudiera encontrarse suspendida entre las persianas averiadas.
Entonces recurrió a una imagen.
Pidió que se imaginara una balanza, de las utilizadas en los mercados por cuenta propia para equilibrar pesos. En un platillo, dijo, se colocaba la obra de Marx y Engels. En el otro, la de Lenin. Mientras hablaba, elevó ambas manos, sosteniendo en el vacío los platos invisibles del instrumento.
Indicó que al observarlos se comprobaba que ambos lados pesaban lo mismo. Movió las manos de manera casi imperceptible, manteniéndolas al mismo nivel. Pesaban igual porque Lenin no había hecho sino desarrollar el pensamiento de Marx y Engels en nuevas condiciones históricas. No existía diferencia de peso, afirmó, solo continuidad.
Las manos permanecieron suspendidas unos segundos más de lo necesario, como si aquel equilibrio requiriera ser subrayado. Luego descendieron.
Preguntó si había quedado claro.
Algunos estudiantes asintieron con rapidez. Otros copiaron la imagen en sus cuadernos, conscientes de que bastaría para el examen. Ernesto no respondió. Anotó algo, no la explicación, sino la escena.
Comprendió entonces algo que no figuraba en los libros. La profesora no había respondido a la pregunta. Había evitado el abismo mediante una imagen eficaz y tranquilizadora, una imagen que anulaba la diferencia al convertirla en equilibrio. La balanza no servía para pensar, sino para clausurar.
El seminario continuó sin sobresaltos. Se habló de leyes dialécticas, de base y superestructura, de lucha de clases. Nadie volvió a formular una pregunta semejante.
Al abandonar el aula, Ernesto recorrió el largo pasillo del edificio, donde los murales ideológicos parecían desteñirse con el paso del tiempo. Pensó en la balanza, en las manos de la profesora, tan seguras en su movimiento, tan vacías de contenido.
Entendió que la diferencia entre marxismo y leninismo no residía solo en los textos, sino en el uso que se hacía de ellos. Marx como pregunta, Lenin como respuesta definitiva. Marx como crítica, Lenin como método transformado en doctrina. Pero nada de eso podía decirse en un seminario.
Aquella tarde, mientras copiaba apuntes en su cuarto, escribió en el margen del cuaderno una frase que no mostraría a nadie.
Cuando el pensamiento se pesa en una balanza imaginaria, deja de pensarse y pasa a equilibrarse.
Aprobó la asignatura. Se graduó. Dio clases durante un tiempo. Nunca volvió a formular aquella pregunta en público. Pero cada vez que veía una balanza, real o simbólica, recordaba las manos suspendidas en el aire, sosteniendo un equilibrio perfecto que no existía y que, sin embargo, había resultado suficiente.
Y con los años, ya lejos del aula y de aquel seminario, comprendió algo que entonces solo había intuido de manera confusa. Comprendió que, cuando la preparación de un docente es inexistente o apenas decorativa, cuando el pensamiento no alcanza para sostener una explicación, una imagen oportuna, incluso rudimentaria, puede cumplir una función inesperada. No ilumina, no explica, no responde, pero salva la situación. Y eso, en determinados sistemas de enseñanza, suele bastar.